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Fri, 01 Mar 2024 in Revista de Psicoterapia
Incorporación de la Perspectiva Feminista en la Teoría de Constructos Personales: una Asignatura Pendiente
Resumen
Las sociedades formalmente igualitarias recogen en su marco jurídico la plena igualdad en derechos y deberes para mujeres y hombres. Sin embargo, a pesar de los avances logrados, la desigualdad sigue siendo una realidad incluso en estas sociedades. La tradición feminista cuenta con una larga historia y, especialmente desde la segunda mitad del siglo XX, ha desarrollado una sólida teoría que ayuda, entre otras muchas cosas, a comprender el impacto de la desigualdad en la subjetividad de mujeres y hombres. El concepto de género, entendido como la construcción social atribuida a cada uno de los sexos, resulta profundamente útil para comprender la perpetuación de la desigualdad en las sociedades formalmente igualitarias y para conocer el impacto que tiene lo social en lo personal. A pesar de su utilidad, estos conocimientos se han mantenido al margen en la mayoría de los desarrollos teórico-prácticos en psicoterapia. Dadas sus características, la Teoría de Constructos Personales (TCP) de George Kelly resulta especialmente útil para incorporar los conceptos de la tradición feminista a la teoría y práctica psicoterapéutica. El presente artículo tiene por objetivo articular teóricamente la integración de algunos de los conceptos fundamentales de la tradición feminista con la TCP.
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La Desigualdad en las Sociedades Formalmente Igualitarias
Las sociedades formalmente igualitarias son aquellas que han incorporado a su marco jurídico la plena igualdad en derechos y deberes para hombres y mujeres. En estas sociedades la mayoría de personas sostienen que la igualdad es un valor y se consideran a sí mismas igualitarias (de Miguel, 2015). Se podría concluir erróneamente que en estas sociedades se ha alcanzado, pues, la igualdad, pero los datos son tozudos y revelan sistemáticamente que esta igualdad es meramente conceptual. En la Tabla 1 se muestran algunos ejemplos de esta desigualdad en España, en los que se observa, entre otras cosas, cómo las mujeres siguen dedicando más tiempo a las tareas de cuidados, mientras que los hombres siguen ocupando en mayor medida los puestos de responsabilidad pública. Se produce así una situación paradójica, ya que a nivel verbal/digital se transmite un mensaje (“hombres y mujeres son iguales”) y a nivel no verbal/analógico se transmite el mensaje opuesto (“hombres y mujeres no son iguales”). Las situaciones en las que se producen paradojas de este tipo generan confusión y malestar (Salla et al., 2021).
En este contexto, resulta fundamental desentrañar cómo se perpetúa la desigualdad cuando el mensaje explícito la condena. La Teoría Feminista cuenta con una larga historia (Amorós y de Miguel, 2005/2019) y se ha ocupado profusamente de esta cuestión. En concreto, resulta especialmente útil el concepto de género, descrito sin nombrarlo por Simone de Beauvoir en El Segundo Sexo (1947/2014), y articulado, entre otras, por Kate Millet en su Política Sexual (1970/2017). Posteriormente, el Consejo de Europa lo definió como “los papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de hombres” (Artículo 3 del Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica, 2011, ratificado por España en 2014; Instrumento, 2014). Es necesario destacar que el género es ante todo una relación, ya que los contenidos atribuidos a cada sexo varían de una sociedad a otra o de un momento histórico a otro, pero lo relevante, lo que no muta, es la relación jerárquica que se establece entre los sexos, según la cual los hombres ocupan una posición superior mientras que las mujeres ocupan una posición subordinada. La socialización de género sería el proceso de interiorización de dichas expectativas sociales en función del sexo de cada persona y no haría referencia exclusivamente a los comportamientos (¿qué se espera que haga?), sino también a la propia subjetividad (¿cómo me percibo?, ¿qué siento y qué valoración hago de lo que siento?, ¿cómo pienso?, ¿qué valoración hago de mí y de mis experiencias?, etc.). En las sociedades formalmente igualitarias, este proceso es fundamentalmente tácito y consiste, por un lado, en la acumulación de “pequeños gestos diferenciales” (por ejemplo, agujerear las orejas de las niñas, pero no de los niños, poner faldas a las niñas, pero no a los niños, dejar el pelo largo a las niñas, pero no a los niños, etc.). Estos “pequeños gestos” podrían no tener importancia si los tomamos de uno en uno. Sin embargo, vistos en conjunto, van sistemáticamente en la misma dirección y es su acumulación lo que termina generando un impacto significativo. Con respecto a los ejemplos citados, todos van en la dirección de priorizar la imagen de la niña por encima de su comodidad. Es decir, dan a entender que es más importante “cómo te vean los otros” que “lo que experimentes” (incluyendo dolor). No es difícil seguir el hilo conductor que une estos “pequeños gestos” con el uso “libre” que las mujeres adultas hacen de zapatos de tacón, fajas u operaciones estéticas. Por otro lado, en nuestras sociedades, también es muy relevante el impacto de las imágenes transmitidas culturalmente, como publicidad, redes sociales, películas, música, etc. Estos contenidos suelen llegar por un canal emocional, que suspende el juicio crítico que se activaría ante mensajes explícitos a favor de la desigualdad (de Miguel, 2015). Básicamente, el género orienta a mujeres y hombres en direcciones opuestas: las mujeres al espacio privado y los hombres al espacio público, apuntalando así la desigualdad.
