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Repensar las «seis revoluciones contemporáneas» del siglo XVII
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Releer hoy el libro de Roger Bigelow Merriman, Six Contemporaneous Revolutions, publicado en 1938, es a la vez instructivo y deprimente. Es, en primer lugar, instructivo porque el volumen contenía algunas intuiciones que, incluso por el momento en el que fueron escritas, merecen atención. El texto reflexionaba sobre un tiempo –esas dos décadas de mitad del siglo pasado– que vio cómo convulsiones políticas sin precedentes afectaron al continente europeo, y procuraba entrever algunos vínculos entre esas convulsiones que la planta esencialmente nacionalista de las tradiciones historiográficas impedía observar con claridad. En segundo lugar, el libro comparece como un elemento deprimente porque la historiografía no ha dado muchos pasos en la dirección sugerida en el texto.
Ciertamente, los años cincuenta y sesenta del siglo XX constituyeron un periodo de gran interés en torno a las características comunes y las dificultades económico-sociales del Seiscientos. Es esta una época dominada por el tema de la crisis, apuntado ya en un artículo de Eric J. Hobsbawm en Past and Present en 1954 y, más tarde, desarrollado y transformado por Hugh Trevor Roper, en 1959, en la misma revista en «The General Crisis of the Seventeenth Century». Fue entonces cuando dio comienzo un debate que no es posible resumir aquí (me he ocupado de él en otro lugar) y que gravitaba esencialmente en torno a las razones económico-sociales –como se ha dicho–, sanitarias y militares de la crisis, definiendo un siglo de hierro dominado por los tradicionales flagelos y males de siempre: el hambre, la guerra y la peste. Esta discusión, que mantenía obvios lazos con esa otra sobre los orígenes de la revolución inglesa, se veía condicionada por contrapuntos ideológicos bien visibles a propósito de la idea del estado, de la cultura popular, de la modernidad y del papel de las llamadas revoluciones «burguesas». En el centro de todo ello se encontraba el análisis de las distintas clases sociales y de su actitud ante unos cambios implícitamente juzgados como necesarios. La historia política venía así a desarrollar un rol subordinado a los grandes esquemas explicativos que la englobaban: basta pensar en la contraposición court/country o en las dinámicas del conflicto religioso; temas que dominaron las publicaciones sobre esta temática. Se distinguió entonces entre las varias posiciones, la de Geoffrey Parker, quien amplió el concepto de crisis, haciéndola comenzar en la llamada Little Ice Age, con una serie de intervenciones retomadas, además, recientemente en un libro titulado Global Crisis: War, Climate Change & Catastrophe in the Seventeenth Century. La nueva escala, global, y la nueva explicación, climática, han permitido siguiendo esa estela conectar los acontecimientos europeos con eventos lejanos, tales como el colapso de la dinastía Ming y el advenimiento especialmente complicado de la dinastía Qing en China o las guerras Mughal-Maratha en la India, que, sin embargo, tuvieron lugar en las dos últimas décadas del siglo en análisis y en los primeros años de la centuria siguiente.
Considerando todo lo anterior, esta discusión de hace ahora medio siglo –y que se prolongaría de forma intermitente– habría desatendido una intuición de Merriman, que yo, en cambio, querría volver a proponer aquí. A saber, los acontecimientos europeos de los que se habla y que se precipitan en esa mitad del siglo deberían ser analizados fundamentalmente en clave política. Hoy estamos en condición de hacerlo porque a lo largo de un largo itinerario hemos abandonado esa visión rígidamente evolutiva, en un sentido «desarrollista», de la que durante mucho tiempo hemos sido prisioneros o, si se prefiere, devotos. Era esa una visión que ponía el foco en un estado modernizador que hacía del absolutismo su doctrina y del desarrollo, su puesta en ejecución, y que hacía entender muchos de los movimientos de esa época como culpables resistencias a un positivo –toda vez que necesario y a la larga imparable– proceso de cambio. Al mismo tiempo, hoy el concepto de revolución no es más que un calco indiscutido que se ha modelado a partir de la revolución francesa, como portadora del mundo nuevo; ese que permitía definir el pasado como ancien régimen y que disponía el conflicto sobre una escala de valores diferenciada en la que las revoluciones se posicionaban en alto, seguidas a un nivel más bajo de movimientos incompletos o descompuestos, o bien no logrados, es decir, las revueltas y las insurrecciones que eran vistas a lo sumo como revoluciones abortadas. Somos o deberíamos ser capaces de pensar el conflicto político (que incluye no sólo las revoluciones y las revueltas sino también las conjuras y los golpes de estado) como un terreno común en el que habita una plétora de diversos advenimientos no tan fácilmente diferenciados entre sí.
