La restauración del castillo de Guadamur en el siglo XIX como expresión del romanticismo en España
Abstract
Resumen:Tras muchos años de abandono y en estado de ruina, el castillo de Guadamur (Toledo) fue restaurado entre 1887 y 1900 por Carlos Morenés y Tord, IV Barón de las Cuatro Torres, VI conde del Asalto, bajo el asesoramiento de Jerónimo López de Ayala. Esta recuperación material puede ser interpretada como la culminación de un proceso iniciado a finales del siglo XVIII, sustentado por la ideología romántica y la reivindicación del medievalismo. Gracias al análisis de los libros de viajes, como nuevo género literario, y los testimonios de los periodistas románticos comprendemos la génesis de la recuperación y puesta en valor de un indudable monumento histórico-artístico.
Main Text
EL CASTILLO DE GUADAMUR, una de las más bellas fortalezas del periodo tardomedieval castellano, habría comenzado a edificarse, de acuerdo con Ruiz Alonso2 y Franco Silva3, en torno al año 1468, en mitad del conflicto de poder en- tre Enrique IV y su hermanastro el infante Alfonso. En este contexto, Enrique IV recuperará su puesto gracias a la acción de un noble, Pedro López de Ayala, II Señor de Guadamur y alcaide mayor de la ciudad de Toledo. Continuando con una tradición muy familiar en los Trastámara, la de otorgar mercedes, Enrique IV recompensará al Ayala con el título de conde de Fuensalida y el permiso para continuar las obras de su castillo4.
A tenor de este permiso, debemos colegir que es muy probable que la fortaleza ya hubiera comenzado a erigirse en tiempos del II Señor de Guadamur5, precisamente con el objetivo por parte del noble de levantar un lugar seguro, cercano a Toledo, para refugiarse en momentos de tensión e inestabilidad en la ciudad6. Bastiones nobles como el de Guadamur, en palabras de Palencia Herrejón, «denotan una posición económica y política singular, pero manifiestan, por encima de todo, una intención de simbolizar su poder, de competir –también en el terreno del arte– con otros grandes linajes toledanos»7. En otras palabras, siguiendo a Ruiz Alonso, el castillo será en estos años «uno de los centros vitales de la estrategia de poder del I Conde»8.
En definitiva, en este contexto descrito, Pedro López de Ayala, apodado el Mozo, será el fundador del castillo de Guadamur9. No obstante, debemos indicar con rigor que la fortaleza sería edificada en al menos dos fases, separadas por unos cien años. En la primera, en torno a 1466 y 1472, habría tenido lugar la edificación del primer cuerpo del palacio, la torre del homenaje, el foso o cava y la barrera10. En una segunda fase, ya en el siglo XVI, se ampliaría a un segundo cuerpo el palacio, con la creación de un enorme aljibe debajo del patio y se llevarían a cabo reformas en algunas estancias.
El palacio o patio de armas presenta una planta rectangular de 20 metros de lado y 12 metros de altura, rematado en cada uno de sus ángulos con cubos o torreones. En la parte central de cada lienzo, destacan los elementos quizá más originales de la fortaleza: los esperontes. Este sistema de puntas de flecha o resaltes triangulares, muy infrecuente en la España tardomedieval11, surge, como indica Luis de Mora Figueroa, como solución a la «vulnerabilidad de las torres de flanqueo frente a la creciente eficacia de la artillería de la pólvora», con el objetivo de restar penetración o impacto de los proyectiles12. En este sentido, será hacia 1440, pocos años antes de edificarse el palacio de Guadamur, cuando León Battista Alberti en su ensayo Sobre el arte de la construcción comience a defender las ventajas de los fuertes en forma
de estrella. Otros autores italianos se unirán a esta idea y muy pronto comenzaría a hablarse en Italia del estilo moderno o traza italiana como única solución contra el poder de la pólvora13.
En cuanto a la torre del homenaje, con una base de 10 por 15 metros y una altura de 30 m, es fiel expresión de las construcciones castellanas del siglo XV, así como elemento fundamental para la defensa y control del sitio. Cuenta con cuatro niveles y está coronada con seis garitas o escaragüaitas que suponen un curioso endemismo en la castellología europea de plena vigencia en la segunda mitad del siglo XV14. El resultado, en suma, un castillo-fortaleza señorial de una estructura excepcional, que se mantendrá, con ciertas alteraciones como veremos, hasta nuestros días (Figuras 1 y 2). Ubicado en el llamado cerro de la Ermita, de cara a la villa, su atractivo para el espectador quizá resida en esa «arrogante figura» al decir de Lampérez15 o mejor, siguiendo a Edward Cooper, en esa «armonía visual» dada por «la repetición de elementos triangulares y por el amontonamiento de masas en los ángulos»16.
En cualquier caso, esta naturaleza militar y defensiva del castillo se mantendrá al menos hasta el siglo XVI, ya que progresivamente irá acentuándose un carácter cortesano o señorial, confirmado definitivamente con la erección del segundo cuerpo, que supondrá su transformación en un espacioso patio-palacio de tres plantas. No obstante, no será preciso aún este carácter señorial para acoger antes a ilustres invitados como Felipe el Hermoso el 11 de julio de 1502. De acuerdo con el cronista Antonio de Lalaing en su Relación del viaje Felipe por España, aquel día, Felipe, «hallándose un poco débil y delicado, por los grandes calores y los vapores pestilentes de la ciudad, fue, para cambiar de aire, a jugar con algunos de sus grandes señores a un castillo y pueblo llamado Guadamur […] donde el conde de Fuensalida, señor del lugar, le recibió y obsequió muy bien, y, para pasar el tiempo, hubo corrida de toros»17.
Una de las razones que llevarían al rey Felipe a Guadamur se encuentra el hecho de que por entonces Guadamur era considerado, incluso en pleno estío toledano, «plaza agradable y fresca, a causa de las aguas y cisternas que allí abundan»18. Sin embargo, el hecho diferencial que explicaría esta visita del rey sería que Pedro López de Ayala, III Conde de Fuensalida, nieto del fundador del castillo, nunca habría escondido su apoyo a Felipe frente a Fernando, siendo, de acuerdo con Franco Silva, uno de los aristócratas más afectos al nuevo rey19. Todo esto, pues, nos ayuda a comprender la influencia de los Ayala en esta época, así como la posición central de su fortín, como símbolo de poder y espacio de representación social.
A lo largo de todo el siglo XVI el edificio se mantendrá en uso activo y valorado. Sabemos, por las relaciones topográficas de Felipe II, que en 1576 continuaba en buen estado y con un representante del Conde a su cargo y responsabilidad. Así, como puede leerse en este documento, el 12 de febrero de ese año, varios vecinos de la villa declararían ante el escribano Luis de Mendoza que el pueblo «tiene un castillo a la parte de oriente, de muy buena fábrica y hechura con su cava a la redonda, y que es hecho de argamasa, y que tiene sus armar antiguas de tiros de hierro colado y de bronce, y armas de armas y escopetas, y tiene su alcaide con su salario puesto el dicho Conde de Fuensalida, y que no tiene ninguna preeminencia»20.
