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Abstract
Resumen:La pandemia generada por la COVID-19 está teniendo una incidencia global inusitada, y se puede suponer que nada después de ella va a seguir siendo exactamente igual. La lengua está acogiendo nuevos términos para designarla, y revitalizando otros que estaban en desuso. Y en el lenguaje de los políticos se introducen términos bélicos inconfundibles para referirse a esta nueva peste. Las prácticas sociales utilizadas para expresar las relaciones humanas se están viendo extremadamente condicionadas. Y como emblema de la situación emerge la máscara, cuyos orígenes materiales están en el teatro griego y a partir de esta lengua dio lugar al concepto semióticamente muy interesante de persona. En cuanto a las bellas artes, la literatura no sufre el condicionamiento pandémico de la distancia social que perjudica la realización de las actividades teatrales y musicales. Si bien, lo que Benjamin denominaba “la época de la reproductibilidad técnica” ofrece algunas soluciones al respecto.
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Desde Sevilla, y con la oportunidad del confinamiento provocado por la pandemia, la periodista Beatriz Díaz me pidió ya en marzo pasado (2020) unas declaraciones en video para un proyecto que se difundió por plataformas digitales con el título de In virus veritas. Quería recoger reflexiones sobre lo que nos estaba empezando a pasar, recabadas, entre otras gentes, de sociólogos, economistas, científicos, filósofos, artistas o periodistas (no de políticos). Y de mí esperaban lo mismo desde la perspectiva del lenguaje.
Y es ahora la presidenta de la Asociación Española de Semiótica Charo Lacalle la que me convoca, junto a dos buenos amigos y colegas, José Romera Castillo y Alfredo Cid, a este seminario, cuya realización justifica con estos convincentes argumentos: “En un momento de tanta incertidumbre ante la contingencia de la situación actual, se nos hace urgente dar sentido a los acontecimientos sobrevenidos. Es por ello que la semiótica se presenta como una disciplina tan oportuna y necesaria capaz de reflexionar, desde postulados renovadores, con una eficiente metodología de aproximación a los hechos acaecidos recientemente”. Pongámonos, pues, manos a la obra. Porque es cierto que lo que sucede, cuando sucede, se nos presenta como un magma desordenado si no caótico, aleatorio y arbitrario muchas veces, pleno de “ruido y de furia” pero que, a la vez, parafraseando a Macbeth, parece no significar nada. Y lo haré poniendo por escrito, además, mis consideraciones para aprovechar como merece la generosa oportunidad que nuestro compañero de mesa José Romera Castillo nos ha ofrecido de acogerlas en una sección monográfica de Signa.
La cuestión de las palabras —una a una— en medio de esta hecatombe ha sido ya objeto de un valioso trabajo a cargo del antiguo secretario general del Instituto Cervantes Rafael Rodríguez-Ponga (2020) titulado precisamente “El nacimiento de un nuevo vocabulario: consecuencias lingüísticas de la pandemia”. Con el presente escenario dramático (y no en el sentido teatral de los dos términos) hay que rescatar algunos términos que podían estar un tanto olvidados —desde confinamiento a pandemia—, y con ello enriqueceremos nuestro vocabulario activo, que a veces creo percibir que se está empobreciendo en exceso. Y también surgen neologismos, palabras nuevas generadas por las nuevas realidades. Algunas son incluso acrónimos, formadas a partir de siglas, como por ejemplo COVID-19. Pero todo ello no representa más que un epifenómeno. En contra de lo que ahora se dice abusivamente, las palabras no crean realidades, sino que es exactamente al revés: la realidad crea las palabras para que la designen.
Y así, siguiendo ya una tradición que instauré hace años siendo director, la Real Academia Española acaba de presentar las incorporaciones y modificaciones al diccionario en línea, que tiene una media de consultas mensuales de ochenta millones, entre las cuales, además de los términos que ya he citado —pandemia, confinamiento y COVID-19— incorporan al DLE las entradas referentes a los términos coronavirus, desconfinar, desescalada, cuarentenar o encuarentenar.
Soy de los que piensa que esta pandemia, que sabemos cuándo empezó pero no cuándo terminará, y que creíamos en un principio confinada en China, pero ahora está ya en doscientos países —de modo que es la primera peste global de la Historia de la Humanidad— va a cambiar muchas cosas. Casi me atrevería a decir que lo va a cambiar todo, en el sentido de que después de ella nada será exactamente igual a como era antes.