De lo anterior se desprende que es posible hablar de los sucesos de mediados del siglo XVII en Europa como una fase de grave crisis política de las monarquías e incluso, también, de la más grave crisis que la institución monárquica había conocido hasta ese momento. Un rey Estuardo procesado y ajusticiado en Londres ante el Whitehall; otro, un Borbón, obligado a huir de un París rebelado a la edad de diez años, junto a la regente el día de la epifanía de 1649; un soberano Habsburgo viendo su monarquía en apuros también en la década de 1640 como consecuencia de las insurrecciones periféricas que golpean sus dominios, pasando casi de un reino compuesto a un «reino descompuesto».
Es en ese sentido en el que resulta de gran interés la consideración polémica de Merriman, quien juzgaba errado el hecho de que la revolución inglesa fuese considerada entonces un fenómeno contemporáneo a esos hechos, pero aislado de las otras rebeliones antimonárquicas que agitaban el continente, y que, para Merriman, son las de Cataluña, Portugal y Nápoles, las cuales hacen temblar a la monarquía española; la Fronda, ciertamente, que golpea a Francia; y, por último, las transformaciones de las Provincias Unidas, que abandonan el Stadtholerate, que incorporaba tendencias monárquicas centralizadoras, y abrazan el más colegial y republicano «pensionary government». Dígase, en todo caso, que este último cambio no constituye una revolución, ya que no se trata de una confrontación violenta entre grupos armados, pero Merriman lo considera parte activa en el proceso de debilitamiento europeo de la monarquía. Se podría indicar, igualmente, que a estas consistentes revueltas habría que añadir la sublevación de Palermo y de otras ciudades del reino de Sicilia en 1648.
Desde entonces la historiografía ha cuestionado en distinto grado la insularidad y, por tanto, la unicidad del caso inglés, insiriendo mucho más que en el pasado los sucesos ingleses en un contexto más amplio. El libro de Conrad Russel de 1991, The Fall of the British Monarchies, había marcado, en este sentido, un hito al indicar la importancia de incluir los sucesos escoceses e irlandeses en el marco explicativo de la monarquía inglesa, facilitando la apertura de un campo historiográfico que será después definido en el artículo publicado un año más tarde por el recientemente fallecido John Elliott en Past & Present, «An Europe of Composite Monarchies». Pero dígase, además, que el debate sobre los orígenes de la revolución inglesa ha sido un debate ideológico, condicionado por la contraposición entre aquella que podríamos definir como una aproximación progresista, primero liberal y después marxista (con un énfasis diferente en las clases sociales) y una postura revisionista que trató de diferenciar los hechos acaecidos después de 1643 de los precedentes, tal y como se refleja en el título del libro de Conrad Russell Unrevolutionary England, 1603-1642. No es esta la sede para seguir la trama de ese debate con claras divergencias en el plano ideológico, pero es significativo destacar hoy cómo ese debate estuvo marcado por los idénticos puntos inmóviles que constituían el campo de cultivo compartido por toda la reflexión historiográfica en torno a la revolución francesa.
Dicho lo cual –y volviendo a Merriman– es necesario indicar que también él se vio sometido a los entonces esquemas dominantes, y esto es bien visible en la reconstrucción analítica propuesta en el primer capítulo del libro dedicado al reconocimiento de los seis acontecimientos de que se ocupa. Es, sin embargo, en el segundo capítulo, titulado Parallels and Philosophies, en el que trata de evidenciar los aspectos comunes, y avanza para ello algunas consideraciones de síntesis que merecen ser apuntadas y retomadas. La primera de ellas tiene que ver con la religión. A pesar de que estas insurrecciones se desarrollan tras el siglo de las guerras de religión, es interesante observar –escribe– lo poco que la mayor parte de ellas se habrían visto afectadas por las diferencias religiosas. Inglaterra, en este sentido, «is a marked exception». Se trata de un punto no secundario. El caso francés es paradigmático: a una violenta confrontación de base religiosa culminada en la noche de San Bartolomé y continuada en tiempos de Enrique III le sigue, ya tras la muerte de Enrique IV, una lucha política que no tiene el elemento religioso como discriminador principal. Ciertamente, el tema de la presencia de los hugonotes seguía siendo un asunto a considerar, desde la integración jurisdiccional de Navarra y Béarn hasta la toma de La Rochelle, pero la clase dirigente francesa no se dividirá ya en frentes contrapuestos a partir de criterios religiosos.