Siguiendo con esta línea de ilustres visitantes, algunos autores han asegurado, aunque sin fundamento histórico, que habrían pasado por el lugar otras relevantes figuras como el cardenal Cisneros,21 el emperador Carlos V22 y la princesa de Éboli. En el caso de Ana Mendoza de la Cerda, el estudio biográfico de Gaspar Muro confirmaría con claridad que la princesa, tras su encierro en Pinto, no sería recluida en el castillo de Guadamur en 1580, sino en el de San Torcaz (Madrid). Así, en una carta dirigida a Felipe II el 7 de noviembre de 1579 Mateo Vázquez señalaría que la fortaleza del Conde «parece que no está sino en otro lugar tres leguas de allí [respecto a la villa de Fuensalida], que se llama Guadamur, y que es muy fuerte y de mucho y buen aposento»23. Este escrito, aunque escueto y poco preciso, hace pensar que el castillo tendría en aquellos años una función de cárcel. Una idea que Richard Kagan confirmaría al afirmar que en este lugar fue recluido por la Inquisición el visionario Miguel de Piedrola Beaumont, quien, junto a otra adivina, Lucrecia de León, había profetizado la destrucción de España en 1588 y otra serie de calamidades y designios24. El Santo Oficio elaboraría en 1590 para el propio Felipe II un detallado plano del castillo y prisión de Piedrola25.
No obstante, este tipo de situaciones en las que los castillos o palacios rurales de los nobles gozarían de cierta importancia política o estratégica, comenzará a cambiar por lo general ya en este siglo XVI. Torres Balbás señalaba que, en especial a finales de siglo, coincidiendo con el establecimiento de la corte en Madrid, muchos nobles castellanos abandonarán «la vida rural, el patriarcado sobre los labriegos y la directa vigilancia de sus grandes posesiones, trasladándose junto al monarca tras la limosna del favor regio»26. En el caso de Guadamur, el castillo seguirá en el siglo XVII custodiado por alcaides27 bajo el dominio de los condes de Fuensalida, manteniendo aún un carácter defensivo con una armería dotada de instrumentos preparados para el combate. De esta manera, agotada Castilla, Felipe IV solicitará al VI Conde de Fuensalida armamento del castillo hasta en tres ocasiones (1637, 1641 y 1659) con el fin de apagar los múltiples fuegos de la Guerra de los Treinta Años, Cataluña, Portugal, etc.28 Como veremos más adelante, la armería del edificio seguirá teniendo, salvando los años de abandono, un cierto protagonismo por la buena suma y calidad de sus objetos militares29.
Al menos desde mediados del siglo XVIII el palacio habría perdido ya esta función señorial y militar, manifestando un principio de abandono. Así podemos comprobarlo en las cuentas de Manuel López de Ayala y Fernández de Velasco, XIII Conde, donde en 1742 se declaran en arrendamiento «unas piezas del castillo para echar granos»30. Asimismo, una década después en el Catastro del Marqués de la Ensenada se hablará de «un fuerte o castillo inmediato a la población… aislado con la cava que le circunda, el cual se compone de una torre, una Plaza de Armas, y distintas piezas medio arruinadas»31. ¿Hasta qué punto se encontraban los propietarios des- vinculados de su fortaleza? Si en tiempos anteriores parece haber actuado como segunda vivienda o residencia de verano, estos testimonios apuntan a un evidente abandono y desinterés, con unos propietarios asentados en la capital y desprovisto ya de alcaide o persona responsable de la seguridad del sitio32.
Es en este punto de nuestra narración donde debemos destacar la información y las ideas que nos aporta una fuente fundamental del siglo XVIII, como son las Relaciones de Lorenzana. A iniciativa del por entonces obispo Lorenzana, y con la ayuda de Tomás López, geógrafo del rey, se ideará un cuestionario para recabar información de los pueblos de Toledo y crear un diccionario geográfico e histórico. En particular, estas preguntas debían ser respondidas por los vicarios, jueces eclesiásticos o curas párrocos del arzobispado de Toledo. En el caso de Guadamur, sería el sacerdote de la villa, Juan José de Funes, el encargado de responder a estas preguntas en el año 1788.33 Así, de manera sucinta, pero precisa, el cronista irá describiendo con sus palabras todo aquello que va observando en su recorrido por el castillo, aportando interesantes datos sobre la existencia y ubicación de algunos elementos hoy perdidos. Si bien, nos interesa en especial para nuestro estudio la valoración que realiza el párroco del estado de conservación de la fortaleza34.
A través de una lectura de este documento, podemos crearnos una imagen del grado de abandono del sitio. Por ejemplo, cuando se señala el mal estado de algunas inscripciones que en un pasado habrían ocupado sitio en varias estancias («Otras inscripciones hay, pero por no percibirse bien no se pueden poner, pues están muy confusas y borradas») y la ruina precisamente de alguna de estas salas («y a los veintiséis escalones se encuentra otra sala con bóveda, no tan destruida como las demás…»). Asimismo, las descripciones del aspecto exterior del edificio también evidencian este deterioro, como cuando se alude al estado del recinto exterior («si bien que no en todas partes o extremos de la obra está con sus antiguas almenas y otros detalles, pues el circo de la muralla está desmantelado»). Por las palabras del sacerdote, interpretamos que la estructura original del edificio se mantenía («se observa que la torre y los lienzos de las demás paredes están firmes, sin aberturas y sin perder todavía sus líneas») concentrándose, según la crónica, los mayores desperfectos en el interior.
Sin embargo, y pese a la importancia para nuestro trabajo de lo anteriormente citado, merece destacarse la última frase de Juan José de Funes en su descripción: «Un castillo de esta clase es lástima no se repare y se ponga el mejor cuidado en su conservación. Lo cierto es que, si lo van dejando, se arruinará con el tiempo y, reparándolo ahora, podrían habitarlo muchos vecinos y estaría limpio y curioso»35.
Este testimonio puede ser interpretado de maneras muy diversas36. En cualquier caso, se trata de la primera denuncia del mal estado de conservación del edificio. Observamos, asimismo, en las palabras del párroco una cierta conciencia social sobre la conveniencia de que «un castillo de esta clase» se repare y conserve, con fines prácticos y de habitabilidad. Pero yendo más lejos: ¿Puede considerarse esta denuncia del párroco un incipiente alegato por la defensa, en clave cultural, de un edificio medieval? Aunque no parece posible, sí debemos en cambio subrayar el importante precedente, en el ámbito del patrimonio, que supondrá la idea por parte de Lorenzana de emprender esas relaciones o descripciones de edificios y poblaciones de la diócesis. Considerando el carácter ilustrado del obispo, posteriormente cardenal, esta iniciativa podemos interpretarla como un primer instrumento de conservación preventiva en el marco de una conciencia de establecer censos o inventarios de las riquezas patrimoniales del país.