En la medida en que la socialización de género impacta tanto en lo relacional como en lo identitario no puede obviarse en el contexto terapéutico. Como terapeutas, es importante conocer estas implicaciones, porque condicionan profundamente la manifestación y percepción del sufrimiento emocional y porque limitan necesariamente las posibilidades de desarrollo personal de unos y otras, al prescribir un determinado camino para hombres y otro para mujeres. Además, si no lo abordamos explícitamente, la condición de terapeutas no nos exime de este proceso de socialización que compartimos con las personas que atendemos en terapia y, como ellas, permanecemos ciegas al impacto que tiene (Macías y Laso, 2017). Tal y como argumenta Harry Procter (2016, 2021), reconocer la importancia de estos factores culturales no significa renunciar a la idiosincrasia de las personas que atendemos. Se trata, más bien, de comprender cómo cada persona construye esas expectativas sociales, que son compartidas, a partir de su propia experiencia, que es única.
La Socialización de Género Desde el Marco Explicativo de la Teoría de Constructos Personales
La Teoría de Constructos Personales (TCP) (Kelly, 1955/1991) ofrece un adecuado marco teórico para comprender el proceso de socialización de género y para darle una salida terapéutica (Kalekin-Fishman, 1995; O’Sullivan, 1988; Procter, 2016; Procter y Winter, 2020). Deborah Kalekin-Fishman (1995) analiza el abordaje de las cuestiones relativas al poder (y, por tanto, a la desigualdad) en la teoría de Kelly. Para ello, comienza diferenciándose del posicionamiento de Fisher (1989, citado en Kalekin-Fishman, 1995) que, a su juicio, enfatiza excesivamente la construcción de significados como si los seres humanos viviéramos exclusivamente en mundos autogenerados. A continuación, afirma que hacer un análisis apropiado de los mecanismos de poder implica reconocer que hay un mundo más allá de cada persona que impone una serie de constricciones y violencias. Según esto, el ciclo de experiencia propuesto por Kelly (1955/1991) sería profundamente congruente con el énfasis que hace esta autora en relación al análisis constructivista de los mecanismos de poder, ya que recoge tanto la construcción idiosincrásica (fase de anticipación) como los “hechos”, el mundo más allá de la persona que lo construye (fase de encuentro). Deborah Kalekin-Fishman (1995) concluye que, a pesar del interés personal de Kelly por la cuestión del poder, son necesarias nuevas reflexiones sobre la TCP y sus implicaciones de cara a lograr un adecuado abordaje de estas cuestiones en terapia. Por su parte, Bernadette O’Sullivan (1988) explora expresamente la relación entre la TCP y el feminismo, y concluye que, a pesar algunos puntos discordantes, la TCP es una buena opción para terapeutas que desean incorporar la perspectiva feminista. Según esta autora, las características de la TCP especialmente relevantes para este posicionamiento feminista serían el alternativismo constructivo, la actitud crédula, la relación terapéutica basada en la igualdad, el énfasis en la anticipación y la concepción del cambio terapéutico como reconstrucción y no como ajuste. Lamentablemente, los prometedores análisis de estas autoras no han logrado el eco suficiente para que la teoría se haya seguido desarrollando en la dirección de incorporar en la teoría y en la práctica estas cuestiones.
