Estudios

VOLUNTAD DE SABER EN EL TIEMPO DE LA POSVERDAD

WILLINGNESS TO KNOW IN POST-TRUTH TIMES

Zaida Espinosa Zárate 1
Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), España

VOLUNTAD DE SABER EN EL TIEMPO DE LA POSVERDAD

Educación XX1, vol. 22, núm. 1, pp. 335-352, 2019

Universidad Nacional de Educación a Distancia

Recepción: 13 Septiembre 2017

Aprobación: 19 Marzo 2018

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Espinosa Zárate, Z. (2019). Voluntad de saber en el tiempo de la posverdad. Educación XX1, 22(1), 335-352, doi: 10.5944/educXX1.19693

Espinosa Zárate, Z. (2019). Voluntad de saber en el tiempo de la posverdad. [Willingness to know in post-truth times]. Educación XX1, 22(1), 335-352, doi: 10.5944/educXX1.19693

Resumen: La creciente popularización del término «posverdad» y la consolidación, más allá de los márgenes políticos, de la corriente de pensamiento que la toma por base, plantea unos desafíos educativos peculiares a nuestra época. Tras estudiar los caracteres generales del tipo de pensamiento al que se alude al hablar de la posverdad (un movimiento de relativización que concierne no solo a nuestro conocimiento de lo real, sino a lo real mismo, entre otros), se enfoca este fenómeno en clave pedagógica, atendiendo a un aspecto que afecta enteramente al campo educativo: una cierta neutralidad o indiferencia— que puede caracterizarse como insensibilidad frente a la verdad— que el sujeto manifiesta, y que se puede interpretar como falta de voluntad: un decaimiento, fragilidad o debilidad de la voluntad de saber que afecta al Occidente actual. Una vez alcanzado este diagnóstico, se examina la necesidad de un cultivo deliberado y explícito del deseo de la verdad, que va más allá de la reacción afectiva o de la sola curiosidad, a través de una educación crítica de la voluntad. Esta ha de llevarse a cabo en dos sentidos, que corresponden a dos sentidos complementarios del querer que son distinguidos en el texto y que responden a dimensiones humanas diferentes: el querer como carencia y el querer como abundancia. Se pone de manifiesto cómo ambos tipos de querer son objeto de aprendizaje y, por tanto, deben serlo de enseñanza, y se ofrecen, finalmente, unas directrices para ello.

Palabras clave: Verdad, posverdad, educación moral, voluntad, educación afectiva, educación del carácter.

Abstract: The growing popularity of the term «post-truth» and the consolidation of the line of thought that is based on it beyond its political context, poses some educational challenges for our times. After having studied the general features of this kind of thought to which we refer when we talk about post-truth (a movement of relativisation that affects not only our knowledge of reality, but reality itself), we focus on the educational aspects involved in this phenomenon, looking into one that is entirely involved in the educational field: a certain neutrality or indifference, that can be characterised as insensitivity to truth, that the subject shows, and that can be interpreted as a lack of will, a decline, fragility or weakness of the desire for knowledge that currently affects Western countries. After reaching this diagnosis, we notice the need for a deliberate fostering of the desire for truth that goes beyond emotional reactions or pure curiosity, through a critical education of the will. This should be done in two complementary ways, which correspond to two kinds of will related to different human dimensions: will as lack and will as wealth. We highlight the fact that both kinds of will can be learnt and, therefore, should be taught, and we offer, finally, some guidelines in order to do so.

Keywords: Truth, post-truth, moral education, willingness, affective education, character education.

INTRODUCCIÓN

La posverdad fue destacada como palabra del año 2016 por el diccionario Oxford y no ha dejado de reclamar atención desde entonces. Este reconocimiento ha puesto nombre al fenómeno por el que la realidad, lo que es, deja de servir como fundamento de lo que se dice o se piensa, dejando paso a fuentes de legitimación de carácter sentimental o emotivo o, lo que es lo mismo, a la pura creencia (García Cívico, 2017). Si originalmente la palabra se empleó en contextos de carácter específicamente político, el fenómeno se ha convertido en objeto de análisis también desde otros campos del interés humano, por haber reconocido en su devenir una lógica semejante. Desde la óptica de esta generalización del fenómeno se plantea la pregunta no solo por el tipo de fundamento del pensar (Regmi, 2015), sino por la misma validez o pertinencia de una pregunta de esta clase, es decir, si esta tiene sentido. La necesidad de esclarecer los fundamentos de nuestras nociones, tanto teóricas como prácticas, se ha puesto en entredicho.

Se han hecho diversas precisiones del significado de esta corriente de pensamiento, que entronca con los movimientos pos del último siglo (López-Peláez, 2014). Pero en este caso nos interesa enfocar este fenómeno en clave pedagógica, para que, una vez hayan sido detectados y examinados sus caracteres propios y, más específicamente, los que afectan al campo educativo, pueda ofrecerse una guía de acción pedagógica que mejore el proceso de formación del educando que vive en este tiempo.

