«Con lágrimas de nuestros corazones». El rescate de cautivos en una redención mercedaria del siglo XVIII
Abstract
Resumen:El presente artículo se enmarca en el dinámico debate sobre la esclavitud y el comercio de cautivos en el Mediterráneo de la época moderna. Apresados por los corsarios, miles de esclavos cristianos eran llevados a tierra de Islam y viceversa, empleados en trabajos forzosos, como remeros en las galeras, vendidos a particulares o bien eran destinados al rescate: en este caso, mercaderes especializados, institutos caritativos u órdenes religiosas se encargaban de recaudar dinero para conseguir su rescate. En los reinos de la Monarquía ibérica, esta tarea era desempeñada –y casi monopolizada– por las órdenes de la Santísima Trinidad y de Nuestra Señora de la Merced. En el presente ensayo se analiza en particular la actividad redentora de los Mercedarios, su labor de rescate de cautivos, la financiación y desarrollo práctico de las misiones de redención, entre logros y fracasos, mediante el análisis de un ejemplo concreto: una redención de cautivos efectuada por los frailes de la Merced en la ciudad de Argel a principio del siglo XVIII.
Main Text
INTRODUCCIÓN
La guerra corsaria, la captura de cristianos y musulmanes, su consiguiente esclavización, y finalmente su rescate, son fenómenos que han dejado profundas huellas en la historia del Mediterráneo, desde la Edad Media y por casi toda la Edad Moderna2. Aunque estos fenómenos hayan sido prácticamente constantes, desde la época de las Cruzadas hasta casi llegar a la colonización francesa de Argelia (1830), no cabe duda que entre mediados del siglo XVI y principios del XVIII, la actividad de piratas y corsarios en el Mediterráneo alcanzó unos niveles nunca conocidos anteriormente. El incremento de la actividad corsaria fomentó el desarrollo de un auténtico sector económico a su alrededor, hasta el punto de que en la reciente historiografía se habla ahora de una peculiar «economía del rescate»3.
Las incursiones de piratas y corsarios podían acarrear serios perjuicios a las comunidades costeras, que a veces necesitaban años para recuperarse económicamente. Tras los ataques, la reacción inmediata de las comunidades locales era la de solicitar exenciones fiscales, ya que en muchas ocasiones estas razias suponían la desaparición de un gran número de hombres en edad productiva4. Un caso emblemático fue el de Cerdeña, donde entre mediados del siglo XVI y las primeras décadas del XVII se produjo, en algunas regiones costeras, un fenómeno de reducción demográfica relativamente rápido, atribuible precisamente a las incursiones de piratas y corsarios contra sus litorales5. Pero hubo decenas de ejemplos como éste, especialmente en las regiones costeras del sur de Italia o España.
Las circunstancias de la captura y las condiciones de detención eran extremadamente variables, así como la duración del cautiverio, que podía variar de unas pocas horas hasta varias décadas. El objetivo principal era, por lo general, la obtención de un rescate: éste, por lo tanto, toma esencialmente la forma del precio de la liberación de quienes habían sido capturados y sometidos a esclavitud en tierras de «infieles»6. La determinación y el pago posterior de este precio formaban parte de un largo proceso, la redención, en el que diferentes actores (tanto individuales como institucionales) se hallaban involucrados. Fue precisamente este aspecto, junto con la extrema difusión del fenómeno, lo que convirtió la redención de cautivos en un negocio sumamente lucrativo. En los siglos de la Edad Moderna, miles de cautivos fueron protagonistas, a su pesar, de esta circulación «forzosa» entre las dos orillas del Mare Nostrum, tanto en un sentido como en el otro: cristianos y musulmanes fueron primero capturados, después llevados a tierras «enemigas» y, finalmente, en muchos casos rescatados y devueltos a su patria. Pero éste no era el destino de todos los cautivos indiscriminadamente. De hecho, con respeto a los cristianos, el rescate constituía el destino común de los llamados cautivos «forzosos» (es decir, de los que eran propiedad del bey, esto es, de los esclavos «públicos», entendidos como esclavos privados del bey o del diwan), pero también es cierto que muchos esclavos fueron vendidos a particulares y, a partir de ese momento, cualquier cosa les podía ocurrir. Podían seguir siendo esclavos del mismo dueño de por vida, o podían ser revendidos una y otra vez, enfrentándose a forzadas y extenuantes peregrinaciones de un rincón a otro del Imperio Otomano, de un señor a otro, a veces de un país a otro, de una ciudad costera a una aldea de montaña en el interior de Siria. También podían ser destinados a remar en las galeras: en este caso, se veían forzados a navegar por el Mediterráneo e incluso, si se daba la circunstancia, a atacar contra su voluntad a sus compañeros, amigos, vecinos, hasta a sus propios familiares.
Un caso emblemático es el que afectó, por ejemplo, al soldado Gerónimo de Pasamonte. Este, que ya había combatido en la batalla de Lepanto, fue capturado por los turcos en 1574 en la batalla que llevó a la reconquista otomana de Túnez, y a partir de ese momento, se convirtió a su pesar en el involuntario protagonista de una historia rocambolesca, que muestra la extrema movilidad de los cautivos, una vez deportados a tierras de Islam7. Tras su captura, Pasamonte permaneció en esclavitud entre Barbería y Levante durante dieciocho años, a lo largo de los cuales fue comprado y vendido varias veces. Fue propiedad de dueños particulares, más tarde enviado a remar en una galera, pasando del Mediterráneo occidental al Levante, para acabar finalmente regresando como forzado a la regencia tunecina, donde, como él mismo apuntó con sarcasmo, fue obligado a reconstruir aquella misma muralla que, tan sólo pocos años antes, había contribuido a destruir a cañonazos8.