El presente artículo pretende continuar con el camino iniciado por ellas, ya que, más allá de las implicaciones terapéuticas desarrolladas por estas autoras, la TCP ofrece constructos teóricos que resultan especialmente útiles para la comprensión de cómo opera el género en la perpetuación de la desigualdad (en términos sociales) y cómo se manifiesta en relación al sentido de identidad (en términos personales).
La TCP parte de un postulado fundamental según el cual todos los procesos de una persona se canalizan psicológicamente por las formas en que anticipa los acontecimientos, y elabora las implicaciones de este postulado a partir de once corolarios. Según Kelly (1955/1991), cada persona desarrolla proactivamente un sistema de construcción que le permite anticipar los acontecimientos a partir de su propia experiencia. Dicho sistema de construcción está conformado por un número finito de dimensiones bipolares, denominadas constructos, que implican la captación de una diferencia en el campo experiencial (por ejemplo, frío-caliente, simpático-antipático, bueno-malo, mujer-hombre, etc.). Cada persona elige para sí misma el polo de cada constructo que mejor le permite anticipar la experiencia y selecciona como ideal uno de los polos, que puede coincidir o no con el polo elegido para sí misma. Es decir, los constructos hacen referencia tanto a lo que “es” como a lo que “debe ser”, desde la perspectiva de cada persona. Los constructos se organizan en un sistema complejo y jerárquico, de forma que hay constructos periféricos y otros supraordenados, que juegan un papel más central en la conformación de todo el sistema y son especialmente relevantes para la construcción de la propia identidad, por lo que tienden a ser resistentes al cambio.
Para el tema que nos ocupa, es interesante atender en primer lugar al corolario de comunalidad, según el cual los procesos psicológicos de dos personas serán similares en la medida en que una emplee una construcción de la experiencia similar a la de la otra (Kelly, 1955/1991). Es decir, los procesos de dos personas serán similares si construyen la experiencia de forma similar. Este corolario ayuda a comprender las similitudes que se observan en los procesos de construcción de personas pertenecientes a un mismo grupo, en este caso concreto, haríamos referencia a las personas que viven en sistemas patriarcales. Al fin y al cabo, crear comunalidad estaría a la base de cualquier poder político (Procter, 2016). Es esperable que los constructos muy subordinados (por ejemplo, frío-caliente) y los muy supraordenados (por ejemplo, bueno-malo) posean un elevado nivel de comunalidad y que nuestra individualidad se muestre principalmente en la zona intermedia del sistema de construcción (Procter, 1995). Atendiendo a la proactividad personal defendida por la TCP, el corolario de comunalidad no significaría que las personas estamos sujetas pasivamente a una serie de estímulos culturales, sino más bien que existe una similitud en lo que las personas perciben que se espera de ellas (Botella y Feixas, 1998/2008), es decir, de lo que se espera de cada persona en tanto que hombre o mujer. En una sociedad que se organiza estructuralmente a partir de la diferencia sexual (mujeres-espacio privado; hombres-espacio público), el constructo mujer-hombre estará muy supraordenado y, por tanto, tendrá un elevado grado de comunalidad.
Igual que las personas protegemos de la invalidación nuestros constructos más supraordenados, nucleares, la cultura también lo hace (Procter, 2016). Una elevada comunalidad en los constructos nucleares de una determinada cultura supone que cada persona los protege, ya que, al hacerlo, estará protegiendo su propio sistema de construcción de una invalidación masiva. Además, responder adecuadamente a las expectativas sociales mejoraría la capacidad predictiva del sistema de construcción personal, ya que las anticipaciones obtendrían validación social, por lo que la persona tendería a mantener esa determinada forma de actuar.