LA CULTURA DE LA POSVERDAD: RASGOS GENERALES

La cultura de la posverdad responde al sentir de que la realidad ha perdido el carácter claro, nítido y diáfano o distinto que parecía corresponderle en la época ilustrada. En tanto que generadora de interpretaciones no solo distintas, sino también contradictorias, ha dejado de servir como lugar común de referencia o punto de encuentro del pensamiento de sujetos que, fortuita o deliberadamente, conviven en un mismo espacio. El carácter confuso y oscuro con el que ahora lo real se presenta hace que la pretensión de mostrar y decir lo que es se perciba como abusiva, y se renuncie a ella como intento condenado al fracaso ab initio.

Se trata de un movimiento de relativización que es total, en la medida en que concierne no solo a nuestro conocimiento de lo real, sino también a esto mismo, es decir, se aprecia también en una dimensión ontológica. En primer lugar, en el orden ontológico, el pensamiento de la posverdad revela más que nunca, y de manera especialmente nítida y aguda, el carácter estructuralmente incompleto y poroso de la realidad. Es decir, la falta constitutiva que le afecta, que hace imposible apresarla o tenerla —en términos cognoscitivos— de forma neta. Este reconocimiento tiene que ver, metafísicamente hablando, con la constatación de la existencia de grados de realidad o de actualidad, de modo que las cosas no son nunca todo lo que son, en la medida en que cada individuo jamás agota su esencia ni tampoco sus posibilidades de realización o plenificación individual.

En segundo lugar, en sentido epistemológico el fenómeno de relativización consiste en una hipotetización o «cientificación de la existencia», en palabras de Spaemann (1993, p. 1082), tendencia que se observa en la falta de convicciones firmes o de seguridades básicas sobre las que construir la existencia individual ante la necesidad sentida de cuestionar o poner entre paréntesis todo lo que no presenta el modo claro y unívoco de ser de lo lógico-matemático. Se trata de una disolución de «todas las seguridades en hipótesis», que trae como resultado la escasez y el debilitamiento de los compromisos epistemológicos y prácticos absolutos, por la dificultad de determinar, todo lo limitada o históricamente que sea, cierto rango de verdades que se nos puedan humanamente dar.

Pero, en el fenómeno específico de la posverdad —que, aunque conectado, es distinto al de la preocupación racionalista por la certeza—, esta ambigüedad no empuja a una cierta pasividad, inactividad o anulación de la facultad de juzgar del sujeto, sino a una relajación sustancial de sus límites de acierto. Es decir, el movimiento de la posverdad no consiste en la muerte de los contenidos intencional y lingüísticamente construidos por el individuo, sino en la pérdida de su dimensión semántica o, lo que es lo mismo, en su desconexión respecto a lo real. Esto significa que la noción de responsabilidad intelectual que pudiera corresponder al sujeto se desvanece: sostener lo que antes era simplemente mentira no tiene ya las consecuencias socio-políticas que tenía antes. Ahora el centro de la atención —y aquello que determina la legitimidad de esos contenidos, la magnitud de su repercusión y su posibilidad de pervivencia social— se sitúa en el receptor y en su reacción subjetiva, que es ahora de carácter predominantemente sentimental.

Las estrategias de representación pierden su característica tensión hacia el objeto. La representación, que en su sentido más moderno era mediación de la conciencia —y que, por tanto, suponía un estar en las cosas al menos de forma indirecta—, se independiza ahora de su fuente o referencia originaria de significado, pierde su carácter mediador, intermediario entre un objeto que quisiera significarse y el sujeto cognoscente. Si el fenómeno de la comunicación era originariamente derivado y dependiente de otro más fundamental, del conocimiento, ahora su relación se invierte y el nuevo acto comunicativo desfondado se construye discursivamente a través de imágenes y textos que no remiten a una realidad recreada, sino que valen por o en sí mismos. La medida de su validez corresponde en todo caso a la envergadura de sus efectos que, al margen de la referencia a la realidad, solo pueden ser de tipo emocional.

Por parte del hablante, entonces, se exalta el carácter construido del lenguaje en un uso no referencial, se enfatiza la actividad o la elaboración del sujeto, que es válida en tanto que el lenguaje es esencialmente creativo y equivale a una legítima afirmación del sí mismo. Y, por parte del receptor, el criterio de aceptación de los contenidos se sitúa en su capacidad de emocionar, hacer simpatizar y agradar (Cebrián Herreros, 2004). Dado que el lenguaje de la imagen requiere movimiento, cambio, se recurre a la parafernalia del espectáculo, a los efectos dramáticos, para evitar que decaiga la atención sobre el contenido y, en consecuencia, sus efectos emocionales.