La segunda de las consideraciones de Merriman es que tanto en las cortes como en las opiniones públicas europeas existían sistemas de comunicación –correspondencias y avisos que permitían un conocimiento de aquello que sucedía en otros espacios– tan aproximada a la realidad y tan perceptiva, que –como las relaciones de los embajadores venecianos– resultaban ser capaces de analizar incluso las tendencias de los episodios en curso y de avanzar proyecciones a propósito de los escenarios más probables. Sobre todo, las cortes no eran universos cerrados, sino intercomunicados en los que circulaban agentes, embajadores, mercaderes extranjeros y miembros de las órdenes religiosas de diversas extracciones, al tiempo que las casas de las reinas se hallaban llenas de damas de otras naciones. Se sabía más de lo que los historiadores han llegado a creer.
Después, es verdad, las seis revoluciones contemporáneas tenían en común la resistencia a la fiscalidad, que los vientos de guerra hacían cada vez más pesada, dando lugar a una creciente tasación que era a menudo contestada y considerada arbitraria. En una situación internacional tensa los temas fiscales, así como otras cuestiones vinculadas a la guerra como los alojamientos militares, eran cruciales. Y, sin embargo, aquello que se señala es que las revueltas no nacían espontáneamente de la creciente presión fiscal sino de la desafección de las clases dirigentes. Gastos extraordinarios requerían motivaciones extraordinarias para que fuesen aceptados, así como la capacidad de sostenerlos y compartirlos.
Pero, sobre todo, me gustaría llamar la atención en relación a otra consideración de Merriman, que me parece la más importante y que trataré de desarrollar: «it is worth noting –escribe– that, in five of the six rebellions we are considering, the outburst in their origin were directed rather against dominant and unpopular ministers that against the monarchs whom they served».
Merriman no avanza con su reflexión en este punto, pero creo que merece la pena revisitarlo.
Hace casi cincuenta años, en un artículo muy conocido, el historiador francés Jéan Bérenger planteó un problema que desde entonces ha sido varias veces evocado, pero que no ha sido verdaderamente afrontado por la historiografía y por eso yo quiero recuperarlo aquí: la existencia de un modelo de gobierno en las principales monarquías europeas del siglo XVII basado en un ministro favorito. Bérenger había afirmado muy claramente que «n’est pas un hasard si, dans le trois grandes monarchies d’Europe occidentale apparaissent simultanément le comte-duc d’Olivares, le cardinal de Richelieu et le duc de Buckingham». Aunque el modelo del valimiento había conocido en España desde entonces una rica y muy estimulante producción científica, esta, sin embargo, apenas sí ha buscado nexos con otras experiencias europeas. La historiografía francesa, por otro lado, ha permanecido particularmente inmóvil en el ejercicio de la comparación, firme como ha estado -y como, en parte, continua- subrayando los elementos de continuidad en la construcción de la grandeur nacional identificada como la quintaesencia del estado moderno. En lo que respecta a Buckingham, no se puede decir que su experiencia de gobierno haya sido considerada central en una historiografía –la inglesa– proclive a estudiar las raíces y las causas de la primera revolución seiscientista.
Los únicos intentos encaminados a superar la dimensión nacional del análisis del ministro favorito se deben al volumen de John Elliott y Lawrence Brockliss, The World of the Favourite, de 1999, y a dos colectáneas de ensayos escritas en alemán: Der Zweite Mann im Staat del 2003, a cargo de Michael Kaiser y Andreas Pecar, y Der Fall des Günstlings: Hofparteien in Europa vom 13. (dreizehn) bis zum 17(siebzehn) Jahrhundert, editada por Paravicini y otros autores en 2004. Veinte años atrás, es cierto, había aparecido ese esfuerzo plutarquesco de John Elliott, Richeieu y Olivares, delineando dos vidas paralelas, pero ese libro respondía a exigencias muy específicas y a la vez muy diferentes de las motivaciones de aquellos, destacándose particularmente la necesidad de restituir al conde-duque una dignidad paritaria ante el cardenal-duque.