Teniendo todo ello en cuenta, en términos de la TCP, se podría definir el género como el mecanismo por el cual este constructo hombre-mujer se transforma en un constructo constelatorio, logrando así un elevado nivel de comunalidad. Un constructo constelatorio determina la posición del elemento al que se aplica en otros constructos, implicando un tipo de pensamiento estereotipado y nominalista (Kelly, 1955/1991; Botella y Feixas, 1998/2008). Es decir, a partir de la observación de la diferencia biológica (mujer-hombre) se constela toda una serie de constructos socialmente relevantes. ¿Relevantes para qué? Para mantener la desigualdad y la organización social basada en la división sexual del trabajo (Estermann, 2021), según la cual a los hombres les pertenece el espacio público y las tareas asociadas a él y a las mujeres les pertenece el espacio privado y sus tareas. Algunos de estos constructos socialmente relevantes hacen referencia a ser una persona racional o emocional; fuerte o débil; activa o pasiva; autónoma o dependiente. Podríamos estar hablando únicamente de una complementariedad entre los sexos (como gusta afirmar a las posiciones más conservadoras), si no fuera porque sistemáticamente el polo ideal de cada constructo se sitúa en el polo asociado al hombre (racional, fuerte, activo, autónomo).
La fuerza constelatoria del constructo mujer-hombre en una sociedad desigual es tan imponente que condiciona incluso aspectos tan subordinados como los relativos a la posición del cuerpo, al volumen de la voz, el gusto por determinados colores o sabores, etc. (Figura 1). Por tanto, el constructo mujer-hombre en una sociedad desigual nos permite anticipar una amplia variedad de experiencias, tanto propias como relacionales, de forma que las anticipaciones relacionadas con él reciben pocas invalidaciones y, cuando son invalidadas, la revisión constructiva se queda en los niveles periféricos que no cuestionan la integridad del sistema de construcción. Es decir, al igual que ocurre en el sistema de construcción personal, una cultura cambia de forma relativamente sencilla sus constructos periféricos a cambio de mantener intactos los nucleares. Como recoge el aforismo lampedusiano: “que todo cambie, para que todo siga igual”. Es por este motivo que los conceptos de feminidad y masculinidad pueden ser aparentemente muy diferentes de una sociedad a otra o de una época a otra (por poner solo un ejemplo curioso: hasta comienzos del siglo XX el rosa fue un color asociado a la masculinidad, Paoletti, 2012). Los “contenidos” de la masculinidad y la feminidad se adaptan a los cambios sociales para mantener el núcleo del sistema de construcción cultural intacto: “los hombres tienen mayor valía que las mujeres”.
El cambio hacia una sociedad más igualitaria no supondría la desaparición del constructo mujer-hombre, ya que éste seguiría siendo útil para la anticipación de determinadas experiencias. Supondría que este constructo ocupara una posición muy periférica en el sistema de construcción social (y, por tanto, personal), determinando la posición en constructos muy específicos y relacionados exclusivamente con las diferencias biológicas (por ejemplo, fecunda-gesta; fuerza-flexibilidad; cáncer de próstata-cáncer de mama). Es decir, en una sociedad igualitaria, conocer el sexo de una persona no permitirá anticipar si le gusta el fútbol, si cambia pañales, si se sienta con las piernas abiertas, si se dejará el pelo largo o si será violenta cuando se enfade (Figura 2).
En los siguientes apartados, analizamos la socialización de género masculina y femenina y su impacto en el sentido de identidad de hombres y mujeres. Sin pretensión de exhaustividad, comentamos algunos de los aspectos centrales de la socialización de género descritos en la literatura feminista y los analizamos en términos de la TCP.
Socialización Masculina
Antes de profundizar en los contenidos de la socialización masculina es imprescindible recordar que, aunque el género supone limitaciones en el desarrollo personal tanto de hombres como de mujeres, son los hombres los que ocupan la posición privilegiada y, aún con las limitaciones que comporta, se benefician, por tanto, de esta desigualdad.
El principal privilegio masculino es ser reconocido como sujeto de pleno derecho, con la potencialidad para ser y hacer. Es lo que se conoce como ética del yo (Bonino, 2022). Como ya se ha mencionado, la socialización masculina prepara a los hombres para ocupar el espacio público, las posiciones de poder. Estos espacios de poder estarían estrechamente relacionados con el principio de individuación (Amorós, 2005/2021), ya que para el necesario reparto del poder es imprescindible la diferenciación, la individuación: por ejemplo, quién va a ocupar un cargo, quién tendrá matrícula de honor o quién va a ganar una medalla. Este aspecto contrasta con la concepción de las mujeres como las idénticas, descrito en el siguiente apartado. Dada la complementariedad de estos dos aspectos, se analizan allí las implicaciones para unos y otras.