Este fenómeno, por el que ni la relación de los contenidos con lo real, ni el propio sujeto como emisor son especialmente relevantes, se aprecia bien en lo viral. En este caso, lo importante es significar, hacer valer los contenidos y que estén en el candelero, con independencia de su ajuste o adecuación a lo real o de su procedencia, pues su aceptación o rechazo vienen establecidos por otros motivos que son ahora de carácter social y emocional. Es decir, la legitimidad de las elaboraciones del pensamiento está basada, más allá de la veracidad del juicio particular o de la calidad de la argumentación sostenida, en los afectos que estas originan.

Desde esta perspectiva subjetivista, caracterizada críticamente por Taylor como el «individualismo de la autonomía», «todo el mundo tiene sus propios “valores”, y es imposible argumentar sobre los mismos» (2016, pp. 49-50). Es decir, son de la incumbencia de cada cual, pertenecen «a su elección vital y deberían ser motivo de respeto» (2016, p. 49). En otras palabras, cada uno «pone» o toma ciertos contenidos y tiene sus motivos para aceptarlos y, en atención a un determinado principio de libertad por el que «todo el mundo tiene derecho a desarrollar su propia forma de vida» (Taylor, 2016, p. 49), han de ser respetados.

Pero no está aquí en juego la legítima defensa de la autonomía personal —la cual es exigida por la propia noción de racionalidad, en tanto que la lleva a su realización plena—, sino una falsa autonomía, un espejismo de ella, en tanto que sus límites vienen impuestos por el sentimiento. Esta pretendida autonomía constituye, en consecuencia, una forma enmascarada de esclavitud, a saber: la que resulta de la vieja identificación del bien con el placer y del mal con su contrario (Platón, 1992): si me siento bien o me hace sentir bien, si me hace feliz, es bueno, lo cual «es de una ingenuidad bastante necia», como dice Marina («suponer que lo bueno es hacer las cosas ‘porque me apetece’ es de una ingenuidad bastante necia» (2003, p. 13)) y, además, da lugar a funestas consecuencias, tanto para el propio individuo como para los que le rodean. La autonomía, esto es, el sentido moral de la libertad, no viene dado por naturaleza, sino que es fruto de una conquista que debe entenderse en numerosas ocasiones como lucha contra nuestras propias tendencias, «Quienes entienden la libertad sin lucha fácilmente se hacen esclavos de sí mismos o de los demás» (Gervilla Castillo, 2003, p. 108).

Esto adquiere más sentido al considerar otro de los caracteres específicos de este tiempo, hijo de la posmodernidad: la diversidad y el pluralismo como valores de primer orden son traídos por una libertad que se exalta —e incluso hipertrofia— en una comprensión suya tal que la diferencia se valora por el puro hecho de ser diferencia, de modo que el propio acto de elección nacido de la voluntad libre legitima o se considera justificación suficiente de la bondad de la decisión tomada. El pluralismo como bien fundamental de una libertad sustantiva es el estandarte de los tiempos, y su resultado —la diferencia como elemento de carácter primordial o fundante— constituye el presupuesto teórico de la filosofía posmoderna. Esta culmina el movimiento crítico, cada vez más radical, de un pensamiento que había puesto durante siglos el foco de interés en la mismidad, la universalidad y la unidad, despreciando los caracteres individuales para que la variedad realmente existente de objetos diferentes pudiera acomodarse a una definición lógica.

Así pues, si arriba se estableció que en el movimiento de la posverdad el fundamento de la elección carece de un horizonte más amplio que el que determinan los afectos que su objeto suscite, ahora se afirma también que es el propio acto de decisión el que certifica la valía de la elección tomada, esto es, esta se acepta por en el puro hecho de proceder de una voluntad pretendidamente autónoma. De este modo, todos los contenidos diferentes se ensalzan por su origen y se celebra la existencia de una multiplicidad ingente de maneras de ser, incluso de modo previo al examen de su contenido o modo de ser específico. A esta «retórica de la diferencia» alude Taylor al hablar de la cultura contemporánea: «En alguna de sus formas, este discurso se desliza hacia una afirmación de la elección misma. Toda opción es igualmente valiosa, porque es fruto de la libertad de elección y es la elección la que le confiere valor» (Taylor, 2016, p. 73). Sin embargo, aunque es imprescindible la autodeterminación para una vida plenamente humana, «a menos que ciertas opciones tengan más significado que otras [podríamos añadir, en sí mismas], la idea misma de autoelección cae en la trivialidad y por lo tanto en la incoherencia. La autoelección como ideal tiene sentido solo porque ciertas cuestiones son más significativas que otras» (Taylor, 2016, p. 74).