Por tanto, el texto de Bérenger ha continuado siendo poco más que un ballon d’essai, un intento jamás retomado, y es curioso e interesante que ese trabajo haya sido escrito por un historiador que, aunque trabajando también sobre Francia, ha estudiado fundamentalmente la Europa Central; una realidad en la que –como hace notar– hay en el imperio habsburguico figuras diferentes, pero ciertos aspectos asimilables al modelo administrativo del favorito: de Melchior Khesl a Johan Ferdinand von Portia, por no hablar del caso sueco y del papel de Oxenstierna después de la muerte de Gustavo Adolfo en 1631. El texto de Bérenger defiende justamente que es con Lerma con quien se afirma en Europa un sistema de gobierno de las monarquías diferente, incluso si él no se ocupa en su artículo de la formación del modelo y de su inicio, y se dedica, más bien, a poner en evidencia la contemporaneidad de su conclusión, es decir, las elecciones paralelas de los soberanos que ponen fin a esa experiencia. A este respecto, valga recordar la famosa decisión de Luis XIV a la muerte de Mazzarino en 1661 de que no hubiera más un premier ministre y también la decisión similar de Felipe IV, a la muerte de Haro (también en este caso en 1661, si bien en noviembre, pues Mazzarino había fallecido en marzo) coincidiendo con su sobrino. Poco después se registra también la decisión del emperador Leopoldo I, tras el fallecimiento de Portia en 1665, de gobernar él directamente y de querer ser él mismo primer ministro, como afirma en una carta al conde Poetting. Este paralelo abandono del ministro-favorito será, por norma, definitivo, incluso a pesar de que en el caso español se asistirá a una retoma del valimiento en años sucesivos a raíz del advenimiento de Mariana de Austria como regente, con Everardo Nithard, primero, y Fernando de Valenzuela, después.
Si esta contemporaneidad tanto en el surgimiento del modelo y en su fin no es una simple coincidencia, se debería entonces tratar de rastrear en la coyuntura del siglo XVII los indicios que permiten pensar en la existencia de un posible nexo entre la más grave crisis de la institución monárquica y la afirmación de un específico modelo de organización del poder de las monarquías basado en la figura del ministro favorito.
La expresión «modelo» debe ser en cualquier caso matizada. No significa que el modelo de Lerma fuese ciegamente repetido en todas las monarquías europeas. Era más bien conocido, imitado y temido; y podríamos decir que era una posibilidad que, por ejemplo, agitaba ciertos fantasmas en las cortes europeas. Cuando llegó a París un enviado español para organizar los dobles casamientos que tuvieron lugar en 1615 entre Luis XIII y Ana de Austria, de una parte, y de Felipe IV e Isabel de Francia, de otra, le fue presentado Concino Concini refiriéndole que se trataba del Lerma francés. Naturalmente, no era verdaderamente así. Concini no tenía el extraordinario poder que Lerma atesoraba, a pesar de que su influencia sobre Maria de’ Medici era considerable. Pero él, en todo caso, podía ser considerado, al menos, un Lerma en potencia, siendo por tanto temido. Por otro lado, si ese fantasma de Lerma no pululase por las cortes europeas, no se entendería por qué el joven Luis XIII decidió organizar el asesinato de Concini. Un grabado de la época lo retratará después de ese suceso como un Apolo-Febo dios del sol, que con arco y flechas mata a un dragón. Ese dragón era Concini, pero es, a la vez, más que Concini: era la posibilidad que se perfilaba. Por ello es significativo que el soberano, para este acto inhabitual, se valiese, por otra parte, de Luynes, su favorito, que comenzaba entonces a aproximarse al modelo lermista del ministro favorito.
No se trata de la mera existencia de favoritos, presentes desde siempre junto a los soberanos, y tampoco se trata de la evolución de los importantes ministros que tenían lugar en la Junta de noche de Felipe II, como algunos historiadores han defendido. Hay una tendencia en la historiografía que suele mezclar los validos del XVII con los favoritos del siglo anterior y a comparar impropiamente a Lerma con Ruy Gómez da Silva y Granvelle o Cristóbal de Moura, retrotrayéndose incluso a época bajomedieval. Si se siguiera esa vía, se podría incluso incluir en el elenco a los Maires du Palais franceses o a los Maiores Domus Regiae del siglo VIII. El riesgo evidente de proceder en esa dirección radica así en hacer del ministro favorito una figura ahistórica y omnipresente.