Y es ahí en donde reside, en mi opinión, lo más importante de cara al lenguaje. Me parece detectar ya indicios de que la COVID-19 está neutralizando un fenómeno terrible que cada vez parecía que ganaba más espacio, que se extendía rápidamente por contagio (como el virus): la pérdida de significado de las palabras. La palabrería hueca sin referencia clara a la realidad, y sobre todo ausente de ese principio básico de toda comunicación verbal que es la veracidad: la correspondencia entre la palabra y la cosa. Recuperar ese significado trae consigo lo que Antonio Muñoz Molina calificaba en un reciente artículo del diario El País“el regreso del conocimiento”. Porque, escribía el autor de Sefarad, “la realidad nos ha forzado a situarnos en el terreno hasta ahora muy descuidado de los hechos: los hechos que se pueden comprobar y confirmar para no confundirlos con delirios o mentiras”.
La posverdad, que es una forma de mentira, estaba instalada en el lenguaje de los políticos, que ya no se cortaban un pelo en decir una cosa pensando la contraria, o decir una cosa hoy y otra opuesta mañana. En una de las novelas distópicas más famosas, titulada con una fecha que ya hace tiempo ha pasado: 1984, George Orwell define esto como “doublethink”, doble pensar: “Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica”. Según el blog de verificación de datos de The Washington Post, en 466 días del despacho oval el flamante presidente norteamericano profirió 3.000 mentiras, todo un récord: una media de 6,5 afirmaciones diarias que no eran ciertas. En cuanto a Europa o España, el gobernante que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Este apocalipsis de la veracidad verbal puede acabar; debe acabar; ojalá que se lo lleve la COVID. Las palabras van a tener que recuperar en su uso el significado pleno; que ya no se pueda hacer malabarismos falaces con ellas.
Y también puede que se frene la tendencia al eufemismo y la mentira piadosa o peor intencionada, a esa censura del lenguaje que se llama corrección política. Hace ya treinta años que Robert Hughes, en un libro cuya lectura recomiendo vivamente titulado La cultura de la queja, contaba cómo en 1988 el New England Journal of Medicine exigía a sus colaboradores, cirujanos o forenses, no escribir nunca la palabra “cadáver”, sino sustituirla por la forma compleja “persona no viva”. Con humor concluía Hughes: “Por extensión, un cadáver gordo es una persona no viva de diferente tamaño”.
Cadáver puede que les resulte a algunos un vocablo, amén de truculento, sumamente sospechoso, porque al ser de género masculino debería ser censurado por machista. Pero cuando el viernes 13 de marzo de 2020 se retransmitió en directo desde el palacio de la Moncloa la declaración institucional del presidente del gobierno anunciando el estado de alarma, el vocativo inicial Estimados compatriotas iba lógicamente dirigido a los hombres y mujeres que compartimos con don Pedro Sánchez la condición de españoles.
Igualmente, cuando el presidente nos decía que las decisiones de gobierno anunciadas tenían como objetivo “proteger, mejor, la salud de todos los ciudadanos”, ninguna ciudadana pudo pensar que la dejaba fuera el escudo protector dotado de “todos los recursos del conjunto del Estado”. Otro tanto cabe pensar a propósito de la aseveración de que “el Gobierno de España va a proteger a todos los ciudadanos” ante una emergencia que “amenaza la salud y el bienestar de todos”. A tal fin, el presidente recordó a los millones de televidentes y escuchantes que la vanguardia activa “la forman los profesionales de la salud”, y que estaba seguro de que “ellos, con su entrega, su sacrificio, nos protegen a todos y merecen el reconocimiento y la gratitud de todos”.
Tampoco era confuso el mensaje a quienes se dirigía específicamente: “a nuestros mayores y a las personas con enfermedades crónicas” por una parte, y “a los jóvenes, quienes tienen, también, una misión decisiva” para cortar los contagios. Unos y otros, así como la totalidad de la ciudadanía, deberíamos “seguir a rajatabla las indicaciones de los expertos y colaborar unidos para vencer el virus”. Remachaba el presidente su alocución, pronunciada con la seriedad y firmeza que la situación requería, apelando “directamente a los compatriotas. La victoria depende de cada uno de nosotros […] El heroísmo consiste, también […] en protegerse uno mismo, para proteger al conjunto de la ciudadanía”. Y concluía don Pedro Sánchez con este lema o consigna: “Este virus lo pararemos unidos”.
Ojalá no quepan ya más juegos censoriales contra las palabras rectas y “fuertes”, porque una realidad dramática, implacable, inmisericorde, reclamará ser denominada por su propio nombre.