Como señala Peris Sánchez, hasta la Ilustración, la intervención sobre la arquitectura construida se plantea con fines prácticos, para resolver problemas funcionales o constructivos, para subsanar deficiencias en la edificación o introducir mejoras en su funcionamiento.37 En otros casos, las intervenciones se definirán como afirmaciones políticas o culturales, prevaleciendo en muchas intervenciones un estilo sobre otro, especialmente restauraciones barrocas o neoclásicas que eliminan o transforman las partes anteriores. Así, a lo largo del siglo XVIII asistiremos, por ejemplo, a restauraciones de obras góticas en las que se añaden o modifican elementos ajenos e independientes de la fábrica medieval.38
A una falta de conocimiento de los estilos medievales por parte de los arquitectos españoles, debemos sumarle el desinterés que a principios del siglo XIX existía por los monumentos de época feudal. De forma gradual, a raíz de varios acontecimientos, como la destrucción sistemática de patrimonio medieval durante la Revolución Francesa, irá configurándose una nueva mentalidad que acabará conllevando, primero en Francia, Alemania e Italia y más tarde en España, la valoración de los historicismos y los estilos medievales.
En este largo camino hacia la revalorización del medievalismo, el romanticismo tendrá un papel fundamental como nueva y revolucionaria corriente de pensamiento. Aunque su precisa definición no está exenta de problemas, podemos afirmar que el romanticismo supondrá un cambio profundo en los valores estéticos, al poner el acento en la sensibilidad personal, en las emociones y en las experiencias subjetivas. Este aspecto es esencial, ya que con él nacerá una nueva valoración de la obra de arte, situándose la parte emocional como criterio a un nivel igual o superior a la parte racional. En otras palabras, cambiará la actitud de enfrentarse al monumento39.
Será en este contexto donde debamos ubicar el origen de los libros de viaje como un novedoso género literario hijo de las ideas románticas en boga. Sin duda, estos libros, manuales o guías de viaje serán unos excelentes vehículos para despertar y motivar el interés de la sociedad por monumentos como el castillo de Guadamur. Muchos viajeros sentirán necesidad de recorrer países y regiones enteras, propias o foráneas, con el fin de visitar edificios en ruinas, excitar la propias emociones y sensibilidades y evadirse, en fin, con la añoranza de un tiempo pasado, fuertemente idealizado y cargado de simbolismo.
Estos libros de viajes conformarán a todas luces un género ambivalente, recogiendo tanto manifestaciones extremadamente subjetivas, poéticas y emocionales, junto a descripciones científicas, a menudo con un alto grado de detalle e información. Si bien, destacará en todos estos libros, en palabras de García Alcázar, «la elevación del monumento y la ruina a nivel de sujeto literario, fomentando su protagonismo en esta sociedad romántica».40 Uno de los principales exponentes de esta nueva literatura, nacida en Francia, será la monumental edición de Voyages pittoresques et romantiques dans l´Ancienne France (1820) editada por el barón Isidore Taylor. Considerada un hito clave en Francia en el campo de la edición, las artes ilustrativas y el turismo, constará de veinticuatro volúmenes en los que, a través de un recorrido por todo el país, se expondrá una descripción y una firme defensa de la historia de la arquitectura monumental francesa.
Aunque, sin duda, la principal cualidad que llamará la atención de esta publicación será el uso, a sugerencia de Charles Daguerre, de la novedosa técnica de la litografía, inventada en 1796 como procedimiento de impresión que permitirá reproducir cualquier dibujo a partir de una matriz en piedra caliza. Una técnica que será recurridísima en este género y facilitará la copia de los dibujos hechos a mano por los viajeros, además de significar un poderoso e impactante recurso expresivo.
En el siglo XIX, España se convertirá en uno de los lugares de preferencia para los viajeros románticos. La Guerra de la Independencia española (1808-1814) alimentaría el interés de muchos combatientes, y posteriormente de otros ciudadanos, por el paisaje y riquezas medievales del país. De esta manera, algunos de estos soldados aprovecharán su estancia en el país para describir en forma de Memorias sus recuerdos de aquellos años.41 Tales serán los caso de Andrew Blayney y Edward Hawke Locker, soldados ingleses que viajarán por toda la geografía española describiendo la belleza del paisaje pese a la desolación y los estragos de la guerra. Asimismo, Washington Irving o Chateaubriand serían otros exponentes de esta primera oleada de viajeros románticos en España, caracterizados por la búsqueda, especialmente en Andalucía, de las consideradas «artes exóticas», el árabe y el gótico.
Al mismo tiempo, durante estos primeros años de siglo, tendrán lugar las primeras regulaciones del patrimonio. Así podemos comprobarlo con la Instrucción de Carlos IV del 26 de marzo de 1802 y la Real Cédula de 6 de julio de 1803, estableciendo a la Real Academia de la Historia como la encargada de la inspección general de las antigüedades, así como la creación de un listado de objetos bajo esa denominación. Sin embargo, la noción de patrimonio en este documento será aún muy limitada, utilizando como criterio base la antigüedad.42 Lo que supondrá un fuerte impacto para el devenir del patrimonio serán las posteriores leyes desamortizadoras, a través de las cuales numerosas obras y monumentos artísticos serán incautados por el Estado. Especialmente, de acuerdo con Pedro Navascués, «el detonante que generó un mecanismo de defensa» será la política desamortizadora de Espartero, que confiscará no sólo bienes nacionales sino aquellos del clero secular. Así, para frenar las consecuencias de la desamortización, nacerá la Comisión Central de Monumentos Históricos y Artísticos y las Comisiones Provinciales mediante Real Orden (13-VI-1844).43
El interés por el patrimonio español se verá también alimentado con la difusión de las obras de George Borrow (The Bible in Spain, 1843) y Richard Ford (A Handbook for travellers in Spain, 1845). En el primer caso, Borrow pasaría una estancia de cuatro años en España (1836-1840), recorriendo todo tipo de caminos y respirando ambientes tanto urbanos como rurales en el contexto de la Primera Guerra Carlista. Debemos detenernos más, en cambio, en la figura del inglés Richard Ford. Su Manual para viajeros por España, fruto de su estancia entre 1830 y 1833 significará, no sólo la composición de una de las primeras guías de viaje por España en su país, sino una particular visión, nunca antes ofrecida, sobre la realidad española de aquellos años. Periodista y dibujante en varias publicaciones, aceptaría por encargo la realización de un viaje por España con el objetivo de confrontar los tópicos sobre el país mediante una visión objetiva. La suya no será una obra con pretensiones comerciales, ni bajo una necesidad imperiosa de obtener dinero, lo que le llevará a visitar lugares menos conocidos y fuera de ruta.