En cambio, es pertinente decir que, como resulta evidente por el eco europeo que genera, el advenimiento del papel de ministro favorito de Lerma representa un cambio y el comienzo de una nueva fase; caracterizada ésta por la completa transferencia del poder regio en un plano concreto (y no solamente normativo, ideológico o simbólico) que se concreta en las manos de un sujeto diferente del rey.
Dicho movimiento se caracterizó en un primer momento como una suerte de triunfo aristocrático, marcado por una completa puesta a disposición de las financias regias, por una ampliación del patronato y por una política de alianzas de ancho espectro que transforman a Lerma en el artífice de una estrategia de recuperación del papel político aristocrático en la defensa de la monarquía. Un sueño antiguo y frustrado que parece materializarse con el ingreso de muchos de los grandes de España en el Consejo de Estado. Los Sandoval, sus parientes y sus aliados se convierten así en la clase dirigente en el poder, pero este cambio, que en un primer momento parece satisfacer la tradicional ambición aristocrática –el de la antiqua curia–, y con él la tradicional idea de que la jerarquía estatal debiese simplemente replicar a la jerarquía natural, encuentra rápidamente algunos límites precisos. Con la afirmación del sistema de poder de Lerma, la estructura del gobierno de la monarquía viene, de hecho, modificada de una manera que rápidamente es advertida.
Aquello que Lerma había llevado a cabo y que se torna rápidamente claro para todos sus contemporáneos era el dominio de una facción y de la correspondiente clientela a partir del patronazgo –controlando las mercedes e inmiscuyéndose en la hacienda y los gastos secretos– y a partir de decisiones políticas fundamentales, ya fueran estas económicas, relativas a la política exterior o a la justicia. Esta crucial modificación disponía de manera diferente la estructura de la lucha política, creando aquello que podríamos definir como un «cerco mágico» o una «camarilla», dividiendo el mundo cortesano de forma evidente entre quienes forman parte del sistema de poder y quienes son excluidos del mismo. Las consecuencias son notables y pueden enumeradas. La primera es una duplicación de la fidelidad (y también de la obediencia, como se hace notar en el reciente libro de Rafael Valladares). Ya no se depende sólo del soberano sino también de aquel que todo lo puede y de quien dependen las fortunas personales y políticas de los individuos. La segunda es la tendencia de los excluidos a formar un frente común contra la facción que se encuentra en el poder. Y el punto decisivo es aquí la maduración de un concepto diferente de oposición. En el pasado, oponerse al poder rey significaba incurrir netamente en crimen lesae maiestatis, el mayor de los crímenes políticos. Ahora, en cambio, es posible, aunque sea de forma limitada, oponerse al poder del ministro favorito continuando al mismo tiempo siendo fiel a la monarquía. Ciertamente, levantarse contra el ministro favorito podía causar graves problemas, y esto sucede en España, en Francia o en Inglaterra, pero era teóricamente legítimo y en ocasiones practicable. Esta modificación de las reglas de la lucha política, que la historiografía no ha percibido con claridad, se sostiene sólo en parte en la dinámica cortesana, si bien es mucho más evidente tomando en consideración las relaciones entre centro y periferia, que ahora son fijadas en este nuevo juego político. La facción en el poder construía en la periferia sus cadenas, dividiendo también las provincias en grupos enfrentados: de una parte, los individuos con los que se materializaban los vínculos, y, de otra, aquellos que estaban fuera. La tercera tendencia, por último, es la recurrente acusación de ilegitimidad de un poder regio transferido a un alter Rex. En España, de inmediato, y en las otras monarquías, seguidamente, esta discusión sobre la legitimidad del ejercicio del poder regio por parte de quien no es rey se entrelazaría y fundiría con el antiguo tema de la tiranía. El tirano es un soberano degenerado a quien es lícito desobedecer y contra el que también es posible –en determinadas circunstancias– rebelarse. La dimensión tiránica contrasta obviamente con la sacralización progresiva de la figura soberana, pero ha de decirse que tal sacralización provoca también problemas en la transferencia del poder regio desde el soberano a aquel que ejercerá el poder, dado que no es posible transferir la misma huella sagrada.