1. LAS CONDICIONES DE VIDA EN ESCLAVITUD
En los últimos años la historiografía ha ido desmontando notablemente esa suerte de «leyenda negra» basada en amenazas, maltratos y castigos corporales que los esclavos cristianos en Magreb a menudo afirmaban haber recibido durante su prisión, con el fin de lograr, según decían los propios cautivos, su conversión forzada a la religión islámica9. Cabe observar que en el caso de conversión de un esclavo al Islam, su amo podía verse afectado por un serio perjuicio económico: de hecho, aunque es verdad que la simple conversión al Islam no eximía de forma automática al esclavo de tal estatus jurídico, es igualmente cierto que a partir de ese momento su dueño ya no podía revenderlo a los cristianos, lo que constituía el objetivo principal (como hemos señalado) de la guerra corsaria. El asunto, ya expresado por Barrio Gozalo10, ha sido recientemente reafirmado por Giovanna Fiume, quien sin embargo observa que, pese a ello, el peligro de la abjuración es evocado en todas las cartas de los cautivos a sus familiares, algo que lo convierte en un auténtico topos en la retórica de ese género literario. La razón de ello es evidente: « l’insistance envers les religieux de la Rédemption ou des institutions liées aux paroisses et ordres, sur la perdition de l’âme, est une forme de pression plus forte que le risque de perdre la vie»11. Por ello, en las cartas de los cautivos siempre encontramos la evocación del riesgo y del peligro de la abjuración, pero no siempre se ha de creer en ella: el Corán prohíbe la conversión forzosa, y además, es evidente que la conversión de todos los esclavos hubiera acabado con una actividad muy lucrativa, no sólo para los corsarios y las autoridades berberiscas, sino también para todos los numerosos acreedores, financieros y mediadores del rescate. En otras palabras, dejar que todos los esclavos abjurasen y se convirtiesen al Islam hubiera significado «matar a la gallina de los huevos de oro»12.
Lo mismo puede decirse de quienes eligieron el camino de la abjuración con el fin de mejorar sus condiciones de vida en cautiverio. Principalmente con la esperanza de no ser enviados a remar en las galeras otomanas, algunos cautivos sí estaban dispuestos a renegar, pero no se les permitía hacerlo. Al respecto, el carmelita Jerónimo Gracián observó que «es lástima ver al diablo tan ahíto de estos herejes, que muchos cristianos pedían con gran instancia les dejasen renegar y no se lo consentían, diciendo los Turcos que les eran de más provecho bogando al remo cristianos, que libres de cadena siendo renegados»13. En otras palabras, desde el punto de vista del religioso, no había ninguna razón que pudiera justificar realmente el pecado mortal de la abjuración.
2. EL RESCATE DE CAUTIVOS Y EL COMERCIO CON EL INFIEL. UNA «EXCEPCIÓN PERMANENTE»
Hace tiempo ya que la historiografía ha constatado la existencia de un comercio –que, por cierto, jamás llegó a interrumpirse del todo– entre las dos orillas del Mare Nostrum, incluso en una época de abierto conflicto político-militar como la que caracterizó al Mediterráneo en la primera mitad del siglo XVI. Más recientemente, se ha señalado especialmente que desde finales del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, monedas de plata y armas salían con cierta continuidad desde puertos españoles hacia los países musulmanes del Mediterráneo y de la costa atlántica de África14. Y todo ello, pese a que la Nueva Recopilación15 de las conocidas Leyes de Partidas, entre otras cosas, prohibía expresamente a los comerciantes españoles hacer negocios con musulmanes y exportar oro, plata y dinero, ya fuera en metálico o en forma de alfarería, lino, cáñamo u otros productos16. De igual manera, se prohibía expresamente la exportación hacia estos Estados de todos aquellos bienes que pudieran fortalecer a los musulmanes en su lucha contra el cristianismo, como madera, ganado equino y, por supuesto, armas y material bélico, o incluso hierro y acero brutos. No obstante, ni las leyes que acabamos de mencionar, ni tampoco la persistente hostilidad marítima, que en aquellos siglos obstaculizaba las relaciones entre la Monarquía hispánica y el Imperio otomano y sus aliados, los Estados berberiscos, fueron de por sí obstáculos suficientes como para impedir la extracción de dichas mercaderías, simplemente porque cada uno de los bloques en conflicto necesitaba los productos del otro. Y desde luego, los mercaderes de ambas orillas tenían intereses en comercializarlos para su personal provecho17. Por otro lado, el propio hecho de que tales prohibiciones fueran periódicamente reafirmadas a lo largo de los siglos XVII y XVIII, ya es de por sí un claro indicio de la falta de actuación, en la práctica, de estas restricciones. Lo mismo ocurrió, evidentemente, en el área italiana: los reiterados decretos pontificios de interdicción del comercio con el «infiel» no fueron suficientes a impedir, a las ciudades-repúblicas italianas estipular (ya en la Baja Edad Media) una serie de acuerdos comerciales con las autoridades de Túnez y Argel18.
Con respeto al área ibérica, lo que nos interesa destacar es que a partir de la mitad del siglo XVI, cada vez más los soberanos hispánicos permitieron a sus súbditos mercaderes conservar sus negocios con el Magreb, pero únicamente «bajo la expresa condición de traer, junto al trigo y a los cueros, también algunos cautivos rescatados»19. Es esta la razón principal por la que se ha escrito que el comercio con los berberiscos se desarrollaba bajo un régimen que ha sido definido como «excepción permanente»20. En efecto, cada vez que un capitán de barco o mercante tenía que zarpar rumbo a alguna ciudad del Magreb, con su navío cargado de mercancías para vender allí, estaba obligado a solicitar primero una licencia ad hoc al rey (a través de los Consejos de Hacienda y de Castilla) para que le fuera otorgado el permiso de efectuar el viaje. Y como se ha dicho, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVI, en la mayoría de los casos los órganos competentes concedían a los mercaderes este permiso y licencia para acudir a Berbería para realizar sus negocios. Eso sí, siempre y cuando ellos se comprometieran en traer de vuelta a su patria cierta cantidad de cautivos. A cambio, a dichos mercaderes-redentores se les reconocía un porcentaje por cada cautivo liberado, pudiendo variar éste en función del número de los rescatados, de la dificultad y del montante global de la operación. Todo ello no fue limitado a unos pocos casos aislados, sino que constituyó una práctica más bien generalizada de los intercambios comerciales entre Norte y Sur del Mediterráneo de la primera Edad Moderna, hasta tal punto que la cantidad a desembolsar para obtener dicha licencia terminó convirtiéndose en una especie de impuesto, que gravaba sobre un circuito especifico de comercio21.