Luis Bonino (2002) realiza un exhaustivo análisis de la masculinidad hegemónica y su relación con el sentido de identidad. Diferencia, por un lado, las creencias existenciales que harían referencia a la posición masculina en el mundo (ética del yo) e incluirían la “lista de derechos” por estar ubicados en la posición privilegiada. Por otro lado, se encontrarían las creencias matrices que son fundamentalmente normativas y brindan las pautas de lo que es “ser un hombre”. En la Tabla 2 se recogen las creencias matrices, los mandatos que implica cada una de ellas y los constructos que se pondrían en juego. Según Bonino (2002), una de las características de estos mandatos es que siguen una lógica del todo o nada, es decir, o se cumplen o no se cumplen, o se es un hombre o no se es un hombre.
Esta lógica del todo o nada hace que la masculinidad no sea algo plenamente alcanzado nunca, ya que siempre puede “perderse”. La masculinidad debe demostrarse continuamente (“sé un hombre”) y son los otros hombres, los iguales, los que otorgan este título de masculinidad, ya que una mujer no tendría autoridad suficiente para ello. En palabras de Celia Amorós (2005/2021), la clave de su poder se encuentra en los pactos (la mayoría de las veces implícitos) que constituyen entre ellos, estableciéndose recíprocamente en pares juramentados con respecto al conjunto de mujeres. En la misma línea, Rita Segato (2003) afirma que la socialización masculina se ubica en la encrucijada entre dos ejes: uno vertical, en jerarquía con las mujeres, y otro horizontal, en igualdad con los hombres. Esto significa que la autopercepción por parte de los hombres acerca de su hombría no se produce por sí misma, sino en comparación con los otros hombres. Como afirma Bonino (2002), el cumplimiento del mandato se realiza en competencia con el resto de hombres, a la vez que debe mostrarse continuamente a través de prácticas y narraciones para conseguir el reconocimiento masculino. Una identidad definida exclusivamente por comparación es inestable, en la medida que continuamente tiene que estar evaluándose y oscila en función de con quién se establezca la comparación. Sería interesante investigar hasta qué punto las conductas acumulativas asociadas con frecuencia al sexo masculino (nunca hay dinero suficiente o nunca hay sexo con suficientes mujeres, por ejemplo) responden a un intento infructuoso por alejar esa amenaza de “no ser un hombre”.
Así pues, tanto por el funcionamiento polarizado todo/nada, como por el cumplimiento por comparación/competición, podemos concluir que los constructos relacionados con la masculinidad estarían continuamente en riesgo de invalidación. La referencia coloquial a la “masculinidad frágil” refleja este hecho. Tal y como hemos descrito en el primer apartado, dada la relevancia a nivel social y relacional, los constructos relativos a la masculinidad y feminidad ocupan un lugar muy nuclear en el sistema de construcción personal. Por tanto, en el sistema de construcción de los hombres habría constructos nucleares sistemáticamente en riesgo de invalidación, lo que se traduciría en una sensación interna de amenaza en términos kellianos, es decir, conciencia de un cambio inminente y comprehensivo de la propia estructura nuclear (Kelly, 1955/1991) incluso ante situaciones aparentemente banales. Una respuesta posible ante esta amenaza sería la hostilidad, entendida como el esfuerzo por forzar la validación de una predicción social que ya ha sido invalidada (Kelly, 1955/1991), o, incluso, la agresividad (García, 2008). Por ejemplo, algo tan cotidiano como atender a una petición, especialmente si ésta proviene de una mujer, podría activar el polo indeseable de los constructos dominante – dominado o macho – calzonazos, provocando una invalidación al autopercibirse como “no hombre” (o “afeminado” o “niño”). Una respuesta hostil a esta situación podría ser los “olvidos” sistemáticos que mantienen la autoimagen positiva del hombre en sociedades formalmente igualitarias (“Soy igualitario, incluso feminista, pero tengo mala memoria”) sin el riesgo de invalidación nuclear (“Soy un sometido, un blandengue o un calzonazos”). Una respuesta de este tipo fuerza asimismo una determinada respuesta por parte de la mujer: insistir en la petición, que no ha sido abiertamente negada. Esta insistencia contribuiría a la validación de la construcción de la mujer como “controladora”, “pesada”, “maniática”, por ejemplo (véase siguiente apartado para profundizar en esta cuestión). Por otro lado, una respuesta agresiva podría ser responder con violencia para que la mujer no vuelva a realizar ninguna petición que ponga en riesgo el sistema de construcción personal, ampliando así la capacidad predictiva del sistema sin necesidad de revisión constructiva de aspectos nucleares.