La confluencia de estas tendencias conduce a modificaciones significativas en el modelo de valimiento representado por Lerma, el cual mutará considerablemente con el tiempo. En parte por las diferentes condiciones del contexto internacional europeo, que, tras la no renovación de la Tregua de los Doce Años, se ve cada vez más condicionado por la guerra y en parte también por las contestaciones y polémicas que, tras los primeros años, marcan el valimiento de Lerma, con los procesos a Franqueza y Ramírez de Prado, que se enquistan después, antes y tras la caída del valido, creando un consistente sentimiento común anti-valido. Sucede así que los hombres en el poder con el papel de ministros favoritos comienzan ya en el transcurso de la década de 1620 (y de forma más evidente a partir de 1630) a poner en práctica un modelo de gobierno que podríamos definir como de tracción ejecutiva y que los historiadores han denominado gobierno extraordinario y de guerra: extraordinary and war government.
Se trata de una tendencia que sitúa a los hombres de absoluta confianza en todos los nudos del proceso de decisión y que alienta el sistema de control y participación, crea círculos restringidos de oficiales regios, militares y banqueros encargados de encontrar recursos y emplearlos de forma expeditiva. De este modo, se emplea el escudo de la potestas regia para ser ejecutado en su propio uso la absolutidad: la puissance absolue. Así es como deriva de esa tendencia la divergencia de opiniones entre la difusa hostilidad evidente entre los contemporáneos por las prácticas ejecutivas que en España se podrían esquematizar –tampoco exagerando– con la innovadora fórmula obedézcase pero no se cumpla y la opinión prevalente de los historiadores, favorable a cualquier aumento del poder estatal de la parte del centro, incluso si se trata de un movimiento autoritario y basado en la violación de la norma establecida; tendencia esta que es particularmente visible en el juicio que la historiografía francesa hace de Richelieu.
Quien quisiese, por tanto, hoy rastrear aquello que tienen en común las seis revoluciones contemporáneas, debería observar las semejanzas en la oposición al sistema del valimiento en la época en el que este se hace fuerte en toda Europa, esto es, entre las décadas de 1610 y 1640. Aquello que sucede después, ya en el periodo 1640-1650, dependerá de los procesos de radicalización que se ponen en marcha entonces y que tendrán diferentes desarrollos en los distintos contextos geográficos. En el período precedente, en cambio, podemos individualizar los rasgos de la contestación de la novedad que supone un sistema de poder incardinado en un sujeto que no es el soberano y que carece de su legitimidad y se erige tras un cambio en las reglas del juego impuesto por un sistema político a facción única, con obediencia compartida entre el rey y el ministro favorito.
Comenzaremos por la realidad que parece más excéntrica con respecto a ese discurso: la inglesa.
Como es conocido, el joven George Villiers fue introducido en los apartamentos de Jacobo I por la potente facción de los Howards, los cuales querían acabar con la influencia de Robert Carr, favorito y amante del soberano. Sin embargo, Villiers, junto al duque de Buckingham, demuestra súbitamente una notable autonomía, así como una capacidad de asunción de un protagonismo político inusitado. No sabemos exactamente cuánto había influido en este devenir político la visita a Madrid en 1623, acompañando al príncipe Carlos para las proyectadas bodas con la infanta que después no llegaron a materializarse. En esa ocasión, Buckingham se encontró con Olivares y mostró haber definido el modelo de valimiento tanto en los últimos años de vida de Jacobo como en el nuevo reino de Carlos. Buchingham consiguió, de hecho, permanecer en el poder, desarrollando con el nuevo soberano, una fórmula diferente y siendo su figura no aquella de un amigo y amante, sino la de casi un padre.
Sorprende la extensión y la fuerza de la oposición a este protagonismo por parte de la aristocracia inglesa y los Commons. En la cámara baja ya en tiempos de Isabel un grupo radical de inspiración protestante había dado un espaldarazo a una reforma más decidida de la Iglesia anglicana, y esta acción permitiría a cortesanos influyentes, como Lord Burghley, forzar la mano de la reina para introducir reformas que hasta ese momento había evitado llevar a cabo. En el parlamento, con todo, el aire que se respiraba era diferente. Se observaba allí aquello que Wallace Notestein definió como the winning of the initiative; es decir, la conquista por parte de los Commons durante los años veinte de una mayor autonomía y de un marcado protagonismo. Esta nueva capacidad de acción política fue posible debido a que dos importantes facciones aristocráticas se escoran hacia una oposición contra Buckingham. Estas habían marginado a los Howards y a su agente principal, el potente conde Arundel, mientras que, por otra parte, el favorito era contestado también por un noble de la importancia de Philip Herbert, quien será después conde de Pembroke. El parlamento del año 1621, comandado por Pembroke, se lanzó entonces a un ataque en toda regla a la política gubernamental en torno al comercio, denunciando la venta ilegal de patentes, la corrupción y la introducción de monopolios. El ataque –una oleada de críticas sin precedentes entre los Commons contra lo operado por el gobierno– condujo a una serie de condenas de funcionarios públicos, que alcanzaron a hombres, como Francis Bacon, vinculados a Buckingham.