3. REDENCIONES «RELIGIOSAS» Y REDENCIONES «LAICAS»
El rescate de cautivos fue una práctica de larga tradición, ejecutada y reglamentada desde la Baja Edad Media. Sin embargo, esta práctica también experimentó profundas modificaciones con el paso del tiempo. Durante la temprana Edad Moderna, en muchos países europeos se había asentado la idea de que las emergencias sociales –y entre ellas, los ataques corsarios– tendrían que ser abordadas por medio de la caridad. Por esta razón, para tratar hacer frente a esa lacra se fundaron diversos institutos píos, tanto religiosos como laicos22. Si en los antiguos Estados italianos fueron creadas cofradías y magistraturas estatales o municipales con este fin, en España dicha tarea fue desempeñada de forma prácticamente exclusiva por las dos principales órdenes redentoras: la Orden de la Santísima Trinidad y la de Nuestra Señora de la Merced. La primera fue fundada en Francia por Jean de Matha en 1198; la segunda, en Barcelona, por el mercader provenzal Pedro Nolasco en 1218 (aunque el papa Gregorio IX no la aprobaría hasta 1235)23. Fue sobre todo la Orden de la Merced la que en los reinos ibéricos gozó de los mayores privilegios jurídicos y exenciones fiscales concedidos por los monarcas24.
Siguiendo, de alguna manera, esta misma distinción, el debate acerca de las redenciones de cautivos –que sobre todo en las dos últimas décadas ha conocido un crecimiento extraordinario– también se ha polarizado, por así decirlo, en dos grandes vertientes. Por un lado, estudios e investigaciones sobre redenciones religiosas, esto es, realizadas por las órdenes religiosas que acabamos de mencionar; por el otro, los estudios dedicados a las redenciones laicas, es decir, organizadas y gestionadas por institutos estatales o cofradías, o por asociaciones de mercantes y propietarios de barcos a través de mecanismos aseguradores. Estos últimos, en cambio, tuvieron un carácter esencialmente laico e incluso, en algunos casos, hasta empresarial. Además, cabe destacar que mientras dichas dos órdenes redentoras tenían un carácter tendencialmente supranacional e internacional, en cambio, obras pías e institutos laicos (aunque con salvedades) actuaban a nivel puramente regional o local. De ahí surgieron –es nuestra opinión– las múltiples quejas y pleitos entre dichas órdenes religiosas y las magistraturas o diputaciones municipales con arreglo a la financiación y gestión de las actividades de rescate de cautivos procedentes de un determinado estado o región.
Pese a esta (aparente) polarización, estamos convencidos de que la que hemos indicado como la vertiente «religiosa» de la redención de cautivos cristianos, en realidad no obedecía a un afán religioso, sino a otro tipo de lógica e interés, más próximos a lógicas nacionales y políticas, que caritativas o humanitarias. De hecho, si bien sus protagonistas fueran frailes de órdenes religiosas, si los observamos más de cerca surgen más como instrumentos en manos de la Monarquía ibérica, cumpliendo con órdenes recibidas del gobierno y de los consejos del Estado. En este sentido, en el área ibérica, trinitarios y (sobre todo) mercedarios actuaban en cierta medida como funcionarios reales, ya que desempeñaban una labor claramente necesaria, como la de liberar de la esclavitud en Berbería a los cautivos españoles, en lugar y por cuenta de la Corona. No obstante, se ha observado como esta labor de rescate, aunque de innegable transcendencia para el Estado, no estuvo financiada por las arcas reales, sino casi únicamente por las contribuciones voluntarias de los fieles y de los propios familiares de los cautivos. De este modo, la Monarquía ibérica suplía, por un coste casi nulo, «su falta de atención, su desinterés por la suerte de los cautivos [...] y descargaba el peso mayoritario del rescate sobre las familias»25.
Acabamos de afirmar que la Corona se desentendía de la suerte de sus pobres súbditos, que a su pesar hubieran acabado esclavos de Turcos y Moros. Esto es sólo parcialmente cierto: sin ánimo de banalizar, sí podemos observar cómo cuando se trataba de simples pesqueros o de gente pobre sin recursos (y que, por esta razón, no contribuían a la hacienda del Estado), el nivel de atención hacia su destino era escaso o ínfimo. Al revés, cuando quienes caían prisioneros eran miembros del ejército, de la alta nobleza, del clero, funcionarios del Estado o representantes del gobierno, las autoridades rápidamente se ponían manos a la obra para conseguir su liberación por cualquier medio: esto con independencia de que, a nivel práctico, la misión de rescate fuese delegada a los religiosos. De hecho, estos últimos eran a quienes les correspondía la tarea de recaudar el dinero necesario, y quienes acudirían físicamente a Berbería para negociar el rescate con los moros. Por lo tanto, a nivel general, la Monarquía ibérica no participaba económicamente en los rescates (salvo en algunos casos específicos y en determinadas condiciones, como se detallará más adelante), y encomendaba a los religiosos de la Merced tanto la recaudación del dinero como la organización de las misiones para llevar los cautivos de vuelta a sus hogares. No obstante, nótese que dichos religiosos no estaban ni mucho menos libres de actuar por su cuenta: al contrario, había una «jerarquía» de prioridades con relación a los cautivos a rescatar; jerarquía a la cual los religiosos estaban obligados a ceñirse. Del mismo modo, también estaban obligados a respetar ciertas instrucciones, y estaban vinculados a las indicaciones y a las órdenes impartidas por los consejos de gobierno (se verá más adelante con algunos ejemplos).
