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Reseña de: Julia Sabina Gutiérrez, Rafael Azcona: el guionista como creador. Madrid: Pigmalión, 2018, 408 pp. ISBN: 9788417397135
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Siempre se agradece un volumen en profundidad sobre Rafael Azcona. Descubrir aspectos inéditos o un abordaje original sobre un clásico de las dimensiones del logroñés, resulta estimulante y enriquecedor para el estudioso y el cinéfilo. Es precisamente lo que ha llevado a cabo la profesora Julia Sabina Gutiérrez, un estudio sobre el trabajo de Azcona como guionista y otro muy esclarecedor sobre la relación entre sus personajes y el espacio que ocupan y habitan.
Rafael Azcona (1926-2008) es, curiosamente, uno de nuestros grandes del cine, tan citado en los estudios de cine español como escasamente conocido por las nuevas generaciones. El volumen de Julia Sabina, en esencia su tesis doctoral, dirigida por François Jost, profesor de Comunicación en la Sorbonne Nouvelle —autor de El culto de lo banal (2012) y coautor de El relato cinematográfico (1995), amén de prologuista del libro—, viene además a cubrir un espacio vacío —nunca mejor dicho lo de espacio— que quedaba en las múltiples aproximaciones académicas al guion de cine: su lectura a través de las imágenes y no a la inversa, como suele hacerse. El espacio diegético del universo azconiano —en términos de André Gardies y su emblemático L’Espace au cinéma—también tiene destacado protagonismo, porque el público, los espectadores, la sociedad entera, hacen suya la puesta de escena que hace el cine, igual que lo berlanguiano ha saltado como aquel personaje de Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo (1985) al patio de butacas. Es decir, el registro textual de lo escrito filtrado a través del resultado final en la gran pantalla. El escriba Azcona es un caso insólito y así lo contempla la autora: el logroñés se transparenta o hace visible en las películas en las que interviene hasta ser reconocido por el gran público. Estamos ante una rara avis de nuestro cine, donde es habitual que el director se lleve casi siempre todos los laureles del reconocimiento colectivo, máxime cuando sea escritor de su propia película, que es lo habitual. Hay alguna excepción en la que el nombre del guionista trasciende un tanto el conjunto del filme y al leviatán del tándem cineasta-productor, como Pedro Beltrán —coguionista de Fernando Fernán Gómez de ¡Bruja, más que bruja! (1977)— o Carlos Pérez Merinero, pero los escasísimos ejemplos de escritores significados al margen del equipo no alcanzan ni de lejos al caso único del genial Azcona, que gozó ya en vida de fama y reconocimiento entre sus contemporáneos.
A Julia Sabina Gutiérrez le resultaba llamativo en el cine la relación de los personajes con el espacio, entendido este como entorno social y fotografía histórica de su tiempo; es decir, el espacio como personaje le da pleno sentido al estilo de Azcona o, a la inversa, la escritura de Azcona descuella en aquellos momentos en que protagonistas y espacio forman un todo. Por ejemplo, llama la atención el hecho de que allí donde interviene la pluma de Azcona, sea en la película que sea, el espectador advierte entornos de gran abigarramiento y frenesí deambulativo. Por lo tanto, cabe preguntarse junto a Julia Sabina si el guionista es tan autor de la película como el director, reflexión nada baladí e influencia de la que el cine ya nos ha dado notables muestras, como es el caso de Casablanca (Michael Curtiz y Julius y Philip Epstein), Tener y no tener (Howard Hawks y William Faulkner), Perdición (Raymond Chandler y Billy Wilder), Poltergeist (Tobe Hopper y Steven Spielberg), Los intocables de Eliot Ness (Brian De Palma y David Mamet), Atrapado por su pasado (Brian De Palma y David Koepp), Smoke (Wayne Wang y Paul Auster) o Amores perros (Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga). La línea divisoria que separa a cineastas de escritores es verdaderamente frágil porque, ¿quién es el autor de todas estas películas?