La Socialización Femenina
Si la socialización masculina prepara a los hombres para su desarrollo en el espacio público, en el que se ubica el poder político, económico, cultural y religioso, la socialización femenina prepara a las mujeres para su desarrollo en el espacio privado, en el que se ubica la reproducción y los cuidados. Es decir, las orienta no al Yo sino a los Otros. La célebre cita de Rousseau nos ayuda a ilustrar este hecho:
Siguiendo de nuevo a Celia Amorós (2005/2021), en el espacio privado no hay poder a repartir, por lo tanto, no hay necesidad de diferenciación para legitimar las diferencias de poder. No hay “ordenación” de las capacidades, no hay cargos, no hay notas, no hay medallas. De ahí, la filósofa deriva su idea de las idénticas. Mientras los hombres ocupan el espacio de los iguales, cada uno como sujeto de pleno derecho, diferentes entre sí (principio de individuación), pero iguales en su potencialidad de acceder al poder, las mujeres son concebidas culturalmente como un magma indiferenciado, todas iguales. Por eso se pueden afirmar que “me gustan las mujeres” (todas, indiferenciadas, en lo que tienen de común), incorporar a una única mujer, como representante de todas, en los grupos de hombres (desde los Pitufos y la Pitufina, hasta los consejos de administración con una única mujer entre todos los directivos) o escribir múltiples tratados de todo tipo sobre “la mujer” (como relata con sorpresa Virginia Wolf en Una habitación propia).
En este sentido, aplicado a una mujer, el constructo mujer-hombre no funcionaría solo como constructo constelatorio, como ya hemos descrito, sino como un constructo apropiativo. Un constructo apropiativo es un “constructo que determina la pertenencia exclusiva de sus elementos a su ámbito” y es característico de un tipo de pensamiento simplista y rígido (Botella y Feixas, 1998/2008, pág. 48). Según esto, una mujer sería por encima de todo una mujer, igual que si el constructo apropiativo fuera sana mentalmente – enferma mentalmente, una persona con esquizofrenia sería ante todo una enferma mental, igual a todas las demás enfermas mentales.
Se produce, sin embargo, una situación paradójica, ya que, al no pertenecer al espacio de los iguales (que representaría la esencia masculina), las mujeres terminan siendo definidas por lo accidental: lo esencial en ellas es su adjetividad (Amorós, 2005/2021). En términos concretos, esto se traduce en que cada mujer, especialmente en su relación con hombres, termina siendo adjetivada, definida casi exclusivamente por apenas un par de etiquetas, es decir, por algún constructo apropiativo que la define íntegramente. Con frecuencia escuchamos que determinado comportamiento de un hombre se debe a que “ha tenido un día muy duro en el trabajo”, “la relación con su madre es muy complicada” o a que “siempre se ha esforzado al máximo por conseguir sus sueños”. Es decir, hay un relato, una explicación individualizadora de su comportamiento. Por otro lado, escuchamos con frecuencia que determinado comportamiento de una mujer se debe a que “es exagerada”, “es sensible” o a que “es controladora”, limitando así sus motivos, razones, contexto, etc. El contenido del constructo es irrelevante, pueden ser estos contenidos u otros, lo relevante es que determina la posición de sus elementos. Es decir, una mujer concreta es “controladora” y solo “controladora”, o “insegura” y solo “insegura”, o “ambiciosa” y solo “ambiciosa” y todas, o la mayoría, de sus conductas, emociones o pensamientos se explicarían porque es “controladora” o “insegura” o “ambiciosa”.