Por lo que se refiere a las redenciones de cautivos patrocinadas por las Provincias mercedarias de Castilla y Andalucía, y contrariamente a lo afirmado por los religiosos en sus numerosos memoriales e informes de propaganda, todas las decisiones sobre la elección y los precios de los cautivos a redimir no se tomaban en los capítulos generales de la Orden, sino en Madrid, en los Consejos de Gobierno. El problema era que, a veces, también era difícil respetar estas instrucciones, una vez llegados a Berbería: sobre todo en ciudades como Fez, Túnez o Argel, con frecuencia los religiosos terminaban siendo víctimas de abusos, estafas o chantajes, de tal manera que, pese a las detalladas instrucciones recibidas, se veían obligados a doblegarse ante el capricho de algún que otro bey. Esto ocurrió, por ejemplo, en la redención efectuada por los mercedarios en Argel en 1723, que trataremos en las páginas que siguen. ¿Pero cómo se desarrollaban concretamente las misiones de rescate de cautivos, y en el caso específico, las que llevaban a cabo los mercedarios?
4. DE LA RECAUDACIÓN DE FONDOS, HASTA EL ANHELADO REGRESO. EL LARGO PROCESO DE LAS REDENCIONES
Las misiones de rescate de cautivos y prisioneros de guerra obedecían a tradiciones antiguas, que se fueron desarrollando y perfeccionando durante siglos. Ellas implicaban la intervención de autoridades religiosas y civiles (real, gubernamentales o municipales)26, e incluso a veces de gremios, cajas de previdencia o seguros para mercaderes, empresarios o armadores de la época. Las autoridades civiles otorgaban las licencias, los pasaportes y salvoconductos establecían normas y prácticas a respetar en las negociaciones, y finalmente, permitían la extracción de metales preciosos y de mercadurías que serían empleadas en el rescate de cautivos. Durante cada misión, todo había de arreglarse conforme a los criterios e instrucciones recibidas antes de la salida, siempre y cuando el «capricho» o el antojo de los dueños musulmanes no obligase a los frailes a actuar de otra forma27.
Hace ya muchos años, el historiador francés Claude Larquié, en un conocido trabajo sobre misiones de redención de cautivos en el siglo XVII28, sacaba la conclusión (quizás algo apresurada) de que «il suffit dès lors de faire le commentaire détaillé d’une seule campagne pour avoir une «modèle» applicable à l’ensemble des opérations de Rédemption»29. En realidad, hubo múltiples diferencias –que, por supuesto, el propio Larquié conocía bien– entre una y otra misión de redención, con respecto a precios de los rescates y su determinación, la procedencia geográfica de los cautivos rescatados, el lugar de captura, los gastos de expedición y demás. Aun así, dos consideraciones son universalmente válidas o en todo caso lo suficientemente generalizables como para permitirnos asumirlas como hilo conductor de las diferentes redenciones: por un lado, la necesidad de minimizar los costes, y por ello la creación y conservación de documentos y registros contables aptos a verificar y poner bajo control los gastos efectuados por los religiosos durante cada misión30. Por otro, la presencia en cada redención de dos fases cronológicas claramente distintas: aquella de la larga campaña de preparación (una fase que podríamos llamar burocrático-administrativa y que podía durar hasta varios años) y aquella de la propia misión, correspondiente al viaje de los redentores al Norte de África (normalmente no más de cuatro o cinco meses)31.
La fase de organización y, después, de revisión contable de la redención era sin duda alguna la parte más larga de cada misión: además de la petición del seguro o pasaporte por parte de los religiosos y de la concesión de las debidas licencias reales y fletes para efectuar la expedición, en esta misma fase cabía también –como es evidente– la recaudación del dinero útil para pagar los rescates. Aquí cabe destacar algunas diferencias. Para empezar, nos parece útil exponer brevemente cuáles fueron las diferentes fuentes de financiación de la Orden mercedaria, e indicar más específicamente aquellos ingresos que normalmente fueron destinados al rescate de cautivos, y su procedencia. En líneas generales, dichas fuentes de financiación eran de cuatro tipos: ante todo, las limosnas y contribuciones voluntarias de los fieles (bien en metálico, bien en mercadurías o productos agroalimenticios), ofrecidas para la redención de esclavos en general, esto es, que no estaban dirigidas a favor de ningún cautivo en particular32. Una segunda forma de ingreso estaba representada por los llamados adjutorios (ayudas, contribuciones), sumas de dinero proporcionadas por familiares o amigos, pero también vecinos o compañeros de corporación de un cautivo, y que se daban a los religiosos, éstas sí, bajo la expresa cláusula de que serían utilizadas para el rescate de esa persona en concreto, y para nadie más. La tercera y cuarta tipología de ingresos procedían de rentas: unas aleatorias, y otras fijas. Las aleatorias incluían fundamentalmente los mostrencos, esto es, las rentas derivadas de aquellos bienes cuya propiedad no se lograba demonstrar, es decir, cuyo dueño se desconocía, como en el caso de los abintestados, bienes de personas fallecidas que no se habían incluido en los testamentos (o para los que no se había indicado a un heredero de derecho). Las fijas, en cambio, eran todas aquellas rentas fijadas por contratos (testamentarios o notariales en general) en beneficio de los conventos, en su gran mayoría procedentes de donaciones y píos legados en favor de uno o más conventos u iglesias de la Merced, tanto en Italia como en España.