Sin embargo, esta corriente de pensamiento emprende un movimiento universal de relativización que puede interpretarse como ataque o desprecio a una objetividad de este tipo, que pueda erigirse como referencia sagrada del pensar: la verdad. Pero cuando se desdibuja o se emborrona la verdad, se desmorona la empresa racional, tanto teórica como práctica: empiezan los primeros síntomas de falta de sentido, que se perciben en brotes de desánimo, desencanto, desengaño e incertidumbre: «Los hijos de nuestra civilización… se han vuelto cínicos y están desmotivados […]. Las sociedades del saber están hastiadas de sí mismas y necesitan para sobrevivir la importación de sangre y espíritus nuevos» (Arana, 2013, pp. 174-175). Así, «mientras nuestros hijos emigran al Nepal en busca de la sabiduría oriental, los nepalíes desembarcan en Stanford y Cambridge ávidos de hacerse con los trucos tecnológicos de Occidente» (Arana, 2013, p. 174). La ausencia de criterio racional (que no debe ser necesariamente abstracto, sino permeado o conjugado con las aspiraciones y formas locales y particulares (Benhabib, 2013), lleva a «nuevas formas de dependencia», como asegura Taylor, en tanto que allí donde todo vale lo mismo, «aquellas personas inseguras de su identidad se vuelven hacia toda suerte de expertos y guías autodesignados, que se envuelven en el prestigio de la ciencia o en una cierta espiritualidad exótica» (2016, p. 51), en busca del horizonte de sentido irrenunciable o de las fuentes de referencia ineludibles que la cultura en la que viven no les proporciona.

Este estado de indefinición, por una parte, del pensamiento, por haberse cerrado en el círculo del yo o de la conciencia —esta vez— sentimental, al haber perdido su característica tensión ontológica y, por otra, de las cosas mismas en tanto que finitas y esencial y existencialmente incompletas, genera la apatía y la falta de voluntad a la que Arana (2013) se refiere como el sentir del Occidente actual. Este puede interpretarse como decaimiento, recesión, decadencia, retroceso y debilidad de la voluntad de saber de la que es capaz el hombre a través de un ejercicio explícito y deliberado de educación crítica (Nussbaum, 2005).

Pero, como Spaemann hace notar (1993), no se puede vivir sin ciertas seguridades: somos necesariamente dogmáticos. Para obrar es necesario estar convencido de la validez de algo; la normalidad de la vida humana incluye necesariamente la asunción de lo incondicionado, es decir, de símbolos que, «aun siendo de naturaleza finita adquieren para seres finitos un carácter incondicionado» (Spaemann, 1993, p. 1078). Es decir, para vivir una vida con sentido esta ha de partir de principios que tienen para el sujeto la índole de fundamentales, no revisables o hipotetizables; en definitiva, que constituyen seguridades básicas que aportan un marco de actuación para él. Sin ellos no se podrían entender muchas obras humanas, como, por ejemplo, las luchas hasta la muerte. A este propósito dice Spaemann: «No se muere por una hipótesis […]. Sin la firme convicción de que aquello por lo que se arriesga la vida tiene sentido, no se arriesga» (1993, p. 1080), y esto ocurre aunque ni siquiera exista la posibilidad de falsación de los propios principios asumidos.

Pero, para saber o para estar convencido de algo, hace falta un primer movimiento del querer, un ‘poner’ de este tipo por parte del sujeto que está al inicio de todo conocimiento o asunción humana. Esta dimensión volitiva ha resultado especialmente afectada por los efectos relativizadores de las filosofías de la posverdad. Esto significa que, en términos educativos, se percibe la necesidad de un cultivo deliberado de la voluntad de saber, del deseo de la verdad, que es deseo de realidad en la medida en que busca la tensión o el direccionamiento de los contenidos mentales hacia lo real, que va más allá de la pura reacción afectiva que estos suscitan.

Aunque la voluntad de saber es connatural al hombre, como había dicho Aristóteles (1994), debe perfeccionarse y consolidarse para que no degenere en formas defectivas o imperfectas, como el conformismo o la mera curiosidad, y se convierta en voluntad racional humana y humanizada. Esta es la que se echa en falta en los nuevos contextos sociales y políticos en los que la fuente de legitimación del discurso y de la acción es primordialmente emocional, asentada sobre una relativización de lo real que descarta la significatividad de la verdad. La declaración de haber trascendido el paradigma basado en ella tiene su origen en un debilitamiento progresivo de la voluntad y en su consiguiente fragilidad y flaqueza, sobre todo referida al deseo racional de saber.

Si Habermas aludía a la «sensibilidad por la verdad», y también otros se han referido al cuidado de ella, aquí subrayamos que hay que quererla, lo cual implica un ejercicio conjunto del entendimiento y la voluntad, frente a la mera apetencia como principio regulador de la elección y la acción humanas. Su reclamo no proviene de un moralismo pasado de moda y anclado en la vieja metafísica, sino que se basa en el reconocimiento de que sin verdades —sin la reflexividad sobre la realidad característica de la especie humana— no podemos vivir; estas son fundamentales no solo en el terreno teórico, sino en el práctico de la acción social y política. Por ello, aunque algunos planteamientos se conviertan en negadores o destructivos de ella, la vuelven a poner sobre la mesa porque la esencia del pensamiento consiste en lidiar con ella. No cabe ningún ejercicio racional coherente, que esté dispuesto a hablar y a decir algo, que no la tome en cuenta. A saber: que no todo es todo, sino que hay cosas que son esto (o esto y esto) y nada más (Inciarte, 2005; Aristóteles, 1994).