Más adelante, en el transcurso de la década de 1620, con el advenimiento de la guerra y la acentuación de la polarización religiosa, se perfila un nuevo y más virulento ataque parlamentario encabezado por la minoría contraria a Buckingham de la cámara de los Lores, aunque puesto en práctica en los Commons. Este ataque fue dirigido directamente contra Buckingham, que fue acusado de querer introducir alteration in religion (debido a su inclinación hacia el arminianismo) y de alteraciones en el gobierno y la política. La verdad es que él mismo, con su inédita presencia y su capacidad de centrar el poder en sus manos, era una alteration. El parlamento de 1626 estuvo dominado por el ataque a Buckingham, contra quien se retomó el procedimiento medieval del impeachment presentado en la cámara de los Lores con la petición de que fuese inmediatamente arrestado. Los Lores la rechazaron, pero en la cámara de los Comunes se presentó contra Buckingham una Remostrance, declarando que no votarían los subsidios si no era apartado del poder.
Finalmente, debido a la férrea defensa de Buckingham por parte del soberano, Pembroke no tuvo más remedio que abandonar el liderazgo de la oposición, prefiriendo vincularse a Villers mediante una alianza matrimonial. Los líderes de los Comunes, los cuales habían combatido a aquel que había sido definido el verdadero y propio tirano, mantuvieron la oposición y la radicalizaron posteriormente. Podríamos decir que la lucha de Buckingham había forjado un modo diferente de observar la política y la acción parlamentaria.
Mientras tanto, Buckingham fue asesinado en Portshmouth por John Felton, un militar que, aunque de orientación puritana, era extremamente crítico con las políticas gubernamentales. Su acción, por ello, no debe ser entendida como la réplica a la manera de los asesinatos religiosos del siglo XVI. La gran impopularidad de Buckingham hizo así que Felton, llevado desde las calles de Londres a la Torre, fuese aclamado por la anciana Lady Kingston con las palabras God bless thee little David. Se proponía aquí, antes de la Fronda, el tema del asesinato del gigante monstruoso del Leviatán. Y en un texto escrito en el mismo contexto Felton era señalado significativamente como un segundo Bruto.
Si de Inglaterra pasamos a Francia se pude observar con claridad cómo a partir de la muerte de Enrique IV y de la regencia de María de’ Medici las tradicionales líneas divisorias que fracturaban a la aristocracia francesa se recompusieron de maneras diversas. La tradicional resistencia nobiliaria al poder absoluto de la monarquía, visible en tiempos de Enrique III con el movimiento de los Malcontents, se manifiesta con mayor fuerza ahora, si bien también desaparecen en ese mismo momento los guerriers de Dieu y las luchas no sólo religiosas, sino también propiamente políticas. Los grandes, príncipes, duques y pares de Francia, se sienten consejeros naturales de la corona, pero tienden a ser excluidos del circuito político cortesano, y fuertes, con los gobernadores y las ciudadelas provinciales, se apoyan en la propia fuerza militar y confían la sublevación a las armas. Se seguirán tres guerras civiles y la dura contraposición a María y el ascenso de Concino Concini tras los estados generales de 1614. Resulta, en este sentido, muy significativa la difusión de panfletos y textos polémicos a favor y en contra del mariscal d’Ancre, señal de la afirmación en la opinión pública de un sentimiento hostil a un italiano que era visto como aquel que alteraba la planta tradicional de la monarquía francesa. La decisión de Luis XIII, a través de su ministro favorito Luynes, de eliminarlo no pone, sin embargo, fin a las tensiones políticas. Más allá de la lucha por reducir las plazas fuertes hugonotes, existen una serie de tensiones que atraviesan el reino a lo largo de la década de 1620, que tienen como eje a los favoritos: Luynes, primero, y La Vieuville, más adelante, así como, posteriormente, Richelieu, que será el adversario principal de la Conspiration de Chalaisen 1626 y que fue desmantelada por la defección de Gaston d’Orleans.