Como es fácil imaginar, los ingresos con diferencia más importantes para las misiones de rescate estaban constituidos por las contribuciones específicas de los familiares de los cautivos, destinadas exclusivamente a la liberación de uno o más cautivos en particular, y por lo tanto utilizables sólo en el caso de la efectiva puesta en libertad de la persona indicada. Es esta la razón por la que, en los libros contables de las misiones de redención, muchas veces es posible hallar las mismas cantidades de dinero anotadas dos veces: la primera vez en el «cargo», es decir, como partida de ingreso, y después otra vez en «descargo», porque el cautivo, para cuya liberación se habían otorgado dichas sumas, bien no se había hallado, o había sido enviado como remero en las galeras de la flota otomana, o bien había fallecido. En cualquiera de estos casos, el dinero sería devuelto a los donantes33.
A raíz de lo que hemos dicho, podemos afirmar que las así llamadas limosnas «generales», es decir aquellas no vinculadas al rescate de nadie en concreto, eran las únicas que los fieles ofrecían de modo, se podría decir, desinteresado (y este género de limosnas eran cuantitativamente menos consistentes). En cambio, las contribuciones específicas dadas por parientes o socios de corporación de los que habían sido capturados eran, para los redentores, estrictamente vinculantes y eran directamente proporcionales a la extensión de las redes de relaciones de los familiares de los cautivos, y de todos aquellos que lograban reunir alguna suma para ayuda al rescate.
Como ya hemos adelantado, además del pasaporte, del salvoconducto y de la cédula real, con la que se les otorgaba licencia para sacar dinero y mercadurías de los reinos de España y llevarlos a África, los religiosos de las órdenes redentoras también recibían precisas y vinculantes instrucciones con respeto a los cautivos que traer a su patria. Se les encomendaba, sobre todo, su nacionalidad (tenían que ser españoles, o bien extranjeros naturalizados, en todo caso sujetos del Rey de España), su identidad, basada en listados de nombres y relativas prioridades (en el caso de que –algo que ocurría prácticamente siempre– no hubiera sido posible proceder a la liberación de todos los esclavos que allí se hallaban) y, a menudo, sus precios de compra. A este respeto, hay que decir que no todos tenían el mismo precio, y que ello variaba mucho debido a la categoría de esclavo, es decir, de su trabajo, de su edad, sexo, actitud profesional o presunta clase social: un niño o un joven valía normalmente más que un hombre mayor, un marinero o carpintero naval más que un hortelano, y claro, un cura, un noble o un oficial diplomático más que un pobre pescador. En ocasiones, se les encomendaba también la destinación de uso de sumas de dinero específicas, recibidas para el rescate de uno o más cautivos determinados, en el caso de que por cualquier razón no hubiera sido posible rescatar a aquel (o aquellos) prisionero(s) en concreto34.
Antes de pasar a nuestro caso de estudio, nos parece oportuna una última consideración de carácter general: las autoridades religiosas y las civiles estaban involucradas en la preparación de una misión de rescate cada una según sus propias prerrogativas. Por un lado, la intención siempre declarada de los religiosos era la de garantizar la salvación de las almas del mayor número de cristianos posible, con ánimo de evitar su apostasía y conversión al Islam. Por esta razón, las Constituciones de la Orden mercedaria establecían que el rescate de mujeres, niños y adolescentes siempre fuese considerado prioritario, atendiendo a la «fragilidad» de la edad y del sexo. Aunque esto les obligase a costear precios mucho más altos, estos rescates habían de ser prioritarios, ya que a la conveniencia económica siempre debía ser antepuesto el «mayor provecho de la Fe»35. Al contrario, el objetivo de la Monarquía era el de devolver a su patria a sus súbditos más eminentes (soldados, oficiales y hombres de gobierno, representantes de la alta nobleza o de la jerarquía eclesiástica), minimizando al mismo tiempo los costes y, por tanto, la extracción de metal precioso hacia África. Con esta finalidad, el Consejo de Su Majestad fijaba y determinaba las cantidades de dinero que los religiosos estaban autorizados a trasferir a Berbería, avisando de que todo incumplimiento, o disconformidad con aquellas instrucciones, serían castigados con severas sanciones.
5. LOS RESCATES DE MUSULMANES
Un sólido –aunque debatido36– tópico historiográfico afirma que los musulmanes no rescataban a sus correligionarios esclavos en Países cristianos, sino que se limitaban a intercambiarlos por los cautivos europeos en su poder cuando se presentaba la ocasión.37 De hecho, si en la Europa cristiana Órdenes religiosas e institutos caritativos con este fin fueron activos –como ya recordado– desde la Edad Media, al contrario, en el mundo islámico la liberación de los esclavos correligionarios fue una preocupación que, si bien ciertamente presente (y coherente con los principios de solidaridad predicados en el Corán), fue sin embargo más desorganizada y dispersada. Es a partir de la mitad del siglo XVIII cuando tenemos mayor constancia (en el sentido de huellas documentales) de acciones concretas puestas en marcha por los gobernadores de las regencias berberiscas para obtener la liberación de sus súbditos, y en muchas ocasiones esto ocurrió a través de intercambios con prisioneros cristianos38.
6. EL RESCATE DE CAUTIVOS EN EL SIGLO DE LAS LUCES
Con respecto al siglo XVIII, algunos historiadores han sostenido que el debate intelectual y los nuevos escenarios jurisprudenciales alimentados por la Ilustración hayan influido en la voluntad política de los soberanos, en el área italiana e ibérica, para llevar a término acuerdos de paz y de libre navegación con los Estados de la otra orilla del Mediterráneo. Inglaterra y Francia, por su parte, ya lo habían hecho casi un siglo antes. En efecto, en el siglo XVIII se produjo un cambio significativo en el volumen y en el carácter de la esclavitud39, gracias a la intensificación de las relaciones diplomáticas, al envío de embajadores, a la concertación de tratados de paz, y al mismo tiempo, al incremento significativo de la liberación de esclavos, entre otras cosas, a través de acuerdos de intercambio. Aunque tradicionalmente la historiografía se haya centrado principalmente en el período comprendido entre mediados del siglo XVI y finales del XVII, que coincidió con el Siglo de Oro de la guerra corsaria berberisca, no faltan tampoco estudios que han examinado la evolución del fenómeno corsario y del rescate de esclavos en el siglo XVIII. Es más, dichos estudios pueden resultar de mayor eficacia y dar lugar a resultados aún más satisfactorios debido a la mayor disponibilidad de fuentes, junto a una (supuesta) mayor fiabilidad y precisión de los datos en ellas contenidos (sobre todo de los datos económicos, y de identificación de las personas): razones que, a nuestro entender, han servido de incentivo para estos estudios. Además del ya citado trabajo de Salvatore Bono, Barrio Gozalo examina fuentes españolas del siglo XVIII y ofrece una visión amplia sobre el tema40. El autor concluye que ni la esclavitud, ni el rescate de esclavos en el Mediterráneo pueden considerarse fenómenos acabados hasta finales del siglo y que, en todo caso, cambiaron las forma y las prácticas, pero el carácter de la redención como obra piadosa y como ayuda indispensable en favor de los pobres e indefensos cautivos, permaneció, al fin y al cabo, inalterado.