LAS CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE LA ELECCIÓN SUBJETIVA

Hemos notado que una cualidad del movimiento de la posverdad radica en la exaltación de la elección individual, de tal modo que se admite la validez de los planteamientos mantenidos por el sujeto en base al solo hecho de que han sido decididos por él de forma pretendidamente autónoma: si yo lo elijo —puesto que puedo hacerlo—, aquello es bueno, porque es expresión de mi autonomía y, en el cariz más característico de la posverdad, porque me agrada y me hace sentir bien —y, además tengo derecho a sentirme de esta manera, en su faceta política—.

Hemos aludido brevemente a la insuficiencia de un planteamiento de este tipo: una concepción tal que fundamenta la bondad intrínseca de los contenidos elegidos en el hecho extrínseco de haber sido elegidos por un sujeto de cierta forma, anula el valor específico y positivo de estos y los iguala a todos al mismo plano: ya que todos han sido escogidos de la misma manera (Spaemann, 1993; Taylor, 2016).

No obstante, la estricta necesidad de una vida autónoma para una existencia racional no ha perdido con esto un ápice de su importancia. Lo que debe analizarse son las condiciones de posibilidad de la elección subjetiva, que remiten precisamente a aquello de lo que carece el movimiento de la posverdad: el querer racional. En efecto, para poder elegir algo, hay que quererlo, y para ello hay que presentárselo o entenderlo como bueno. Exaltar la elección subjetiva al margen de un querer sustantivo —como es propio del fenómeno de la posverdad en su característico movimiento relativizador— denota una contradicción interna en el planteamiento de la posverdad que lleva a su descalificación definitiva.

La voluntad, debilitada en el pensamiento de la posverdad, está necesitada de intervención educativa. Cultivarla implica la posibilidad de presentarse algo como bueno en sí, lo cual requiere de un proceso de deliberación moral. Esta consiste en un intento de persuadirse a uno mismo de la superioridad moral, de la verdad o verosimilitud de cierta opción sobre otras a través de un ejercicio retórico practicado sobre uno mismo. Este puede proyectarse al exterior, al presentar ante los otros como verosímil la argumentación que concluye la bondad de lo perseguido y la conveniencia de elegirlo o decantarse por ello. Aquí no está solo en juego la libertad de medios, la determinación de qué escoger para alcanzar de la forma más efectiva o exitosa una determinada meta, sino la libertad de fines, que se refiere a lo que hay que querer en último término. Son los fines los que están implicados en la discusión filosófica de ciertas verdades, cuando nos situamos fuera de un razonamiento técnico.

Aristóteles (1974) dice en la Poética que lo falso verosímil es preferible a lo verdadero inverosímil, pero esto es así en términos artísticos o poéticos, no éticos. En el campo ético lo más verosímil es lo verdadero. Nada hay tan verosímil como la verdad. Esto es lo que más persuade, y por ello es necesario atraer la mirada sobre ella para que ejerza su potencia naturalmente seductora para el hombre (su belleza). Así puede reavivarse el deseo de ella, que es deseo o voluntad de realidad, y reclamarla como el objeto que merece ser elegido. Nada es más digno de querer: en el plano teórico-técnico equivale a un crecimiento o incremento intencional, a la riqueza de nuevos logros cognoscitivos y producciones creativas; y en el ético-político representa el bien integral de la persona en sociedad, que no está ciega en la particularidad del ahora o de la circunstancia concreta, sino que se eleva a la generalidad de la vida o a la generalidad de la comunidad para determinar lo que la realiza en el sentido más pleno. Este deseo de verdad debe elevarse por encima de cualquier otro, sin importar lo doloroso o conflictivo de sus consecuencias. Esto significa que puede ser ajeno a las restricciones que la corrección política impone, dentro de ciertos límites marcados por la sensibilidad y la tolerancia humanas. Esto alude a una manifestación clara de la realidad, huyendo de los intereses particulares que pudieran querer acallarla, incluso a riesgo de acabar con un falso pacifismo que busca evitar conflictos a toda costa.