Lo más inquietante de nuestra situación no es, al menos para mí, el miedo a contraer el virus o, incluso, poniéndonos en lo peor, a no conseguir superarlo. Tengo que esforzarme hora a hora (y día a día) en combatir la mala conciencia que me invade. Primero, porque en función de mis condiciones profesionales la única forma de ser solidario y de ayudar (algunos exageran un montón, y hablan de heroicidad) es quedarme en casa. Esto equivale a un oxímoron, a la identificación de dos significados totalmente opuestos, y encierra una paradoja: no hacer nada concreto es la única forma de hacer algo positivo. Por eso, por mi mala conciencia, no es que admire, sino que envidio a quienes están en el tajo: en los hospitales, sobre todo; en las calles, supervisando el cumplimiento de las órdenes del gobierno; en los medios de comunicación; en la seguridad, en los transportes autorizados, en el saneamiento y la limpieza; en las cadenas logísticas que nos garantizan el abastecimiento; en la producción de todo lo que necesitamos para seguir viviendo, aunque recluidos en nuestros hogares…
Pero mala conciencia también por los que no los tienen, quienes carecen de otro refugio que las propias calles que ahora deben estar vacías, que los portales de otros o los nichos de los cajeros, especialmente insalubres en caso de pandemia. Y un largo etcétera: los ancianos que se quedan más solos que nunca y son calificados, sin delicadeza, como “grupo de riesgo”; los trabajadores que, amén del virus, temen la pérdida de sus empleos; los autónomos, que ya no tienen ingresos para ellos ni para el asalariado que les secunda en su modesto negocio; nuestros compatriotas que, fuera de España, porfiaban con éxito incierto para volver con los suyos o los que ya están confinados en cuarentena lejos de su país; los extranjeros que se encontraron en la misma situación pero con azimut contrario... Mala conciencia, sobre todo, porque además de considerarme poco útil, a la vez sé que soy un privilegiado. Mi privilegio es máximo: el confinamiento significa tiempo generoso para hacer todo lo que más me gusta, me serena y me reconcilia conmigo mismo.
Leer, hablar, aunque sea a distancia, y, sobre todo, escribir. Y es aquí donde me acerco ya más directamente al tema de nuestra mesa redonda: Semiótica, Pandemia y Cultura.
Por eso, si se me admitiese la sugerencia, he recomendado a lo largo de los últimos meses en varios artículos de prensa y otras declaraciones la misma terapia a quien quiera atenderme. En especial, la propuesta es muy sencilla: leer (y no digamos escuchar la música que más nos inspire). Literapia y musicoterapia. La primera de estas dos triacas la suelo buscar, por supuesto, en muchos libros y muchos autores. Pero hay uno infalible, Miguel de Cervantes. El Quijote, y en general todas sus novelas largas y cortas, son, además de narraciones fascinantes, auténticos compendios sapienciales, lo mismo que Harold Bloom proclamaba a los cuatro vientos a propósito de Shakespeare. Ábrase al azar, por caso, El Quijote y en cualquiera de sus páginas encontrarás una máxima, una explicación o un consejo perfectamente válido para ti en tus circunstancias particulares. Y como muestra, dos botones, esta vez tomados del Persiles. Las desgracias y trabajos cuando se comunican suelen aliviarse. Pero también nos dice aquel fracasado genial que fue don Miguel: “En los grandes peligros la poca esperanza de vencerlos saca del ánimo desesperadas fuerzas.
El manco de Lepanto conocía de cerca las guerras de su época, terribles como todas lo son, pero limitadas o sectoriales frente a las grandes contiendas del siglo XX extendidas por doquier y potenciadas al máximo en sus efectos terribles por las nuevas tecnologías bélicas. Las dos guerras mundiales cambiaron las cosas en muchos países, y en cierto modo alteraron el orden hasta entonces existente en el concierto de las naciones. Representaron una inconmensurable sangría de vidas, militares, pero también civiles; alteraron las fronteras haciendo inservibles los mapas anteriores; modificaron las lógicas económicas; alteraron las prácticas sociales; y posibilitaron la aplicación a la sociedad de nuevas técnicas, procedimientos y artificios. En el caso de la segunda, puede decirse sin exageración que la ganó el inglés, convertida desde 1945 en lingua franca, al tiempo que abría brechas que felizmente ya no se cerrarían en el confinamiento de la mujer a un número muy restringido de actividades laborales; y en cierto modo puede decirse que tras el desenlace de ambas guerras nada fue exactamente igual que antes. Así, por ejemplo, los felices años veinte significaron un decenio luminoso en el que todo parecía posible, la creatividad humana explotó tanto en el campo de las vanguardias artísticas como en el de la ciencia y la tecnología, hasta el extremo de que no creo que yo sea el único que cuando esté operativa una máquina del tiempo pida ser trasladado a 1920 (sin prolongar esa vida supernumeraria y feliz en los terribles treinta del fascismo y el estalinismo).