No obstante, no cabe duda de que en el transcurso del siglo XVIII la esclavitud mediterránea experimentó una regresión progresiva e innegable. En 1761 el Marqués de Pombal prohibió la entrada de nuevos esclavos en Portugal; España, por su parte, ya a partir de 1748 había suprimido el servicio de remos en galeras. El Reino de Nápoles firmó un tratado de paz y libre navegación y comercio con el Imperio Otomano en abril de 1740, mientras que España firmó la paz con Marruecos en 1767 y con Argel en 1786. El ritmo de los apresamientos corsarios se redujo considerablemente. Aquel período coincidió con el auge del intercambio de esclavos, una modalidad que también se practicaba anteriormente41, pero que en el siglo XVIII alcanzó una dimensión mucho más significativa. En los siglos XVI y XVII los intercambios entre esclavos eran escasos y no representaban más del 1% de las diferentes formas de salida de la esclavitud. Casos como, por ejemplo, el del esclavo musulmán Mansur, hijo de un habitante de Beja, en Túnez, quien en 1618 fue intercambiado por un franciscano de Palermo, no eran muy frecuentes y sólo ocurrían cuando se daban a la vez otras circunstancias favorables, como que, en este caso, coincidía que el ama de Mansur era al mismo tiempo la madre del cautivo franciscano detenido en Túnez. El Consulado de Francia en Túnez registró, entre 1601 y 1700, un total de 215 operaciones de intercambio, en las que participaron 227 cristianos y 236 musulmanes. Como resultado de la intensificación de las relaciones diplomáticas entre ambas orillas, el número de esclavos intercambiados en el siglo XVIII aumentó, especialmente a partir de la década de los treinta. En 1768-1769, el intercambio pactado en ocasión de la redención llevada a cabo de forma conjunta por trinitarios y mercedarios en Argel involucró por sí solo a 236 esclavos musulmanes detenidos en España (curiosamente, el mismo número que durante todo el siglo anterior). De hecho, no es casualidad que en los mismos años la esclavitud de musulmanes en Europa (tanto la doméstica, como de aquellos empleados en trabajos forzados o en arsenales) se redujera significativamente42.
Sin embargo, el intercambio entre esclavos no siempre se demostraba una solución eficaz. De hecho, no es de extrañar que fueran los propios mercedarios quienes decidieron prohibir a los redentores llevar consigo al Norte de África esclavos turcos o moros para intercambiarlos por cristianos, ya que muchas veces, en cuanto aquéllos pisaban el suelo, desaparecían de la vista de los frailes, o les eran sustraídos por la fuerza por los guardias, o incluso por sus allegados. Además, solían relatar supuestos malos tratos y hostigamientos sufridos en tierras cristianas, lo que provocaba la indignación de las autoridades y de los habitantes de la ciudad del Magreb donde se tenía que negociar el canje. Por estas razones, para evitar problemas o complicaciones era mejor dejar de llevar esclavos musulmanes para utilizarlos como peones de intercambio, teniendo en cuenta, además, que en Magreb aquéllos eran menos bienvenidos que las monedas de oro: «Por ningún caso, se lleve en la enbarcaçión Turco, ni Moro, porque sólo sirven de llevar contra sí un enemigo la Redenpçión, que en Argel quentan mil mentiras y se las creen, que, en saltando en tierra, si ba por trueque de algún christiano, se desapareçe el Moro, y que allá diçen los del Govierno que se lleve plata y no Moros, que allá tienen muchos»43. Por lo tanto, a menudo el intercambio no era factible debido a la negativa del bey, que prefería dejar (las fuentes dicen «regalar») al rey de España los musulmanes esclavos en el territorio ibérico, en lugar de renunciar a los beneficios de los rescates. Eso, se entiende, siempre y cuando dichos esclavos no fueran turcos, en cuyo caso sin duda se habría comprometido a redimirlos, porque estaba obligado por el sultán, que quería que regresaran a Estambul44.
Resumiendo, por lo general los gobernadores de las Regencias Magrebíes se arrogaban el derecho a fijar (o cambiar sobre la marcha) los precios de los rescates y, además, se mostraban reacios a aceptar el trueque de sus esclavos cristianos por esclavos moros (y cuando lo hacían, a menudo exigían como contrapartida una cantidad de esclavos mucho mayor de la de los cristianos entregados)45. Ahora bien, en torno a la mitad del siglo XVIII ya se había hecho patente la necesidad de aportar cambios, a nivel procedimental, en la organización y realización de las misiones de redención de cautivos: y es que precisamente la experiencia acumulada en el transcurso de más de dos siglos había puesto de manifiesto tanto las ventajas, como los límites de aquella obra caritativa.