Un constructo es apropiativo, por así decirlo, solo en uno de sus polos, mientras que en el polo opuesto se encuentran los matices, la diferenciación, la humanidad. Volviendo al ejemplo del constructo sana mentalmente – enferma mentalmente, las personas que se ubicaran en el polo de la salud mental serían todas diferentes entre sí, con sus matices, sus diferencias, sus razones, su humanidad. Por tanto, se relaciona con el principio de individuación y “eleva” la posición de aquellos ubicados en el polo positivo, en el caso que nos ocupa, los hombres. Así pues, la hostilidad ante el riesgo de invalidación de constructos nucleares en los hombres descrita en el apartado anterior limitaría el riesgo de invalidación especialmente al mantener la jerarquía, ubicando al hombre en una posición de superioridad ontológica respecto a la mujer.
A pesar de todo esto, venimos insistiendo en que nos encontramos en sociedades formalmente igualitarias y difícilmente encontraremos personas que defiendan explícitamente esta concepción de la mujer como un ser orientado a los otros, estereotipado, sin individualidad propia. En nuestras sociedades, las mujeres reciben un mensaje explícito a favor de su autonomía y desarrollo personal. Por eso, por ejemplo, las mujeres tienen estudios superiores en mayor medida que los hombres, aunque, en contraste con ello, sigan reduciendo en mayor medida su jornada laboral para el cuidado de personas dependientes o sigan dedicando más horas a las tareas de la casa (Tabla 1).
Esta aparente contradicción es lo que lleva a la política y antropóloga feminista Marcela Lagarde (2000) a concluir que la principal característica de la socialización femenina en nuestras sociedades es el sincretismo de género, entendido como la mezcla de una subjetividad patriarcal, orientada a los Otros (socialización femenina tradicional), y una subjetividad emancipatoria, orientada al propio Yo (socialización femenina moderna). Es importante destacar que las características propias de una u otra socialización son incompatibles entre sí. Brevemente, estar orientadas a los Otros implica renunciar a los propios deseos y necesidades, mientras que estar orientada al Yo implica priorizar los propios deseos y necesidades. Por tanto, el sincretismo de género haría referencia a las demandas contradictorias en las que son socializadas las mujeres actuales (“priorízate cuidando a todo el mundo”). Esto se traduce, según Lagarde (2000), en una inestabilidad valorativa en las mujeres que, por un lado, experimentan desvalorización, inseguridad y temor, mientras que, por otro lado, experimentan seguridad, autovaloración y confianza en las propias capacidades y saberes. Además, la sensación de culpa es perpetua, ya que tanto si se priorizan a sí mismas, como si no, lo estarían haciendo mal.
En términos abstractos, sociales, se podría definir el sincretismo de género como un constructo dilemático (Feixas y Compañ, 2015), esto es, como un constructo en el que ninguno de los polos es preferible respecto al otro. Si tomamos como constructo teórico mujer moderna – mujer tradicional, ambos polos tendrían aspectos positivos y negativos, de forma que se imposibilita la elección de uno de ellos como ideal. A pesar del mensaje explícito por la igualdad y de las ventajas que comporta esta visión de las relaciones entre hombres y mujeres, socialmente no se ha renunciado todavía a las ventajas que supone que la mitad de la humanidad se dedique altruistamente a las tareas de cuidados. Por este motivo se transmite un mensaje dilemático a las mujeres que va a tener un impacto en su sistema de construcción.