Entre estos lugares, Ford visitará varios monumentos en Toledo, como el de Guadamur, al cual dedicará una breve, pero precisa y fiel descripción. Se trata de la primera referencia que nos ha llegado del castillo tras dos guerras –la de la Independencia y la Carlista– que pudieron haberlo dañado gravemente: «En elcamino de Montalbán, en el pueblo de Guadamur, a dos leguas y media de Toledo y cerca de Polán, hay un castillo muy compacto en pequeña escala, pero bien conservado exteriormente, con torrecillas o garitas angulares en la torre. Las habitaciones en ruinastienen algunas inscripciones góticas. Las armas de los condes de Fuensalida, sobre la entrada, aluden a Pedro Lope de Ayala, primer conde y favorito de Enrique IV».44
Desde 1799 el edificio formaba parte del patrimonio de los duques de Frías. De acuerdo con Velo Nieto, los descendientes en línea directa de los Ayala habrían tenido ese año «un complicado y ruidoso pleito» con la casa de Frías, vinculándose a esta familia el título y bienes de los Condes de Fuensalida, entre ellos el castillo. Por entonces, siguiendo al autor, se encontraba en un estado de «auténtica ruina». 45 Pocos años después, Francisca de Paula y Benavides, XIII duquesa de Frías, denunciaría ante el Consejo de Castilla los excesos y daños producidos en el castillo por parte de algunos vecinos de Guadamur.46 Su marido, Diego Pacheco Téllez-Girón, fallecerá en París siendo embajador de Napoleón. En cuanto a su hijo, Bernardino Fernández de Velasco, XIV duque de Frías, se verá obligado a exiliarse a Francia tras la guerra de la Independencia por apoyar al bando francés. Regresará, eso sí, en 1849, falleciendo dos años después.47
En torno a 1842 y 1846, será Nathaniel Armstrong Wells quien, profundizando en la visión de Richard Ford, ofrecerá el análisis más certero del edificio por estos años. Wells aludirá también a su buen estado exterior: «El castillo mejor conservado de estos alrededores, y el más hermoso edificio, es el de Guadamur. No es grande, pero es imposible que una residencia-fortaleza sea más completa y más compacta […] Vistodesde fuera, nada indica que este edificio sea una ruina». No dirá lo mismo del interior, cuyas estancias, como vimos, comenzarían a mostrar signos de ruina al menos desde mediados del XVIII: «Aunque la mayor parte de las bóvedas y los muros interiores se han derrumbado, todas las habitaciones han de ser recorridas, así como las inscripciones en vieja letra gótica que rodean las paredes de algunos de los apartamentos».48
Wells priorizará en su relato, como Ford, el análisis objetivo por encima las impresiones personales y los sentimientos evocadores, conjugando tanto criterios artísticos como de funcionalidad. De esta manera, hará alusión a aspectos como las proporciones del edificio o la elegancia de ciertos elementos como las torrecillas, junto a otras observaciones dirigidas hacia la comodidad y la propia habitabilidad del inmueble. Por último, encontraremos en esta guía de Wells otra característica común que hemos aludido ya sobre este género literario: las ilustraciones. En este caso, nos hallamos ante la litografía más antigua que conocemos del castillo de Guadamur (Figura 3).
Se trata de una vista general y oblicua de la fortaleza desde el mediodía.49 En ella observamos en un segundo plano el monumento, gallardo y teatral, algo estirado en sus líneas, sumergido en una atmósfera mística de grandes sombras y penumbras, ofreciendo al lector una visión pintoresca del monumento. Desde el punto de vista arquitectónico, la ilustración confirma la descripción del autor sobre el buen aspecto exterior del edificio, pese a la desaparición de algunas almenas en el coronamiento del palacio y a los daños producidos en algunos cubos del recinto exterior. Por otra parte, en primer plano se sitúan en el centro dos personas bien ataviadas, una de ellas con sombrero y la otra con capucha, una vara y a su lado un perro. La escena parece representar al viajero, junto a un vecino local, conversando ante el monumento. Cabe suponerse que la inclusión de figuras frente a la obra protagonista se deba, como podrá verse en posteriores dibujos y fotografías, a cuestiones de escala con el fin de que le lector perciba correctamente el tamaño real del edificio.
En definitiva, todas estas publicaciones, resultado de los viajes por España de expediciones extranjeras, influirán en el ámbito nacional con la edición de guías y manuales de carácter pintoresco. Quizá, entre todas ellas, la más paradigmática en el caso español sea la monumental Recuerdos y bellezas de España, que será publicada entre 1839 y 1865. Los textos, redactados por Pablo Piferrer, José María Quadrado, Pi i Margall y Pedro de Madrazo, estarán acompañados de ilustraciones de Francisco Javier Parcerisa, que en su momento se venderán por entregas bajo fines comerciales. Para nuestro interés, en el tomo segundo dedicado a Castilla La Nueva (1853), Quadrado será el encargado de ofrecernos una nueva descripción de nuestro monumento.50
En consonancia con los anteriores viajeros, el autor hará hincapié en el estado ruinoso del interior: «Pero cuanto lozano y robusto se muestra el esterior, otro tanto ofrece de ruinoso ácia dentro, hundidos los tres pisos de sus estancias, confundido el cuadrado patio con los salones sin techumbre que por dos filas de arcos con él comunicaban.51 Si bien, a diferencia de los anteriores textos, en el relato de Quadrado es posible advertir ya una mayor conciencia patrimonial hacia el monumento a través del lamento que ofrece el autor sobre el estado de conservación de ciertos elementos del edificio («pero allí también no sabemos qué bárbara mano despojó de su corona los modillones que la guarnecen»).
Y, nuevamente, volvemos a encontrarnos con una litografía sobre el castillo (Figura 4). En este caso, será firmada por Francisco Javier Parcerisa a partir de un perfil de Cecilio Pizarro Librado, pintor y dibujante que basará su carrera entre Toledo y Madrid, retratando escenas cotidianas, en sintonía con la estética costumbrista propia del romanticismo. De la obra original de Pizarro, un dibujo compuesto sobre papel verjurado entre los años 1840 y 1847, derivarán buena parte de las reproducciones del palacio publicadas en el siglo XIX.52 Como en el caso de la litografía de la obra de Wells, el dibujo de Pizarro y sus emulaciones continuarán conjugando a un mismo tiempo el criterio estético con la razón histórica.53
No sabemos si alentados por el relato de José María Quadrado o bien por otras razones, la Comisión Central de Monumentos enviará una misiva el 2 de marzo del año 1853 al propietario del castillo, para rogarle mayor cuidado y atención en la conservación del inmueble. Aunque por desgracia no conservamos ese documento, sí contamos al menos con la respuesta remitida por José María Bernardino Fernández de Velasco, XV duque de Frías, al por entonces Vicepresidente de la Comisión, Pedro Colón y Ramírez, duque de Veragua. Valga referir que, tras el fallecimiento de su progenitor en 1851, obtendría con 15 años el título de duque y los bienes del patrimonio familiar, entre ellas las fortalezas de Guadamur y Oropesa.