La auténtica tarea de aprendizaje y, correspondientemente, de enseñanza, no consiste en incorporar o en hacerse con verdades impartidas o reveladas, sino en la creación de una actitud de búsqueda de ellas. Como sostiene Cattani, «no solo la verdad nos hace libres, según el mandato evangélico, sino también la simple búsqueda de la verdad» (2011, p. 129), que, por cierto, no es nada simple. Mientras que la primera puede acabar siendo estéril, pues no alimenta su generación en el sujeto que la recibe, esta última provoca una transformación actitudinal del sujeto, de su estructura del querer, que es lo único que mueve a la acción con posibilidades transformadoras. La educación es, por tanto, la intensificación del deseo de no conformarse con otra cosa más que con la verdad, por lo que es primordialmente educación ética, formación del carácter. Es el querer lo que se manifiesta esencialmente necesitado de un cambio, en tanto que representa el comienzo de todo proceso de aprendizaje.

DOS SENTIDOS DEL QUERER

El deseo de verdad, o la voluntad de saber, nunca se agotan, pues nunca termina la búsqueda de ellos. La realidad desborda los límites estrechos de la conciencia humana, que apresa lo real categorizando, rigidificando y separando lo que está unido, es fluido y dinámico, en lo que constituye su peculiar y legítimo modo de acceso a lo real. Este querer la verdad es, por tanto, infinito, y tiene este rasgo precisamente porque nace de una falta, de una carencia, o, más bien, del reconocimiento de ella (Platón, 2014). Pero, por otra parte, también nace de la abundancia humana de poder pensar lo real como tal, de tener la verdad en su aspecto reflexivo, en la conciencia de la adecuación que va más allá de su pura tenencia. Es decir, el deseo de verdad surge de su capacidad de no habitar meramente el mundo, sino de poder comprenderlo. En tanto que un tipo de amor, este deseo es una experiencia simultánea de riqueza y pobreza, que es expresión de la dualidad o del modo de ser paradójico del hombre, que es, al igual que Eros, hijo de Poros y Penia, como Platón lo presenta en El Banquete (1981) y que, por tanto, tiende a lo absoluto reconociendo al mismo tiempo la radical limitación de su ser. Vamos a examinar estos dos aspectos del querer, que constituyen dos sentidos suyos, para analizar la voluntad de saber a la que nos referimos, que ha de ser objeto de especial cuidado educativo en nuestra época.

La actitud de búsqueda y el deseo de la verdad que hay que cultivar nace originariamente del reconocimiento de la pobreza esencial humana, de la insatisfacción con la situación precaria que le afecta al individuo, en la que este no se posee a sí mismo porque no ha emprendido el camino de la exploración interior, ni ha descubierto los misterios del cosmos que le rodea ni de los otros rostros que le miran (Ortega, 2013). Pero esta pobreza que le aflige se camufla, se disfraza y se reviste de la elegancia y distinción de la abundancia y la riqueza de sus productos culturales, que son ambivalentes en cierto sentido, a saber: en su carácter de réplicas o copias de lo real, de sustitutos suyos (Inciarte, 2016). El carácter esencialmente creativo del hombre le hace caer en el espejismo de estar más allá de la verdad, de no estar constreñido a lo real y poder trastocarlo a voluntad, subvirtiendo el orden natural de las cosas. El querer entonces corre el riesgo de volverse sobre sí mismo, se hipertrofia: quiere seguir queriendo su propia elección, no quiere atenerse a nada, cree no tener fronteras. La ensoñación constructora y creadora alcanza todos los límites hasta que, al olvidar el resto irreductible que escapa al control de la voluntad humana —la realidad bruta, marcada por una profunda contingencia, que él no origina—, cree quebrar el hilo que le une con ello, y se pierde y abandona a sí misma en el plácido y atractivo encantamiento de ese poder que encuentra en su fondo.

El querer la verdad en su dimensión de carencia requiere precisamente de un movimiento de contrapeso a esta tendencia: que el sujeto perciba, que caiga en la cuenta de la falta que le afecta, para que, haciéndose cargo de ella, aparezca aquel querer que le impulsa a la verdad, puesto que el ser humano es un ser que no se conforma y naturalmente busca salir de lo que percibe como imperfecto. Una expresión de esta tendencia es el deseo natural de saber, de salir de la ignorancia que le caracteriza al hombre, como Aristóteles dice en la Metafísica. En otras palabras, ante la falta, el ser humano desea, y no puede menos que hacerlo. Pero la dificultad de esta tarea específica —la operación de reparar en la propia insuficiencia, en primera persona, o de hacer notar a otro que hay algo que le falta y le convendría tener— radica en que su efectividad depende, en último término, de la adopción de una cierta actitud de humildad, modestia y moderación por parte del sujeto, que se opone a la actitud de dominio y control que el hombre ejerce sobre su técnica. La actividad productiva pone al individuo como legislador, autónomo y autosuficiente, y desde este marco de contemplación o criterio de referencia puede parecer que ninguna carencia le afecta. Además, no está en manos de nadie otorgar este saber negativo a ningún otro, sino que brota de una vivencia de la propia relatividad y contingencia que solo se experimenta en primera persona, aunque desde ella pueda reconocerse en el otro, al mirar su rostro necesitado de forma esencial (Ortega, 2013). El orgullo incapacita y elimina la posibilidad de hacer este aprendizaje, en tanto que el que no se cree necesitado de algo no desea aquello que no cree necesitar (Platón, 1981). Numerosas metodologías activas centradas en el estudiante, como el Aprendizaje basado en problemas (ABP) (Instituto tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, s.f.; García Sevilla et al., 2008), han intervenido esta faceta del querer como carencia, estructurando las experiencias de aprendizaje de tal modo que se permite que sea el propio educando el que experimente la existencia de una falta en sí mismo, para generar desde ella el deseo de paliarla e iniciar un proceso de descubrimiento. Se recupera y reconstruye así, desde la escuela, el proceso natural de aprendizaje, eliminando la cierta artificialidad que le caracteriza a esta, y acercando el aprendizaje en el contexto formal al que tiene lugar en el informal.