Probablemente ya no se den las condiciones necesarias para que se repita aquel modelo bélico identificable con las guerras mundiales de 1914 y 1939. Siguen activas, eso sí, numerosas guerras locales, que son igualmente desastrosas, pero no poseen el potencial transformador de todo que mencionábamos. Pero en cierto modo, una pandemia como la provocada por el coronavirus, por su carácter global puede desempeñar la misma función transformadora, si bien su letalidad generalizada, que no distingue entre países o clases sociales, queda muy lejos numéricamente hablando de los millones de muertos en las guerras del siglo XX.
Curiosamente, al principio de 2020 las autoridades de muchos países comenzaron a transmitir, a este respecto, mensajes de tranquilidad, procurando cortar los primeros brotes de alarmismo y extender sus llamamientos a la calma. No me refiero, claro está, a las expresiones radicales de dirigentes negacionistas como Bolsonaro o el propio Trump, que se manifestó en esa línea en un principio para proponer después terapias criminalmente absurdas como ingerir lejía u otros desinfectantes o bañar los cuerpos en rayos infrarrojos y que acabó padeciendo él mismo la COVID-19. Un personaje que adquiriría enseguida una relevancia semiótica excepcional en nuestro país, el coordinador nacional de emergencias Fernando Simón, afirmaba, así, en febrero de 2020: “No hay razón para alarmarse con el coronavirus”.
Pero muy pronto estos mensajes de serenidad y calma dieron paso a otros de signo contrario: alarma, excepcionalidad, dificultades. Y surge inmediatamente el recurso a un lenguaje de palmaria inspiración bélica, en el que la palabra combate reaparecerá una y otra vez. En la alocución del 13 de marzo que antes cité, nuestro presidente hablaba ya de “vencer” al virus, de alcanzar la “victoria” con el concurso de todos, y del “heroísmo” que ello implicaría. Y así en otra intervención televisiva a las 3 de la tarde del 12 de abril lo escuchábamos expresarse de este tenor: “Desde los tiempos de la II Guerra Mundial, nunca la Humanidad se había enfrentado a un enemigo tan letal”. Hace mención también a “cuatro semanas que están a punto de cambiar el curso de esta guerra […] Todavía estamos lejos de esa victoria, del momento en que recuperaremos esa nueva normalidad en nuestras vidas […] Nada nos va a detener hasta vencer en esta guerra […] Estamos inmerso en una guerra total que nos incumbe a todos […] Forman en primera línea los sanitarios que llevan semanas batiéndose contra el virus en esa línea de combate, muchas veces con armas y recursos insuficientes […] Los campos de batalla, allí donde se vive con crudeza toda la crueldad de nuestro enemigo, están principalmente en los hospitales y en la residencia de mayores”.
Pero no quedó solo Pedro Sánchez en el empleo de esta fraseología. El 16 de marzo Emmanuel Macron arengaba a sus compatriotas: “Nous sommes en guerre et la Nation soutiendra ses enfants”. Y el exgobernador del Banco Central Europeo Mario Draghi, nueve días después no desmentía al Presidente francés en un artículo del Financial Times: “We face a war against coronavirus and must mobilise accordingly”.
No está siendo esta una “guerra relámpago”. Ni los propios epidemiólogos saben cuánto durará, pero va para largo, desmintiendo declaraciones políticas que anunciaban una “desescalada” conducente a la “nueva normalidad”. Pero, aparte de sus terribles consecuencias laborales, económicas, comerciales, presupuestarias, sanitarias o financieras, la pandemia está ya incidiendo de forma resolutiva en el conjunto de la vida social, y por lo tanto en los signos inexorablemente presentes en ella.
Una primera instancia en donde tal cosa se percibe con toda claridad es en las medidas preventivas englobables en lo que se ha dado en denominar la “distancia social”. Y entre las múltiples implicaciones que van en ella, me fijaré en una que me interesa muy especialmente.
Me refiero a los códigos de conducta corporal que están al servicio de la expresión del afecto, la cortesía o el amor entre personas. Ha desaparecido el beso, en todas las muy diversas modalidades que lo venían caracterizando en las diferentes culturas. Desde el llamado “beso francés” al beso en la mano, en la frente, en las mejillas o en los labios, este último incluso practicado entre varones, lo que en otras latitudes no sería de recibo de acuerdo con los protocolos que rigen este tipo de contacto entre personas de diferente sexo. Un beso, dos o tres según lo habitual en cada país, a veces pertenecientes a una misma comunidad lingüística como es el caso de la hispánica. Abrazos de diferente intensidad, desde el puramente coreográfico y ritual hasta el más ceñido, cuerpo a cuerpo. Palmadas en el hombro, apretones de mano de muy desigual intensidad, incluidos los que retienen la mano del saludado durante un lapso de tiempo más o menos demorado mientras se intercambian palabras. Supongo que los esquimales han tenido que renunciar también a su beso de nariz. En Oriente, sin embargo, la distancia social es compatible con sus circunspectas formas de saludo, por ejemplo, la inclinación más o menos acentuada de cabeza, que puede ir acompañada con el gesto de unir las dos palmas ante la presencia del otro. Y para suplir, por caso, el abandono del apretón de manos se está generalizando, algo que puede parecernos ridículo ahora, pero a lo que podríamos acabar acostumbrándonos: chocar los codos. Existe, a este respecto, un problema: en nuestra lengua, andar a codazos o “a los codazos” no es precisamente un signo de concordia y afectuosidad.