En la carta, el duque de Frías reconoce estar al corriente del deseo de la Comisión de que «se conserve lo que queda en pie del castillo de mi propiedad […] como edificio de mucho mérito por su construcción y antigüedad», dedicándose por ello a «averiguar el estado en que se hallase» no quedando en pie, según el propietario, más que las murallas o paredes maestras «por efecto de las guerras y vicisitudes que han sobrevenido en este siglo».54 Finalizará su escrito el duque de Frías certificando que ha dado orden a los administradores de su casa inmediatos a aquel punto «las más oportunas instrucciones a fin de que se custodie y preserve todo lo posible lo que hay existente».55 Único en su forma y contenido, este importante testimonio define bien en estos años centrales de siglo una preocupación, cuando menos una conciencia y deber, por la conservación de estos monumentos. En el caso de Guadamur, nos encontramos ante la primera manifestación de una institución pública por la defensa del monumento como bien patrimonial.
En efecto, las Comisiones Provinciales de Monumentos Históricos y Artísticos, nacerán por Real Orden el 2 de abril de 1844, con el primer objetivo de tomar nota de «todos los edificios, monumentos y objetos artísticos de cualquier especie[…] y que por belleza de su construcción, por su antigüedad, el destino que han tenido o los recuerdos históricos que ofrecen sean dignos de conservarse, a fin de adoptar las medidas oportunas para salvarlos de la destrucción que los amenaza[…] procurando sacar de ellos todo el partido posible en beneficio de las artes y de la historia».56 La tarea de registrar cada uno de estos monumentos sería ardua y de largo recorrido, llevándose a cabo mediante la colaboración de artistas o personas locales conscientes del valor de este patrimonio y capaces, en definitiva, de suministrar datos útiles a tal fin referido.57 Desconocemos si tras el aviso y recomendaciones de la Comisión, el duque de Frías cumpliría su palabra de frenar el deterioro del edificio y su progresiva ruina. Lo que es seguro es que, desde esta comunicación en 1853, el fortín no será intervenido, continuando en su actual estado, si no peor, hasta 1887. No obstante, el interés hacia el monumento por parte de viajeros, curiosos y eruditos no decaerá y seguiremos asistiendo a la publicación de textos,58 ilustraciones y fotografías, especialmente éstas últimas a partir de los años setenta del siglo XIX, realizadas por relevantes figuras como Casiano Alguacil.
Este contexto ideológico al que nos referíamos, definido por el gusto romántico y el cambio de percepción sobre los valores estéticos, condicionará enormemente la historia de la restauración monumental en España y marcará un antes y un después en la conciencia del valor de estos edificios y el deber de su protección. En este sentido, aunque la arquitectura gótica sea la protagonista en este siglo, no debemos tampoco olvidarnos de la atención que despertarán los edificios románicos y árabes. García Alcázar destaca como ejemplos las restauraciones decimonónicas de la catedral de León, la iglesia de San Martín de Frómista o la mezquita de Córdoba.59
Respecto al de Guadamur, en 1880 se producirá un importante acontecimiento. El XV duque de Frías decide vender el castillo a tres particulares: dos vecinos de Guadamur (José Guillermo Sánchez de Diego y Bonifacio Rodríguez Sánchez) y uno del cercano pueblo de Gálvez (Ildefonso Bejerano Vázquez).60 En el contrato de compra-venta se describirá al edificio como «castillo ruinoso […] compuesto de una torre, plaza de armas y varias piezas todo de muy mal estado […] sin carga ni gravamen de ningún género». ¿Qué motivos conducirían al duque de Frías a vender y a estos tres vecinos a comprar el monumento? La venta del monumento de Guadamur, por 625 pesetas, no sería por parte del duque la única transacción de estos años. Así, como leemos en su obituario de 1888, en los últimos años de su vida el duque vendería gran parte de sus bienes y palacios: «Tenía cinco o seis administraciones verdaderamente importantes; pero de todas estas positivas grandezas,recuerdo brillante de un glorioso pasado, no le quedaba casi nada a la casa actual». Entre estas operaciones, vendería también otro castillo, el de Oropesa (Toledo).61 ¿Estaríamos ante una simple operación de saneamiento de propiedades o ante la imperiosa necesidad de un noble para evitar la ruina?
El duque de Frías o la casa de Osuna representarían, pues, ese grupo social en España, la nobleza, en especial la de sangre, que a finales de siglo XIX se hallará inmersa en pleno proceso de decadencia. Un declive que, como ha analizado recientemente Hernández Barral, se prolongaría de forma gradual durante todo el siglo XIX y parte del XX y llevaría a los nobles a la necesidad de cambiar y adaptarse a los nuevos tiempos para sobrevivir como grupo privilegiado.62 Algunos de ellos no lograrán adaptarse y tras una mala gestión de sus fortunas acabarán incluso arruinándose. Otros, en cambio, como el VI Conde del Asalto, serán excelentes exponentes del caso contrario.
En efecto, Carlos Morenés y Tord (1831-1906), IV Barón de las Cuatro Torres, VI Conde del Asalto, será el perfecto ejemplo de noble que conseguirá adaptarse, sobrevivir a una época dominada por la burguesía y obtener el reconocimiento social por su labor histórica, artística y erudita. En 1887, tras siete años bajo la propiedad de tres particulares, Morenés comprará el monumento de Guadamur e iniciará su restauración más profunda hasta nuestros días.
Nacido en la Nou de Gaià (Tarragona) y descendiente de un antiguo linaje catalán –los Morenés–,63 varias serán las circunstancias que configuren la personalidad del Conde del Asalto. El primer rasgo que destacaremos será su interés por la política y la gestión de los asuntos públicos de su ciudad, iniciando su trayectoria como concejal del Ayuntamiento de Tarragona en 1857. Afiliado al Partido Moderado en 1860 y diputado a Cortes durante dos ejercicios (1864-1865, 1867-1868) defenderá la causa alfonsina en la Revolución de 1868 como miembro de la organización de Orden Social. Ideológicamente Morenés siempre será un firme defensor de los principios más conservadores y confesionales del liberalismo, como reflejarán sus obras e intervenciones en prensa y en Cortes.64 El mantenimiento de estos principios y el reconocimiento local cosechado le conducirán más adelante a ser elegido senador por la provincia de Tarragona durante varios periodos conservadores y a ser nombrado en 1884 Hijo Predilecto.65 En 1858 se casará con Fernanda García-Alesson y Pardo de Rivadeneira, condesa del Asalto y marquesa de Grigny, fijando su residencia en Madrid (Calle de la Farmacia, 2), aunque nunca dejará de visitar por temporadas sus domicilios de La Nou de Gaià, Tarragona y, como veremos, Guadamur.66
No obstante, si existe un rasgo definidor de esta importante figura será su gran afición, ya desde joven, por los estudios históricos, heráldicos y arqueológicos, faceta que será constante a lo largo de su trayectoria. Ejemplo de ello serán sus diversos ensayos como El blasón de Tarragona. Ensayo crítico histórico acerca de cuáles su verdadero y legítimo estudio heráldico (1891), El casco de Jaime I el Conquistador(1894) o La espada llamada de Alfonso VI que se conserva en Toledo (1898). Entre otros honores, será elegido Académico correspondiente de la Real Academia de la Historia y socio de honor de la Reial Societat Arqueològica Tarraconense. Una vocación, un interés que le hará formar parte de la Comisión de Monumentos de la Provincia de Tarragona, colaborando en la restauración del monasterio de Poblet, donde llegaría incluso a aportar, al decir de Rovira i Gómez, parte de su propio capital.67
Todos estos aspectos que dibujan la personalidad de Carlos Morenés y Tord nos ayudan a comprender en buena parte la atracción que pudo sentir hacia un monumento medieval abandonado y en ruinas, con una gran historia detrás y emplazado en un lugar cercano a la Ciudad Imperial, como es el sitio de Guadamur. Si bien, la figura indispensable que nos falta aquí por añadir será la de Jerónimo López de Ayala y del Hierro (1862-1934), conde de Cedillo, yerno de Morenés, y la persona que le animará a comprar el castillo en 1887. El conde de Cedillo será uno de los principales intelectuales y hombres de ciencia toledanos de finales de siglo. Archivero, bibliotecario, arqueólogo, se doctorará en Historia y, junto a otros, fundará en 1893 la Sociedad Española de Excursiones, una de las instituciones que mayores esfuerzos dedicaría en difundir, través de la mirada al monumento, el respeto y valoración hacia el patrimonio artístico español.68 En lo personal, Jerónimo López de Ayala, de profundas convicciones cristianas, contraerá matrimonio en 1885 con una hija de los condes del Asalto, María de los Dolores Morenés y García-Alesson, muestra inequívoca de la clara sintonía entre ambas familias, al margen de quedar demostradas, como hemos visto, unas mismas inquietudes intelectuales, ideológicas y morales en estas dos personalidades.