Lo importante de todo ello es, sin embargo, que Richeliu, inesperado vencedor de la Journée des dupes en 1630, asume a partir de ese año un papel cada vez más decisivo y es directamente contra su persona contra la que desata la rebelión nobiliaria en 1632, legitimada por Gaston, el hermano del rey, el cual en su manifiesto acusa a Richelieu de ser un perturbador de la quietud pública, un enemigo del reino y de la monarquía, un usurpador de los mejores cargos del reino y, en breve, un tirano. Las tropas rebeldes, como es conocido, son derrotadas en Castelnaudary y ello permite a Richelieu realizar una fuerte depuración eliminando a todos sus adversarios, que anidaban en las casas de la reina y de Orleans, las cuales habían sido los focos de la oposición. Madura así una neta animadversión a la puissance absolue en manos de un favorito. Será este el tema de inspiración no sólo de proyectos de asesinato de Richelieu, sino también de la posterior revuelta nobiliaria guiada por Louis de Bourbon-Condé, conde de Soissons. Es significativo que el manifiesto del conde de Soissons tenga fuertes elementos de continuidad con aquel planteado por Orleans previamente. Se dibuja en él un cambio inaceptable de la naturaleza de la monarquía operado por Richelieu, que viola leyes y tradiciones en nombre de una voluntad regia usurpada. El ejército rebelde, apoyado por los españoles, logra forzar la retirada del ejército regio en la batalla de La Marfée (1641), junto a Sedan. Ante la noticia inicial de lo sucedido, Richelieu se siente perdido, reponiéndose sólo con la nueva de la muerte de Soisson, asesinado, según una voz no probada pero tampoco infundada, por un sicario procedente de su propio campo. Si la muerte de Soisson conduce a la desagregación de los rebeldes, Richelieu debe todavía hacer frente en 1642 –poco antes de su desaparición– a la conjura de Henri Coiffier, marqués de Cinq-mars, cortesano con vínculos de amistad con el soberano, que pretende apartarlo del poder.
Estoy tratando de decir, sustancialmente, que más allá de los dictámenes del tradicional ethos nobiliario, cuya convicción de la naturalidad del propio estatus social privilegiado y de la propia posición política predominante determinaría, según la perspectiva de Arlette Jouanna, el llamado dèvoir de révolte, que había comenzado en Francia una contestación del poder tiránico de un ministro que monopolizaba el poder regio sin tener legitimidad para hacerlo. Un rasgo, como se ve común con Inglaterra y –aunque en menor medida– con España. En este último caso, la nobleza castellana no tiene la fuerza militar ni la consistencia a nivel local que atesora la aristocracia francesa, pero no hay duda de que la creciente animadversión al régimen de Olivares mantiene impresionantes similitudes con la oposición a Buckingham y Richelieu. Del manifiesto anónimo del duque de Sessa –en el que se acusaba a Felipe IV de ser poco más que una marioneta en las manos de Olivares– a la posición contraria del duque de Híjar, pasando por la huelga de los grandes o Medina Sidonia, no hay duda de que el valimiento de Olivares en los años veinte y también después choca de forma creciente con una fuerte oposición de la gran aristocracia castellana que acentúa su general impopularidad.
Es verdad que a este respecto la actitud de las élites catalanas y portuguesas es también importante, pero la desafección de la aristocracia castellana a la política del Conde-duque habría pesado (y no poco), dejando Barcelona y Lisboa en manos de grupos vinculados a la facción del valido en clamorosa minoría y sin la protección que el sistema de alianzas de la alta aristocracia había sabido tejer en el pasado.
Una vez más las historias parecen entrelazarse, porque al tiempo que Cataluña y Portugal se levantan, el parlamento inglés retoma su capacidad política al ser convocado tras doce años del personal rule de Carlos I. Hay entonces una Remostrance de mayor importancia y una directa acusación contra la figura del principal hombre de confianza de Carlos I, Thomas Wenthworth, conde de Stratford. De ahí en adelante los itinerarios de estos escenarios divergirán, caracterizándose España por una tensión centrípeta e Inglaterra por una radicalización puritana, incluso si en el caso de la Fronda todo lo que aquí se ha defendido encuentra evidentemente un adecuado terreno de elección. La más grave crisis político-social de la monarquía francesa tendrá, en concreto, en su centro la contestación de la puissance absolue en las manos de un ministro favorito, un italiano llamado Giulio Mazzarino.
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Author
Francesco Benigno