Pero es difícil negarle la primacía semiológica de la pandemia a un adminículo que se está erigiendo en su máximo emblema, amén de —pese a su simpleza— en una de las armas más eficaces en la guerra contra el coronavirus: la mascarilla.
Mascarilla viene, obviamente, de máscara, y los griegos la denominaban Prósopon (πρόσωπον), que literalmente significaba delante de la cara. Pero lo más interesante a mis efectos ahora es traer a colación cómo en la teología patrística el término heleno fue traducido comúnmente como persona para que, junto con hipóstasis, jugase un papel fundamental en la explicación teológica de la Trinidad y la naturaleza divina de Jesucristo dada durante los siglos IV y VII d.C.
Así pues, este emblema máximo de la pandemia actual, en el griego clásico designaba a las máscaras que usaban en el teatro los actores tanto cómicos como trágicos, y luego, por extensión metonímica, pasó a significar al actor mismo que la llevaba. Ya en latín dio origen al término personare, penetrando en el ámbito filosófico por influencia del estoicismo y luego al lenguaje jurídico para designar al “individuo de la especie humana” en oposición a las cosas y animales. Es el origen de las palabras persona y personalidad en español.
Siempre me ha fascinado este origen etimológico de persona, con evidentes implicaciones teológicas, filosóficas, jurídicas y, por supuesto, teatrales, porque sitúa nuestras identidades públicas no en el registro de las esencias sino de las apariencias. La cara, pues, en esta clave, no es reflejo del alma, sino lo que “está delante” de la faz que la reflejaría en el rostro de la mujer o del hombre. Con ella, por lo tanto, no nos “presentamos” sino que nos “representamos”, de manera que hasta cierto punto todos somos “histriones”; esto es, según el Diccionario académico, “persona que se expresa con afectación o exageración propia de un actor teatral”. Y me pregunto: ¿La pandemia, por mor del obligado uso de su emblema que es la mascarilla, redoblará nuestra condición histriónica? ¿Nos convertiremos todavía más en personas que son una máscara a la que se antepone otra máscara? Persona, ¿metamáscara?
Leo en la prensa de hoy (El País, domingo 29 de noviembre de 2020) una interesante crónica de Guillermo Abril desde Bruselas sobre “Los peligros de dirigir la UE por vía telemática” en la que se aborda precisamente el problema de lo que en un ladillo se titula “Emociones escondidas tras las mascarillas”. Destacaré el siguiente testimonio de la europarlamentaria socialista Eider Gardiazabal: “Ahora tienes el problema de la distancia social y las mascarillas, que impiden que veas cómo reacciona la otra parte. Si sonríe o si se pone serio. Perder la comunicación no verbal dificulta mucho”.
Y su afirmación me da pie para abordar otra cuestión semiótica que me viene interesando desde el principio del confinamiento. En efecto, la mascarilla nos expropia el acceso libre a elementos fundamentales para la expresividad del rostro, como son fundamentalmente la boca, los labios, incluso la lengua (órgano, no código), por no hablar de las mejillas y sus posibles rubores. El resultado de tal amputación es, sin embargo, la hipertrofia semiológica de los ojos, y en grado menor del entrecejo y la frente. La lengua (verbal) recoge expresiones que dicen de su enorme potencial sígnico: desde “arrugar o fruncir el entrecejo” (de otro nombre, el cejo) a “poner o hacer ojitos”, “no quitar ojo”, “poner los ojos en blanco”, “tener el ojo tan largo”, “mirar con buenos o malos ojos”, “no levantar los ojos”, “no quitar ojo”, “poner los ojos en albo o en blanco”, “ser todo ojos”, “tener malos ojos”, “volver los ojos”, y tantas formulaciones más.