Sin embargo, por otra parte, el querer la verdad es hábito, fruto de la repetición de acciones de la misma cualidad, que provienen de la facultad volitiva específicamente humana. Esta se levanta sobre la libertad, que convierte al ser humano en un ser moral. La voluntad requiere esfuerzo y entrenamiento para lograr habitualidad, firmeza y estabilidad o permanencia en sus actos. Por ello, el querer la verdad no puede interpretarse meramente como carencia, sino como la expresión de la abundancia entitativa humana, su poder ser más que sí mismo, a través de los hábitos, construyéndose una personalidad moral.

Este tipo de querer es objeto de aprendizaje, y se aprende a través de la repetición y el ensayo de actos —actos de querer, en este caso—, pues, como dice Aristóteles, «lo que hay que hacer después de haberlo aprendido se aprende haciéndolo» (2014, p. 19). Aplicándolo a nuestro caso: lo que hay que querer tras haber aprendido a hacerlo se aprende queriéndolo. Facilita la tarea un cultivo apropiado del ánimo y de los afectos, con el desarrollo de una adecuada sensibilidad desde la infancia, como tanto Platón como Aristóteles notan y C.S. Lewis recoge, haciendo referencia a la «doctrina del valor objetivo». Según esta, «ciertas actitudes son realmente verdaderas y otras realmente falsas respecto a lo que es el universo y lo que somos nosotros» (Lewis, 2012, p. 23). En consecuencia, aunque los sentimientos no sean juicios, sí pueden ser racionales o irracionales «según se adecuen a la razón o no» (2012, p. 24), frente a la visión que excluye la posibilidad de que un sentimiento sea razonable o irrazonable. En este sentido deben ajustarse las emociones y afectos humanos con ayuda de la acción educativa para facilitar el aprendizaje de los hábitos, del querer racional.

Si este querer puede aprenderse, debe ser enseñado. En este sentido la imitación resulta un recurso pedagógico fundamental, pero también deben ser analizados críticamente distintos modelos de vida, esto es, quereres concretos desde una perspectiva teórica: su objeto y sus condiciones de posibilidad, examinando su validez en relación con la finalidad última humana. Esto remite al conocimiento: hay que conocer y penetrar en el querer, pues, ciertamente, no se puede querer estrictamente aquello que no se conoce. Es este, por tanto, un querer que requiere esfuerzo, también intelectivo, para dirigir y ser dueño de la propia vida, sin dejar que esta tarea quede en manos de otros, por lo que es un querer crítico. Diversas propuestas de educación del carácter han enfatizado la necesidad de una educación moral que parta de un modelo globalizador, es decir, que sea integradora de las distintas dimensiones que constituyen a la persona moral y no las trate de manera independiente (Berkowitz, 1995). A saber: para que la intervención educativa sea exitosa no cabe abordar el desarrollo del razonamiento moral, por ejemplo, al margen de una educación de los afectos o de la promoción de las virtudes (Bernal et al., 2015). Su puesta en práctica se ha llevado a cabo mediante diversas estrategias como una comprensión del sentido último del aprendizaje humano como servicio a los otros (Puig Rovira et al., 2011). Sin entrar en el detalle de estas, que no es objetivo del presente texto, se percibe que este tipo de querer como abundancia ha de ser objeto de enseñanza y aprendizaje, y queda aquí apuntado cómo ha de serlo.

En relación con este último tipo de querer, conviene detenerse un momento para distinguirlo de sucedáneos suyos, como la curiosidad. En un cierto significado de ella, esta es, en realidad, un tipo de indiferencia que mata el querer en este último sentido, porque equivale a no querer nada. El deseo firme de la verdad, la aspiración al conocimiento es a nivel volitivo lo que la curiosidad es a nivel sentimental. Esta es una forma de «concupiscencia de los ojos» (Quevedo, 2013, p. 136) que expresa una actitud contraria a la verdad o una apariencia engañosa del deseo de ella. Es decir, como manifestación del prescindir de la verdad característico del fenómeno de la posverdad que analizamos, está la cultura de la curiosidad, un modo degenerado del cuidar (Quevedo, 138), frente al cuidado auténtico de ella.