Así, el 4 de mayo de 1887, ante el notario Mauricio Sánchez Figueroa, algunos testigos y los propietarios del inmueble, Carlos Morenés y Jerónimo López de Ayala, representados por el presbítero Juan López de Hazas, comprarán el castillo de Guadamur a cambio de un pago de 1833 pesetas y 32 céntimos.69 Pese a la representación del conde de Cedillo junto a Morenés como comprador en el contrato, nada nos hace pensar que su figuración fuera algo más que simbólica, refiriéndose en adelante los autores al conde del Asalto como el único propietario. En este sentido, una circunstancia que no debemos minusvalorar es la situación de Jerónimo López de Ayala como descendiente directo de los condes de Fuensalida, fundadores y moradores del palacio hasta 1799; hecho fundamental que reforzará el interés del conde de Cedillo por recuperar no ya sólo para el patrimonio nacional, sino para el propio familiar, un monumento del pasado.
¿Cuál sería, pues, el estado de la fortaleza en 1887? De acuerdo con el propio conde de Cedillo tres años después de iniciarse la restauración, la ruina del interior sería mayor que nunca, contrastando en cambio con el aspecto exterior: «Imaginaos unos vetustos muros y torreones que, si por sus elegantes contornos y buena conservación relativa parecen encerrar espaciosas cuadras y salones anchurosos, solo en realidad contienen una gran habitación cuya techumbre es el espacio infinito».70 Una particularidad que, como hemos tenido ocasionar de comprobar, no pasa desapercibida a cada visitante y evidencia la buena fábrica del solar. En este sentido, fotografías como las del citado Casiano Alguacil o Miquel Matorrodona, mucho más detalladas que las ilustraciones, nos ofrecerán una imagen sólida, pese a ciertos desperfectos aislados, de la estructura del edificio. En cuanto al interior, como podemos observar en las fotografías del archivo del conde del Asalto, «un arco roto aquí, una quebrada bóveda acullá, un fragmento de gótico antepecho á la izquierda, un desgastado brocal al lado del opuesto, escombros y yerbas por todas partes...».71
Como señalaría Rodrigo Soriano, político, escritor y periodista, el paso del tiempo, unido a la mano del hombre llevarían a «duendes y fantasmas, con su cortejo de buitres y murciélagos» a habitar los salones y crujías del monumento. Soriano, en línea con el conde de Cedillo, hablaría de que «un día cayeron las bóvedas, otro, vanas paredes, más tarde los matacanes de la torre se desmocharon, y para colmo dedesdichas, los villanos, temerosos y todo, cargaron con las piedras. 72 ¡Ah, si hubiera despertado Fuensalida con su poderosa espada![…] Las paredes se fueron ennegreciendo; creció hierba en la plaza de armas, y los escudos, almenas y cubos se plagaron de ramillos, parásitos y amarillas florecillas…».73
Alfredo Escobar (bajo el alias Mascarilla), por su parte, destacaría la presencia de cegados fosos y ventanales, el escombro de las dependencias, las hierbas de las junturas de las piedras… En definitiva, la «desolación y miseria» que el conde del Asalto encontraría en una de sus excursiones. Sin embargo, a juicio de Escobar, aquel estado de ruina y abandono, lejos de ser un freno a sus deseos, debió de suponer, por encima de todo, «una poderosa tentación», y excelente acicate para un «enamorado del arte, de voto ferviente de la historia, idólatra de la arqueología».74 En este sentido,
su interés y preocupación por la restauración del monumento le llevará a buscar una residencia en el pueblo (calle de San Ildefonso) e, incluso, a habilitar una pequeña dependencia exterior dentro del recinto del castillo, conocida como «Casita de la Mora». Las obras serán ejecutadas por un grupo de obreros bajo la dirección de Lucas Moraleda, ganador de la subasta de las obras.
Así las cosas, daría comienzo la labor de restauración, planificada en dos fases: una primera de desescombro y reconstrucción; y una segunda de ornamentación y decorado. Como podemos imaginar la labor y el esfuerzo sería ingente, especialmente en la primera fase, dado el estado del inmueble (Figuras 5 y 6). En ésta se extraerán del edificio, pieza a pieza, de cada sala todos aquellos materiales, fragmentos de piedra y madera con signos de alguna talla o escultura, con el fin de que, una vez clasificados, pudieran reconstruirse de forma análoga para volver a ocupar su correspondiente lugar. De esta manera, irán reconstruyéndose los cubos, almenas, garitas, modillones, ciertos tramos de ronda, etc. El matacán sobre la entrada al recinto interior será igualmente reconstruido situándose en él el escudo de armas de los restauradores. El foso, cegado, de nuevo será abierto; se solará el terrado de la azotea, al cual se podrá acceder mediante la apertura de una salida en la torre del homenaje, y asimismo se acristalará el compluvium para proteger de la intemperie a las habitaciones. Un aspecto fundamental es que el conde consideraría en la intervención tanto criterios funcionales como artísticos, construyendo por ejemplo una gran escalera monumental neogótica –sin existir huellas de una primitiva– para conectar el zaguán con la primera planta (Figuras 7 y 8).75 Por otra parte, ciertos espacios, como el jardín y en especial las dependencias, experimentarán grandes transformaciones.