Es como si el director de un hipotético filme bélico, titulado por caso La pandemia más larga, trabajase solo con primerísimos primeros planos de sus personajes, que seríamos todos. Y así, pese a la aparente monotonía de semejante encuadre visual, resulta asombrosa la variedad en los tamaños, los colores, la viveza, la agilidad y la expresividad de los nuestros ojos, y me parece, por ejemplo, fascinante comprobar cuantos orientales viven ya con nosotros y son perfectamente identificables gracias a esos planos de cercanía, cuando quizás antes nos pasaban desapercibidos. Mirando directamente a los ojos de la otra persona, algo que quizá antes de la COVID-19 no hacíamos, podemos leer en ellos mensajes perfectamente descifrables. Hay que andar, sin embargo, con tiento en esto. En los campus norteamericanos, que un profesor mire directamente a los ojos de una alumna (o un alumno) puede dar pie a una denuncia por acoso sexual.
No conviene obviar, de todos modos, una interesantísima conexión histórica establecida entre máscara, peste e histrionismo con los suntuosos carnavales venecianos cuya celebración en 2021 se nos figura hoy por hoy harto problemática.
Junto a la variedad y espectacular riqueza de los disfraces que en tales celebraciones se exhiben, destaca asimismo como un auténtico icono las máscaras venecianas que son objeto de admiración generalizada. Las hay de muy diversos tipos. Aparte de las que procedían de personajes principales de la Commedia del Arte como el Arlequín, el viejo avaro Pantalone, el aventurero Polichinela o el doctor Balanzone, la más famosa es la conocida como Bauta, también llamada Larva, de color blanco, acompañada por el tabarro, una larga capa oscura tradicional. Se usaba no solo en el carnaval, sino también en el teatro, fiestas, encuentros galantes y siempre que se deseaba un total anonimato durante el cortejo. La Moretta es de uso exclusivamente femenino, una máscara redonda negra que se sostiene gracias a un botón interno que se acoplaba a los labios, lo que impedía a su portadora hablar, comer y beber. Otros disfraces típicos para las mujeres son la Gnaga, que consiste en ropa simple y una máscara de gato, y la Colombina, considerada la contraparte femenina de la Bauta, y asimismo de origen teatral.
Pero la que más nos interesa es la máscara del Dottore Plague, inicialmente utilizada no con finalidad festiva sino utilitaria por los médicos que atendían a pacientes con peste. Para evitar el contagio y no tener que oler el hedor de los muertos, llevaban estas máscaras con ojos de cristal y una nariz larga, en la que introducían pañuelos impregnados de hierbas y esencias olorosas.
Estos denominados médicos de la peste negra eran especialistas no profesionales con instrucción tradicional como otros médicos o cirujanos experimentados, o simplemente doctores de segunda categoría que no habían podido establecerse exitosamente en la profesión o médicos jóvenes que estaban tratando de hacerse camino. El gremio surgió, lógicamente con el comienzo de la reiterada serie de “pestes negras” que asolaron Europa desde el siglo XIV. Un famoso doctor de la peste negra fue, así, Nostradamus en el siglo XVI. Entre sus consejos sobre medidas preventivas contra la plaga estaban eliminar cuerpos infectados, tomar aire fresco, beber agua limpia o, en su caso, un jugo preparado con rosa mosqueta (el escaramujo).
Y para desarrollar sus funciones, en los siglos XVII y XVIII algunos de ellos utilizaban máscaras que parecían picos de aves llenas de artículos aromáticos. Las máscaras eran diseñadas para protegerlos del aire podrido, el cual según la teoría miasmática de la enfermedad era visto como la causa de la infección mediante lo que en nuestra peste actual se suele mencionar como la proliferación de los aerosoles.
Conservamos amplio testimonio iconográfico tanto de las máscaras originales como de sus recreaciones carnavalescas que las hacen inconfundibles. La nariz era de medio pie de longitud, con la forma de un pico, e iba rellena de sustancias odoríferas como el ámbar gris, hojas de menta, estoraque, mirra, láudano, pétalos de rosa, alcanfor o clavo de olor. Contaba con sólo dos agujeros, uno en cada lado, próximos a los orificios nasales, suficientes para facilitar la inspiración, junto con el aire, de las drogas contenidas en el extremo del pico. Bajo el abrigo, estos doctores de la peste vestían botas hechas de cuero de cabra, pantalones de piel fina abrochados a ellas y una blusa de piel sutil y manga corta, cuyo extremo inferior se introducía en los pantalones. El sombrero y los guantes también estaban hechos de la misma piel, y el equipamiento se completaba con unos recios lentes para proteger los ojos.