7. LA REDENCIÓN DE 1723 EN ARGEL
¿Cómo se realizaba en la práctica una misión de rescate? ¿Cómo se desarrollaba a nivel práctico aquel proceso que en las páginas anteriores hemos referido? ¿Qué quería decir, concretamente, llevar a cabo una redención de cautivos en el Norte de África, sin armas, sin ayuda de intermediarios, y a menudo, sin más garantías que un pasaporte expedido por las autoridades magrebíes, y sin contar con el amparo de un derecho internacional aún lejos de forjarse? Para tratar de contestar a estas preguntas, vamos a presentar aquí un caso de estudio, quizá de entre los mejor documentados: a saber, la redención de cautivos que los frailes de Merced efectuaron en la regencia berberisca de Argel en el año 172346.
A finales de 1722 un Capítulo general de la Orden de Merced convocó una redención de cautivos para el año siguiente, siendo llamadas a participar en ella las dos provincias de Castilla y Andalucía, que a la sazón contaban con suficiente limosnas para emplear en los rescates. Para aumentar los recursos a disposición de los redentores, el Maestro general pidió un préstamo al marqués de Santiago: el barón, que poseía diferentes propiedades en la capital española y que ya anteriormente había dado prueba de gran liberalidad ofreciendo ingentes limosnas para la redención, aceptó anticipar a los religiosos 12.000 escudos. Los redentores encargados fueron cuatro: García Navarro y Cristóbal de Campos, por la provincia de Castilla, y los frailes Gerónimo de Ortega y Pedro Rosvalle por la de Andalucía, todos de la familia calzada.47
En el mes de octubre de 1722 se publicó en Madrid el pregón de la redención, con la solemnidad ordinaria y sirviéndose de todos los medios que pudieran favorecer su visibilidad. Uno de los medios más eficaces en este sentido era él de encontrar los patrocinadores adecuados: para ello, los religiosos dejaban que algunos entre los máximos bienhechores de la Orden, personalidades bien conocidas de la nobleza y del Estado, tanto mejor cuanto más cercanos a la Corte, fueran los que se encargaran de llevar en procesión el estandarte de la Redención48. El desfile recurrió las calles de la capital en recaudación de fondos; además de las sumas así colectadas, se añadieron otros 16.000 pesos más que les proporcionó una cofradía de terciarios franciscanos, gracias a un legado que la noble Lorenza Cárdenas y Manrique de Lara había instituido para redención de cautivos49.
Después, el beyde Argel hizo llegar al convento de la Merced el pasaporte, o seguro, con el cual los redentores podrían emprender el viaje hacia la ciudad africana sin riesgo (al menos en teoría) de ser capturados a su vez por los corsarios. Una vez obtenido, entonces, el pase(salvoconducto) de Argel, los frailes presentaron una petición oficial al Consejo de Castilla para obtener la licencia real, y la autorización del Consejo de Hacienda para el envío del dinero a Berbería, que no era poco: los redentores llegaron a disponer, para aquella misión, de un total de 130.000 pesos50. Este importe inicial, sin embargo, de pronto empezó a reducirse, y mucho, debido a una serie de gastos «complementarios»: primero de todo, para el envío de la redención se decidió fletar un navío de una compañía privada, escogido porque tenía una capacidad de más de quinientos hombres pero cuyo flete fue ajustado a un precio de 1.400 pesos al mes. Además, los frailes también tuvieron que tener en cuenta la compra de algunos regalos (anillos, joyas y perfumes) para el gobernador y los principales oficiales de la ciudad magrebí, como «era costumbre».
Los dos redentores de la provincia de Castilla salieron de Madrid en enero de 1723 y, tras recorrer a lomo de una mula centenares de kilómetros, escoltados por soldados y oficiales reales (cuya tarea era de vigilar el dinero y prevenir ataques de bandoleros), se encontraron por fin con los dos redentores de la provincia de Andalucía en la ciudad de Murcia. Desde allí, se dirigieron juntos hasta Cartagena, desde donde estaba prevista la partida para Argel. Antes de zarpar, los redentores registraron ante las autoridades portuarias todo el dinero y mercadurías que llevaban, para asegurarse de que no excediesen lo consentido por la licencia real para la extracción de productos y moneda del Reino. Asimismo, el escribano de la redención fue anotando en dos cuentas separadas las sumas aportadas por una y otra provincia (que no eran iguales, ya que la provincia de Castilla había contribuido con mayor cuantía): el importe total de limosnas y adjutorios para los rescates, descontado de todos los gastos realizados anteriormente a la partida, fue de 125.981 pesos51.
8. LOS REDENTORES LLEGAN A ARGEL
Al cabo de unos días de navegación los redentores llegaron a Argel. Nada más entrar en el puerto fueron alcanzados por dos lanchas, donde venían el guardián del puerto y otros oficiales, que les preguntaron, sin más agasajos, cuántas cajas de dinero llevaban: los frailes, por cierto, bien sabían que «la codicia de aquellos Barbaros, dà principalmente la bienvenida à la plata, no a los Redentores». Una vez desembarcados, los redentores, escoltados por diversos guardas otomanos y acompañados por un numeroso grupo de cautivos y decenas de curiosos, fueron conducidos al palacio del bey, donde también les estaban esperando las mayores autoridades de la Regencia, los concejales del Diwan y los escribanos oficiales del bey, a quienes les correspondía la tarea de contar el dinero y registrar, ellos también, todas las transacciones. El bey en seguida retuvo una parte del dinero (un quinto) a título de «impuesto de entrada»; luego, los redentores fueron desalojados y conducidos, junto con las cajas de dinero que quedaban, hasta la Casa de la Limosna, donde un grupo de guardas procuró depositar todas las cajas en un cuarto de la casa, cerrado con un grueso candado, del que guardaron la llave, impidiendo de tal manera a los religiosos acceder a ella. Así que, como ellos no disponían de más dinero que el que llevaban en dichas cajas, los frailes se vieron obligados a pedir ayuda, hasta para los gastos más básicos necesarios a su mantenimiento, al administrador del Hospital trinitario de Argel.