Para entender el impacto personal de esta posición dilemática de la sociedad, resulta útil el corolario de fragmentanción de Kelly (1955/1990), según el cual una persona puede emplear sucesivamente varios subsistemas de construcción inferencialmente incompatibles entre sí, siempre y cuando exista un constructo supraordenado que los integre de forma coherente. En el caso que nos ocupamos, no existiría dicho constructo supraordenado que diera coherencia a la fragmentación, ya que la fragmentación se ubicaría a nivel supreordenado. Esto se traduciría en una sensación de culpa constante, entendida como la consciencia del desplazamiento del selfrespecto a la propia estructura nuclear (Kelly, 1955/1990), que se traduciría en esta sensación de inestabilidad personal descrita por Marcela Lagarde (2000). Se podría concluir erróneamente que el rango de conveniencia de estos subsistemas (mujer moderna – mujer tradicional) es diferente, correspondiéndose con el espacio público y privado (por ejemplo, ámbito laboral – relaciones de intimidad). De esta forma, estos subsistemas no entrarían necesariamente en contradicción, como una persona que se define como seria cuando está en el trabajo y como divertida cuando está de fiesta. Pero un análisis más detallado nos revela la vivencia dilemática de las mujeres y la interferencia de ambos subsistemas tanto en el espacio público como en el privado. Un ejemplo de esta vivencia dilemática en el espacio público sería el denominado Síndrome de la Impostora (Cadoche y Montarlot, 2021) en el que estos subsistemas se alternan provocando una oscilación continua entre construirse como una persona “con valía”, “competente”, “con algo que decir” (y, por tanto, “voy a presentarme a este puesto”) o como una persona “sin valía”, “incompetente”, “sin nada que decir” (y, por tanto, “no puedo presentarme a este puesto”). En el espacio privado, esta vivencia dilemática se puede observar en relación a las tareas de cuidados. Desde una socialización femenina moderna, la mujer exige una participación en igualdad del hombre en las tareas de la casa (“mi tiempo vale igual que el tuyo”), para momentos después dudar de “si se ha pasado”, “si es demasiado controladora”.
A Modo de Conclusión
Hemos descrito cómo la socialización masculina y femenina se traducirían en características diferentes del sistema de construcción de hombres y de mujeres. Así pues, el sistema de construcción de los hombres estaría caracterizado por la polarización de aspectos nucleares relativos a la masculinidad (ser un hombre – no ser un hombre), lo que se traduciría en un riesgo constante de invalidación masiva y las respuestas socialmente legitimadas ante esta amenaza serían la hostilidad y la agresividad, Por su parte, el sistema de construcción de las mujeres estaría caracterizado por la fragmentación a nivel supraordenado y la culpa.
Conocer la socialización de género nos ayuda, no solo a comprender algunos aspectos del funcionamiento subjetivo de mujeres y hombres, también a planificar adecuadamente la intervención terapéutica. Por ejemplo, con frecuencia en la terapia con mujeres se las anima a pedir abiertamente lo que necesitan a sus parejas (“Mujer, si no lo dices tú, no puedes esperar que el otro lo adivine”), sin tener en cuenta los constructos relacionados con la masculinidad que se activarán en su pareja ante dicha petición (dominador – dominado; macho – calzonazos y, en última instancia, hombre – no hombre) y la respuesta que con probabilidad dará (hostilidad). Se las anima a trabajar su asertividad, responsabilizándolas de un cambio en el que la última palabra la tendrá el hombre al que dirijan su petición, ya que será él quien podrá satisfacer o no satisfacer dicha petición. Compañ y Muñoz (2020) reflexionan sobre el circuito irresoluble en el que pueden verse inmersas las parejas heterosexuales cuando no se tiene en cuenta este aspecto. Quizá como terapeutas deberíamos reflexionar acerca de por qué existen muchas más intervenciones encaminadas a poder decir no (dificultad asociada a la socialización femenina) que a poder decir sí (dificultad asociada a la socialización masculina).
No podemos olvidar que la mayor parte del proceso de socialización se produce de forma tácita, emocional, no verbal. Esto significa que difícilmente las personas que acuden a terapia pueden poner en palabras el malestar generado por el corsé restrictivo que supone la masculinidad y la feminidad. También es profundamente difícil identificar la violencia ejercida o recibida, ya que socialmente no se construye como tal. Por eso, como terapeutas debemos conocer el impacto de estas cuestiones, para explorar adecuadamente esos aspectos e incrementar grados de libertad personal.
No obstante, no podemos olvidar que son las personas concretas las que experimentan la desigualdad estructural de una sociedad patriarcal y que cada una de ellas va a construir y dar sentido a estas experiencias de una forma particular. Como terapeutas constructivistas deberemos movernos en este puente entre lo individual y lo social (O’Sullivan, 1988; Procter, 2016, 2021) para ayudar a las personas que atendemos en terapia a mejorar su bienestar personal, sin contribuir a la perpetuación de esta desigualdad injusta.
Resumen
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La Desigualdad en las Sociedades Formalmente Igualitarias
La Socialización de Género Desde el Marco Explicativo de la Teoría de Constructos Personales
Socialización Masculina
La Socialización Femenina
A Modo de Conclusión