A finales de este año de nuestra peste negra llamada ahora COVID-19 ha trascendido, junto a los problemas provocados por la supresión generalizada de la actividad escénica, una circunstancia que se puede relacionar con lo que acabo de comentar y con los propios orígenes del teatro en Grecia. Me refiero a que, como han denunciado los propios actores, la pandemia ha convertido las actuaciones en un escenario de riesgo. Efectivamente, los cómicos trabajan en recintos cerrados, sin mascarilla y en mantenido contacto físico entre ellos. Así, Josep Maria Flotats junto con el reparto de, precisamente, El enfermo imaginario, producción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, reclamaron del Inaem la realización de pruebas diagnósticas frecuentes después de que varios componentes del elenco que representaba El sueño de una noche de verano contrajesen la COVID-19, lo que obligó a cancelar la función a mediados de octubre. Pero los contagios también se han producido en el transcurso de ensayos, como en el caso, que afectó a doce miembros de la compañía que iba a estrenar la pieza Castelvines y Monteses. Solicitado el asesoramiento a estos efectos de un miembro de la Sociedad española de medicina preventiva, salud pública e higiene, el epidemiólogo Jesús Molina emitió un dictamen, recogido por la prensa (El País, 26-XI-2020), que era previsible: “Lo único realmente eficaz para evitar los brotes sería que actuaran con mascarilla. Pero, claro, en un teatro eso no parece viable”. Salvo, podríamos pensar, que esta pandemia se extienda más de lo razonable en el tiempo; en cierto modo —podríamos decir— “se cronifique”. En este escenario distópico, cabría la posibilidad de restaurar el uso de unas máscaras específicas que, por una parte, rescatasen la vigencia de las que los actores griegos empleaban, tanto en su vis cómica como en la trágica, para poder servirse además de su funcionalidad como bocinas para proyectar la voz en los recintos muy amplios y totalmente abiertos donde actuaban, pero a la vez sirviesen a los mismos fines profilácticos de las máscaras de la plaga, las cuales tuvieron luego una deriva histriónica en la parafernalia de los carnavales venecianos.
Cabe preguntarnos, finalmente, cómo está encajando los rigores de los confinamientos provocados por la pandemia la cultura entendida exclusivamente como la suma de actividades vinculadas tanto a las artes espaciales —las artes plásticas— como a las temporales —literatura, teatro, danza—. Expresiones artísticas y culturales que representan otras tantas posibilidades de comunicación entre quien las genera y quienes las recibimos, en su calidad de mensajes con alcance estético sometidos a una determinada codificación y capaces de incidir significativamente sobre el contexto que nos rodea. Pero no podremos olvidarnos de otro factor fundamental, determinante, cual es el contacto entre el productor (el artista) y el receptor (lector, oyente, espectador…).
En este sentido, las circunstancias que acompañan la lucha contra la peste actual realzan la pertinencia de la literatura como comunicación en la que el escritor y el lector solo tienen contacto en el propio texto. En él resuenan de muy diversa manera los ecos de un “autor implícito”, imagen textual del autor real, y operan pautas, reglas e indicadores que prefiguran, también, un “lector implícito” que se convertirá en empírico a través de cada uno de nosotros mediante el acto de leer.
No en vano aquel furibundo shakesperiano que fue Harold Bloom consideraba casi imposible la tarea de enseñar a leer. Porque —se preguntaba— “¿cómo puedes enseñar la soledad?”, y la “verdadera lectura es una actividad solitaria”. Pero he aquí que la COVID-19 nos ha colmado de una bendita soledad para vivir en conversación con los difuntos y escuchar con nuestros ojos a todos los escritores, como nos recuerda insuperablemente Quevedo en las palabras eminentes de un soneto que hace años analicé como la mejor síntesis posible de una fenomenología y una poética de la lectura (Villanueva, 2007).
Y en cuanto al abastecimiento de materia literaria, no alberguemos la más mínima preocupación. McLuhan auguraba en los sesenta la muerte del artilugio gutenberiano, el soporte material básico de toda la literatura. Sin embargo, hoy se puede decir que el libro impreso goza de muy buena salud. Nunca en toda la Historia se han escrito, editado, distribuido, vendido, plagiado, explicado, criticado y leído tantos. Aunque no se escribiera —hipótesis absurda donde las haya— ni una sola novela (y poema, drama, comedia o ensayo) más a partir de hoy, la Humanidad contaría, gracias al acervo incomensurable de piezas literarias producidas hasta el presente, con sobrado repertorio de lecturas. Un colosal “fondo de armario” que las bibliotecas de todo el mundo atesoran en millones de quilómetros de estanterías.