En este sentido, el mayor problema sin duda para el equipo del conde del Asalto será la reconstrucción interior y reconocer la naturaleza y configuración original de las dependencias. Por ello, el conde no tendrá más opción que generar, con cierto criterio y algunas dosis de imaginación un conjunto habitable sobre lo existente. Para paliar este déficit de información material, Morenés realizará una enorme labor investigadora, viajando por ciudades, dibujando monumentos civiles y militares, y recogiendo datos de todo aquello que pudiera ser útil de cara a la aplicación en su castillo. Por todo esto, no debe extrañarnos el seguimiento e interés del conde por la obra y criterios del arquitecto Eugène-Emmanuel Viollet-Le-Duc, como así se refleja en su archivo personal76 y en lo expuesto por Alfredo Escobar.77 Junto
al pensamiento de John Ruskin –quien sostenía la idea de ‘no intervención’ o una contemplación casi religiosa del monumento–, las ideas de Viollet-le-Duc –orientadas a lograr la supuesta forma original del edificio– constituirán como es sabido las más importantes e influyentes teorías de restauración del siglo XIX. Ambas figuras serán consideradas los padres de la restauración moderna por la influencia de sus teorías en toda Europa.78
Pese a conformar dos modelos antagónicos, tanto uno como otro arquitecto mostrarán una enorme fascinación por el arte gótico y la arquitectura medieval, contribuyendo a la revalorización del medievalismo y a su recuperación material. La influencia de ambos sería grande en una España en la que en este siglo comenzarían a restaurarse las grandes catedrales góticas, aunque serán las ideas intervencionistas de Viollet las que gocen en un principio de una mayor consideración. En este sentido, encontraremos en el ámbito nacional arquitectos de la talla de Demetrio de los Ríos, Juan de Madrazo o Elies Rogent como seguidores de la doctrina violletiana.79
Siendo así, Morenés llevará a cabo de forma incansable una auténtica investigación por hallar rasgos, motivos y detalles de otros monumentos que pudieran ayudarle a reconstituir los desperfectos de su edificio. En algunos casos, recibirá cartas de amigos o colegas con fotografías que le ayudarán con la tarea; en otras situaciones, las ilustraciones recogidas en libros, periódicos y revistas, servirán al conde como fuente inagotable de inspiraciones. Su diestra mano como dibujante (Figura 9) y su buena visión espacial le permitirá simular en papel cientos de modelos artísticos de escaleras, ventanales, columnas, capiteles, y otros elementos que, como decimos, reproducirá posteriormente tratando de conseguir esa unidad de estilo.80
De esta manera, comprendemos mejor las claras influencias de otros sitios en algunas intervenciones interiores. Tal será el caso de tres ventanales con arcadas góticas del patio, que Morenés imitaría de dos monumentos: uno catalán –palacio del Rey Don Martín, en el monasterio de Poblet- y otro toledano –convento de San Antonio–. Para las pinturas del techo de la armería el restaurador se inspiraría en las del Salón de Ciento de Barcelona. Por su parte, el cenobio de Santes Creus del Palacio de Jaime II orientaría al conde para el artesonado de la sala de recibo y las chimeneas de Jaca y Solivella serán imitadas para la biblioteca y comedor, respectivamente. Otros espacios no recibirían una influencia tan directa de otros lugares, como es el caso del dormitorio árabe que el conde del Asalto creemos que edificaría ex novo. Sobre ella, el conde de Cedillo, fiel consejero de Morenés durante toda la restauración, diría que «ostenta los caracteres del estilo mudéjar, tan usado en Toledoen el siglo XV, 81 y a él corresponden el zócalo de azulejos, las portadas, los lienzos y losfrisos de estuco pintado con brillantes colores, la geométrica talla de las hojas de puerta, los muebles y la inscripción hebraica de la escocia, tomada de un salmo del real Profeta».82
En algunos casos, Morenés comprará piezas auténticas de diversos lugares para la ornamentación de ciertas salas. Quizá el mejor ejemplo de ello lo encontramos en la armería, situada en la torre del homenaje, donde el conde reunirá una excelsa colección de armas y armaduras de gran valor, de las cuales algunas serán restauradas por artesanos locales como Severiano Cosentino e Higinio Lorente. Siguiendo de nuevo al conde de Cedillo, sabemos que las paredes de la armería estarían cubiertas por tapices, representando uno de ellos del s. XVI, quizá el más notable de acuerdo con el autor, la conversión de San Pablo.83
Asimismo, la sala estaría dotada de varias armaduras góticas, entre ellas dos ecuestres de tiempos de Carlos V y Felipe IV, una maximiliana completa, armaduras de arcabucero, mosquetero y ballestero, amén de numerosas piezas sueltas (barbote, celada, visera, muslera, silla de montar…)84 y multitud de armas blancas (espadas, puñales, dagas, hachas…) y de fuego (escopetas de chispa, cañones de arcabuz, culebrinas, etc.) entre otros objetos militares expuestos en escaparates vidriados. Completaría la armería varios muebles antiguos, tallas, libros y pinturas. Buena muestra de la calidad de la armería vendrá a confirmarlo la Exposición Histórico-Europea de 1892-93 (Madrid) en la que el VI conde del Asalto expondrá en la sala 22 alguna de sus mejores piezas.85 En definitiva, un rico tesoro que no desmerecería al gran arsenal que pudo conformarse en tiempos de los primeros condes de Fuensalida.
Finalmente, tras una gran inversión de dinero, esfuer1o y tiempo, la restauración del castillo de Guadamur será un hecho hacia 1900 (Figura 10). Si bien, de acuerdo con los testimonios que comienzan a hablar de la nueva imagen del palacio, hacia 1890 habrían sido ya completadas las principales intervenciones –y reconstrucción– dejando al sitio habitable.86 Por lo tanto, será así como, tras varios siglos de abandono, material y simbólico, un noble afincado en Madrid, pero de orígenes catalanes, devuelva el esplendor a este gran monumento medieval. Como hemos descrito, los criterios de restauración del conde estarán marcadamente influidos por la escuela violletiana, lo que le llevaría a rediseñar y/o construir ex novo sin ningún problema determinados elementos de forma algo intuitiva. Asimismo, hasta donde sabemos, el conde no realizaría, más allá de sus apuntes y bocetos personales, ninguna memoria descriptiva de sus intervenciones, ni llevaría a la práctica ninguno de los modernos principios de Camilo Boito, como diferenciar estilos entre lo nuevo y lo antiguo, grabar las fechas de actuación de las partes restauradas, exponer públicamente las partes materiales que hubieran sido eliminadas en un lugar contiguo al monumento o realizar inscripciones explicativas sobre el monumento restaurado.87 Sin embargo, pese a obviar este tipo de criterios científicos, se advierte en todo el proceso una conciencia de respeto hacia la obra histórica por parte de una figura que, debemos subrayar, no es un profesional de la arquitectura, sino un noble, político e historiador apoyado en sus propias convicciones y en el asesoramiento de amigos y familiares políticos como Jerónimo López de Ayala.