Como Quevedo recoge siguiendo a Heidegger, la curiosidad es un talante afectivo del Dasein que constituye un estado inauténtico suyo, y consiste en un movimiento vano del espíritu indiferente, insulso; un movimiento que no desencadena un impulso suficiente como para poner en marcha al entendimiento de manera radical. Es una tendencia desbocada por tener presente no ninguna cosa concreta, sino cosas siempre nuevas y distintas, saltar de novedad en novedad como distracción y entretenimiento y, por tanto, sin demorarse, sin que esto lleve a hacer el esfuerzo detenido que exige un entendimiento profundo de ellas. En definitiva, sin que el espíritu resulte agitado o conmovido de ninguna manera significativa, como tiene lugar en los acontecimientos más plenamente humanos. Así pues, en su realidad más característica no es sino una forma de indiferencia, ligera forma de entretenimiento exploratorio de vías o mundos posibles que pueden estar dotados de gran fuerza por su efectiva intersubjetividad o carácter compartido, pero sin que aparezca el ánimo de cruzar la frontera que lleva a analizar el sentido de su acceso a lo real, de examinar de manera comprometida su aspecto de adecuación con ello. La curiosidad se limita, con mucho, a notar la coherencia interna de cada planteamiento y es signo de la dispersión del espíritu, pues es un estar fuera de sí del sujeto, frente a la concentración que exigen las convicciones más firmes que puede sustentar.

La mera curiosidad que transita y se precipita de objeto en objeto desprecia la verdad. Su endeble, perezoso e inactivo querer saber no es querer la verdad porque, aunque el hombre es por naturaleza curioso, como dijimos arriba, «convertir la selva en jardín no siempre es una actividad espontánea y placentera» (Gervilla Castillo, 2003, p. 104), es decir, no se hace sin esfuerzo. La curiosidad no ahonda en su objeto, no lo comprende en su anchura y profundidad, sino que es hueco y vacío deseo de novedad, que es deseo de uno mismo, de entretenimiento. Es decir, nace del aburrimiento del sujeto y no del interés por el objeto. Pero, en realidad, no hay más aburrimiento existencial que el de no emprender la tarea más propiamente humana por la verdad.

CONCLUSIÓN

En definitiva, el gran desafío educativo que se plantea en la época de la posverdad es doble, y consiste en avivar, frente a un clima de indiferencia, insensibilidad o neutralidad, estos dos sentidos del querer, para poder querer la verdad. Se trata de recuperar lo que implica querer en estas dos dimensiones, enseñar a hacerlo en los dos sentidos apuntados, para volver a estar sensibles a la verdad. A saber: por una parte, enseñar e intensificar el querer como deseo inicial de paliar una falta, tras percibirla como tal en la propia experiencia, así como, por otra, desarrollar el querer racional, permanente y estable implicado en los hábitos. En consecuencia, la actividad pedagógica de la que el ser humano se encuentra necesitado en este sentido es amplia y profunda: exige, en el primer caso, la habilidad —retórica— de hacer que el individuo se reconozca desprovisto de algo, así como enseñar actitudes de humildad y no solo de dominio, que son requisito previo para que la operación de la ironía socrática sea efectiva y cumpla su objetivo. En este caso, se trata de despertar la motivación, connatural al ser humano, hacia el aprendizaje, suscitar el impulso que lleva a él al reconocerse como ignorante respecto de algo que puede resultarle útil o valioso. Y, en el segundo caso, requiere del análisis del querer en el segundo sentido estudiado: qué es, su objeto y sus condiciones de posibilidad y validez.

Solo si hay verdad no da todo igual, por lo que no hay mayor enemigo de la verdad que la indiferencia, que es el paso —afectivo— que avanza el movimiento de la posverdad, tras la preocupación —cognitiva— moderna por la certeza en un movimiento de relativización quasi universal. Frente a aquella indiferencia, hay que contraponer el cultivo del amor a la verdad, la voluntad de saber. Precisamente porque la indiferencia es un problema de tipo afectivo, del que está afectada la era de la posverdad, el propósito principal de este artículo se ha situado en el ámbito del querer, tan necesitado hoy de exploración y de intervención educativa.

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Notas de autor

1 Zaida Espinosa Zárate. Doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, Licenciada en Filosofía y Periodismo por la Universidad de Navarra, es profesora en la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), miembro del Grupo de Investigación «El quehacer educativo como acción» y profesora en Bachillerato. Es autora del libro Percepción, pensamiento y lenguaje (2014), así como de artículos en Foro de Educación (2017), Teoría de la educación (2016), Acta Philosophica (2016) o Anuario Filosófico (2014).
E-mail: zaida.espinosa@unir.net