Al mismo tiempo, reflexionaba yo durante las largas jornadas del confinamiento sobre aquel ensayo de Walter Benjamin acerca del futuro del arte en la época de la reproductibilidad técnica. Siempre me intrigó cómo un filósofo de estirpe materialista identificaba la esencia del arte con el idealismo de un aura trascendente y puntual, privativa de las creaciones artísticas más genuinas. Esa aura se perdió con la irrupción de la imprenta —más que con el invento de la escritura alfabética— para la literatura lírica y narrativa. Y algo semejante puede decirse a propósito de la música al partir del fonógrafo de Edison, tatarabuelo de los discos magnéticos y de la música hoy digitalizada ad usum delphini.
Los confinados hemos abusado de ambas terapias —la literaria y la musical— en los últimos tiempos gracias, precisamente, a esa mediación mecánica e industrial que no ha sido capaz de destruir por completo el aura de la música y la literatura, pese a los sombríos vaticinios del filósofo. Pero en nuestro multidecamerone posmoderno, amén de biblioteca y fonoteca, ha venido en auxilio de los cinéfilos algo que Benjamin todavía no pudo imaginar. Sus páginas sobre el cine son clarividentes. No tiene ningún recelo en asumir un rubro que Ricciotto Canudo había comenzado a promover veinte años antes: la modernidad del nuevo séptimo arte. Cierto que a modo de ejemplo de la masificación deletérea que desnaturalizaría el arte como experiencia estética única menciona al cinematógrafo. Pero se contrarreplica a él mismo que con los filmes no ocurriría lo mismo que con las reproducciones de la pintura: nunca los espectadores podrían disponer para su visionado particular de tantas cintas cuantas películas les interesasen.
Y, sin embargo, con el DVD o el Blu-ray, por no hablar de las plataformas en línea o los servicios de video bajo demanda por retransmisión en directo (el streaming), nuestra soledad puede distraerse con los músicos callados contrapuntos de gran número de los filmes que en el mundo han sido. Admito que no es lo mismo el visionado en la pantalla doméstica del home cinema que la asistencia a una sala. Y no solo por las condiciones técnicas de la proyección, sino por la recepción solidaria que todos los espectadores presentes vivimos a partir de los estímulos compartidos desde la gran pantalla. No es exactamente lo que experimentamos ante una pieza teatral, pero algo queda de lo mismo, quizás porque el cine heredó fluidamente el lugar de la representación para sus proyecciones. Por otra parte, esta continuidad fenomenológica entre la actitud del espectador teatral y el cinematográfico se está perdiendo con las nuevas generaciones que vienen después de los que ya peinamos canas. Entre mis estudiantes de comunicación audiovisual ya no existía aquella actitud ni tan siquiera como un excéntrico atavismo.
Aquí es donde la pandemia se ceba más agudamente en las artes escénicas que en la literatura, la música o el propio cine. La escena implica necesariamente el patio, la luneta y la cazuela. En cierto modo, lo que se hace y se dice sobre las tablas está incompleto sin los ecos que vienen del teatro, etimológicamente “el sitio desde el que se ve”. Con alborozo recibimos, así, la buena nueva de que el Real comenzaba el 1 de julio pasado la serie de veintisiete funciones de La traviata para un aforo limitado de 869 localidades. Pero el público, y los propios cómicos, no las tienen todas consigo: ¿habrá para las artes escénicas un antes y un después de 2020?
¿Tienen sentido las representaciones a puerta cerrada? Cuando el Centro Dramático Nacional programó un ciclo de obras escritas exprofeso para streaming, dos de las coautoras convocadas, Andrea Jiménez y Noemí Rodríguez, pensaron en un principio: “¡Qué absurdo! ¡Qué gran estupidez es entregar nuestra alma a un teatro vacío!”. Y la actriz Fernanda Orazi, confesaba que el día en que se emitió la función, “no pude imaginarme a los espectadores en sus casas y sentí una especie de pena que emanaba del patio de butacas vacío. Para mí fue como hacerle al teatro una respiración boca a boca para que aguante hasta que volvamos”. Su espectáculo no en vano llevaba el título de La conmoción.Y la trilogía del CDN continuaba con La distancia, para cerrarse congruentemente con La incertidumbre.
Incertidumbre que se cierne también sobre esa poderosa manifestación del poder que la música tiene actualmente consistente en los macroconciertos que incluso se pueden producir, aunque menor intensidad, con el repertorio operístico. Los más exitosos conciertos de rock o de otras variedades de música popular, incluidos los de cantautores que, como ha sucedido ya con Leonard Cohen, Bob Dylan o, entre nosotros, con Joaquín Sabina, personifican perfectamente la función de verdaderos poetas, se han ido convirtiendo en espectáculos interactivos de masas en el que el espesor semiótico —luz, imagen, proyección, música, escenificación, voz…— resulta extraordinario, y está dotado a la vez de un aura irrepetible, que ninguna reproducción fonográfica o videográfica sería capaz de recrear convincentemente.
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