El enfoque del libro, exquisitamente editado —reconocido, además, con una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte— y que le mereció a su autora el Premio Internacional Sial Pigmalión de Pensamiento y Ensayo del que formamos orgullosa parte del jurado, es muy acertado: cuando la mayoría de los guiones desaparecen debido a la poca estimación que les tienen sus propios autores, poco amigos de conservar los textos y partidarios en su mayoría de un cine, habría que preguntarse qué es lo que queda de ellos, ubi sunt qui ante nos in mundo fuere? Quizá parte de su embrujo resida en el hecho de su doble y contradictoria naturaleza, efímera en soporte escritural pero eterna incorporada al celuloide. Y así, Julia Sabina nos propone leer como en un palimpsesto lo que queda del original en su trasvase a la gran pantalla. Así, hay guiones puros y enteros que la autora estudia y otros que son contemplados como una instancia mediadora o intermediaria entre la mente de los creadores y el resultado final, la cinta en el estreno. Estudia este excelente ensayo precisamente esos territorios entre la creación y el mundo en el que se crea, la obra y la atmósfera que respiran sus autores, las musas y la prosaica realidad, en definitiva.
Uno de los capítulos más deliciosos y atractivos es el que corresponde al apartado del humor en esta arquitectura espacial de Azcona, construcción heroica, siendo los temas abordados usualmente por el guionista verdaderamente negros y solanescos. Registra Julia Sabina Gutiérrez huellas del esperpento de Valle-Inclán, la observación irónica de Charles Dickens y hasta la punzada agridulce de Franz Kafka. Esto que se ha llamado humor negro en la historia de la literatura, Azcona lo ha rebautizado como humor gris o hacer gracia, praxis habitual en la España más oscura de las décadas de los años cincuenta y sesenta. Reír y hacer reír eran una necesidad social, más allá de los registros cómicos de las varietés, algunos programas de la primitiva televisión y los seriales radiofónicos. Azcona se refería a las películas de risa como sus favoritas, lo que condujo a un distanciamiento progresivo hasta la ruptura con uno de los mejores directores de cine español, Carlos Saura, con el que rodó Peppermint Frappé (1967) y que firma la introducción de este excelente estudio, una de las más desconocidas y memorables joyas del cine español. Lector de Quevedo y de La España negra (1920) de José Gutiérrez Solana, Azcona es fruto de una tradición muy hispánica, a la que cabría añadir el contagio beneficioso de otras literaturas foráneas, con nombres como los de Michel de Montaigne, Jonathan Swift, Lajos Zilahy, Guy de Maupassant, Eugène Ionesco, Samuel Beckett y Antón Chéjov.
Sin duda, el estudioso de Rafael Azcona, del cine en general y del trabajo de los guionistas en particular encontrará estimulante todo lo referido el mencionado espacio diegético, a través del cual se puede incluso pergeñar un verdadero tratado antropológico de la mayor parte de cineastas y escritores. De esta forma, en las primeras décadas de la obra azconiana, Julia Sabina percibe un registro realista con filmación en lugares verdaderamente referenciales, a modo de jalones semiológicos preñados de significación y encaminados a arraigar en la memoria de los espectadores; después, Azcona adoptó un estilo más esperpéntico, de torcimiento grotesco, como ocurre en El Verdugo (1963),obra magistral, tan cruel como cómica, a la que respondió Basilio Martín Patino con la no menos extraordinaria Queridísimos verdugos (1977), o en Plácido (1961), que nos muestra, descarnada, la trastienda hipócrita del Régimen en unas Navidades que nadie que haya visto la película podrá olvidar. A partir de entonces, y ya de la mano del Ferreri de La gran comilona (1973), el Berlanga de Tamaño natural (1974) o del Juan Estelrich de El Anacoreta (1976), Azcona depura su estilo hacia un mayor nivel de abstracción, en la que el personaje se mueve en espacios cerrados y abismados, símbolo de una crisis existencial de carácter agónica y claustrofóbica, acaso la etapa más profunda, valiente e insondable de su filmografía.
Con Azcona llegó la dialéctica con el director de tú a tú en el imaginario popular. Hasta entonces los espectadores que acudían a la sala de cine ignoraban e incluso despreciaban a los escritores de las películas, no solo antes de la entrada en escena del logroñés, sino, lo que asombra todavía hoy, durante su época más brillante. Fue un sol de creatividad que eclipsó cualquier intento de autoría o reconocimiento de otras plumas que siempre fueron invisibles a ojos de la gente. El problema es que, quizás, ese diálogo del guionista con el espacio público ya no ha vuelto desde que se marchó el escritor que tan en profundidad y gusto por el cine analiza Julia Sabina Gutiérrez. Necesitamos y con urgencia más Azconas.
David Felipe Arranz
Universidad Carlos III de Madrid
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David Felipe Arranz