Quizá para comprender el alcance y resultado en la sociedad de las obras del conde, baste con referir la obra de Benito Pérez Galdós Ángel Guerra publicada entre 1890 y 1891, cuya trama se desarrolla en Toledo. Será por estos años cuando Galdós conozca Toledo, además de pueblos cercanos como Polán (cuyos vecinos servirán de inspiración para su novela El abuelo) y posiblemente Guadamur. Así, en el segundo tomo Galdós aludirá en un momento determinado a la restauración: «Oye, Casiano: ¿y no podría restaurarse ese magnífico monumento? - ¡Como resucitarse... sí! Ahí está el de Guadamur, sacado de la sepultura. Pero habrá que tirar millones».88
Esa asimilación del castillo, del monumento, como entidad biológica y por lo tanto sujeta a los procesos vitales de nacimiento, desarrollo y muerte, será un tópico o recurso muy presente en toda la literatura romántica de estos años. En este sentido, valga advertir cómo los diversos relatos –poéticos, periodísticos y literarios– que aludan a esta restauración tendrán en común varios elementos que podemos considerar románticos. Estos serán fundamentalmente tres: la evocación de un pasado glorioso; el lamento por la desidia, abandono y salvaje mano de los hombres sobre una obra medieval; y por último la llegada del redentor, el salvador que, cargado de grandes valores, devolverá la vida al monumento.
En primer lugar, habrá, como hemos observado, una primera consideración sobre la importancia que habría tenido en su origen el edificio: «aquella importante fábrica de Guadamur, mansión solariega de los López de Ayala». Un bello palacio, bien proporcionado, con una gran historia detrás, acontecimientos de renombre, visitas ilustres y, por supuesto, leyendas como el de la mora Zaida.89 A ello, le seguirá, como decimos, el lamento por el estado desgraciado y miserable al que llegará el monumento tras siglos de olvido: «Sus desmoronados fragmentos dejaban adivinar, cual acontecía al poeta ante las ruinas de Itálica,¡Oh fábula del tiempo! Cuánta fue su grandeza y es su estrago»90. O bien, al decir de Rodrigo Soriano: «El castillo fue flor de un día: nació grandioso para perecer enseguida».91
Pero, finalmente y en tercer término, «he aquí que súbitamente, y como por encanto, cambia la decoración», aparece la figura del redentor, la llegada del nuevo castellano, «un magnánimo señor llegó a tus puertas, rompió tus cadenas y empezó a hermosearte».92 Y así, con la llegada del salvador, en medio del gozo, los quintos del pueblo cantarán: «Castillo de Guadamur, bien te puedes contentar, que los Condes del Asalto te han venido a restaurar». En esta misma dirección se dirigirá la poesía que Segundo Martín Sonseca dedicaría al restaurador y cuya última estrofa reproducimos: 93
Si hubo una pausa en tu historia,
de olvido y triste mención,
los siglos la borrarán.
Porque aumentarán tu gloria
los que a restaurarte van
Durante estos años de obras, el conde del Asalto logrará un gran reconocimiento social, no sólo por el éxito en su restauración, sino por su contribución al progreso del pueblo de Guadamur. En el plano económico, debemos destacar la creación a las afueras de la localidad de la fábrica de harinas «San Antonio».94 Esta fábrica estará dotada de un molino con un gran motor de vapor, que sustituía a los tradicionales y menos productivos molinos de agua. Aunque se tratara de un negocio personal de Morenés, el molino daría empleo a numerosos trabajadores desde los años noventa del siglo XIX hasta la década de los 60 del s. XX. Algo similar ocurrirá estos años cuando el conde decida comprar una finca rústica conocida como «Aceituno», que será explotada igualmente por vecinos. Por último, no debemos olvidar que, para las obras y mantenimiento del castillo, el conde contará con la participación de vecinos locales, como será el caso de Pedro Gutiérrez, guarda de la propiedad, y persona de confianza que mantendrá informado al conde del estado de la fortaleza cuando éste se encuentre fuera.95 Por todo ello, Morenés será nombrado Hijo Predilecto de Guadamur.
A su muerte, el 22 de febrero de 1906, La Época recordaría al conde del Asalto como «afable, noble, sincero, se captaba las simpatías y el respeto á la vez de cuantos con él trataban»96.Por su parte, la Sociedad Españoles de Excursiones hablará de él en su obituario como «un modelo de perfecto caballero español, cristiano, culto, bondadoso, de amable y amenísimo trato. Con su aventajada estatura, su blanca barba, su hablar castizo y reposado y sus nobles sentimientos, hacía recordar el tipo de los caballeros retratados porVelázquez».97 Valga apuntar, en este sentido, la existencia de otros testimonios que nos hablan de la cercanía y atención del conde con sus vecinos y colegas, con quienes compartirá amenas charlas, banquetes y reuniones.98 Un noble que, consciente de lo que representaba, no dudaría incluso en retratarse con arnés de época en un cuadro pintado con gran realismo por su yerno, el conde de Cedillo, para la galería de su castillo.99 En este sentido, una vez restaurada, la fortaleza volverá a ser, como ya ocurrió con los primeros condes de Fuensalida, un importante espacio de representación social, un lugar donde, mejor que en ningún otro sitio, el conde se expresa, se define y compara con respecto a otros.100
Debemos advertir como, en estos últimos años de siglo, la restauración del castillo de Guadamur no sería un caso aislado, sino que asistimos a una gran corriente o tendencia restauracionista de grandes monumentos medievales, muchos de ellos de carácter militar. En un artículo escrito en el propio palacio en abril de 1889, el conde de Cedillo resumirá mejor que nunca el contexto en el que se abordará una restauración en aquellos años como la de Guadamur:
No es el menor y menos legítimo timbre de nuestra época el poderoso movimiento há ya bastantes años iniciado en pro de los estudios arqueológicos y de las artes retrospectivas. Las restauraciones de históricos alcázares y de antiguas abadías se suceden, por dicha, en nuestra patria, mostrando ante los ojos de Europa que no vamos rezagados en este grande y verdadero renacimiento. A los castillos y mansiones solariegas alcanza ahora el turno; por esta razón es bien digno de ser imitado el ejemplo del nuevo castellano de Guadamur. Imítelo la generosa aristocracia española, en pro del arte y de su propia convivencia, y dará con ello una notoria prueba de su valer, buen gusto y culto respetuoso hacia sus ilustres antepasados 101
En definitiva, en vista de todo lo anterior, estamos en disposición de afirmar que la restauración del castillo de Guadamur supone la culminación de un proceso iniciado a finales del siglo XIX, a partir de una primera denuncia de abandono. Un proceso que, alimentado por la ideología romántica, irá poniendo en valor un monumento medieval de indudable carácter histórico-artístico. Así, la revalorización y recuperación simbólica del castillo, manifestada por el interés de los viajeros románticos, se transformará finalmente en una recuperación también material gracias a la intervención del conde de Cedillo y, en especial, de Carlos Morenés y Tord, conde del Asalto.
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Author
Alejandro de la Fuente Escribano