Durante las tratativas para los rescates los religiosos de la Merced eran asistidos por un intérprete o truchimán, un renegado francés que sabía hablar algo de castellano. A dicho intérprete también le correspondía anotar la compraventa de esclavos: en efecto, era él que redactaba y firmaba los «recibos de pago», naturalmente en árabe, para que fuesen entregadas a los dueños, o al bey52. El intérprete francés, al igual que el inglés solían cobrar una recompensa por sus servicios, aunque estos se limitasen en «acompañarnos en algunas visitas», según lamentaban los redentores, y por lo demás no hacían otra cosa que comer y beber a expensas de la redención, aprovechando la comida (sobre todo chocolate y vino) traída por los frailes. Sea como fuere, gracias también a la intermediación de los intérpretes, los redentores empezaron a comprar los regalos (kaftanes, anillos, atuendos) para el bey y los oficiales otomanes, como era costumbre, y les entregaron aquellos que habían traído ellos de España (aceitunas de Andalucía, turrón, tabaco y chocolate)53. A continuación, pasaron a visitar al Vicario apostólico de aquella ciudad y los cónsules de Francia e Inglaterra, «procurando dexar gratos a todos, porque à todos hemos menester», como admitieron los propios redentores. Por fin, una vez terminadas las ceremonias habituales, los frailes pasaron a visitar los baños, es decir las cárceles en dónde los moros guardaban reclusos a los cautivos cristianos durante las noches: el primer día, ellos trataron principalmente de darles consuelo, esperanza, pero también de confesarles y comulgarles, asegurándoles que harían todo lo posible para sacarlos de allí.
Empezaron entonces las tratativas, con los religiosos llamados en la habitación privada del bey, ante la presencia de éste y de unos pocos concejales suyos. Como era habitual, se empezó a tratar por la liberación de los esclavos «públicos» (los así llamados forzosos), los cuales concretamente eran de propiedad del bey o de los mayores oficiales de la Regencia. Se trataba, en este caso, de doce jóvenes o muchachos: de ellos, tres eran holandeses, y por ello «herejes», otros también eran extranjeros pero católicos, y algún español. Se les llamaba forzosos precisamente porque era obligatorio que en cada redención los redentores rescatasen a estos prisioneros, antes que todos los demás, y muchas veces su precio no era negociable: el bey pidió 1.000 pesos por cada uno de los doce rehenes, una cantidad realmente excesiva, que además obligaría a los redentores a gastar buena parte del dinero a su disposición en rescates de prisioneros no españoles, contrariamente a lo instado en las instrucciones reales54. Los religiosos entonces intentaron obtener al menos una rebaja en los precios, alegando que no solamente los pobres cautivos españoles se quedarían «desconsolados, viendo emplear tantos caudales en rescatar extranjeros», sino que el propio rey de España se enojaría y esto desgastaría las «buenas relaciones» entre los dos55.
9. LAS DIFÍCILES TRATATIVAS PARA LOS RESCATES
Las tratativas no eran sencillas y los religiosos lo sabían: las negociaciones pasaban por intentos, mediaciones, propuestas de rebajas, ofertas, negativas o amenazas. Los frailes de la Merced intentaron convencer al bey en aceptar una solución intermedia: rescatar a seis, de los doce inicialmente impuestos, luego, ante el rechazo de parte de él, lo volvieron a intentar con ocho –lo que hubiese supuesto rescatar por lo menos a todos los católicos pero recibieron otro «no». El bey se demostró obstinado y, al contrario, añadió (por medio del intérprete francés) que si no hubiesen rescatado a los doce de golpe, al día siguiente los cautivos hubieran llegado a ser quince. Ante símil chantaje, los frailes consideraron indispensable resistir, para no mostrarse dispuestos a ceder a las primeras extorsiones, así que pidieron y obtuvieron el permiso para marcharse.
En los dos días siguientes, las negociaciones con el bey siguieron adelante, pero aún sin éxito, hasta el punto de que los religiosos dejaron entender que volverían a España sin llevar a cabo la redención, y reclamaron que se les devolviese el dinero que allí habían traído: el bey les contestó que desde luego podían volver a España, pero que en este caso se olvidaran del dinero, y que sólo les hubiera dejado llevarse a los cautivos más viejos y maltrechos. Ante la obstinación del bey, los redentores invocaron la ayuda del cónsul francés, suponiendo ser él «la persona de mayor representación en Argel», pero este intento también se reveló infructuoso, así que los frailes fueron obligados a «ceder a la violencia» de aquella extorsión, observando lastimosamente cómo hasta el cónsul de una gran nación europea había sido tan descaradamente vilipendiado y, por lo tanto, temiendo que ante cuatro pobres frailes aquel «tirano» podría actuar mucho peor e impunemente.56 Pese a las innumerables súplicas y a las repetidas tentativas de llegar por lo menos a un punto de acuerdo, los redentores, exasperados, se vieron obligados a ceder ante las exorbitantes peticiones del bey y a pagar el rescate de todos sus esclavos (españoles y no), antes de poder empezar a contratar la liberación de todos los demás. Conforme iban redactando el listado de los rescatados, los frailes de la Merced anotaron aparte los nombres de los cautivos del bey, indicando por cada uno de ellos su nombre, edad, Estado o región de origen, el tiempo de permanencia en esclavitud y, por supuesto, el coste de su rescate. Los doce niños y mozos fueron vendidos por 1.000 pesos cada uno –precio que, por cierto, no incluía los habituales «derechos de puertas», una especie de tasa aduanera que debía ser abonada a las autoridades portuarias argelinas– mientras que otros 23 esclavos, algunos de los ellos empleados en la grandiosa cocina del gobernador, fueron readquiridos por 500 pesos cada uno57.
Enseguida, los frailes empezaron a negociar la liberación de los cautivos del Baylique (es decir los esclavos «públicos») según previsto por las cláusulas del pasaporte; sin embrago, aquí también los religiosos hallaron dificultades, ya que deberían haber sido ocho, todos ellos españoles, y en cambio el gobernador argelino insistió para que recompraran dieciséis, y entre ellos también algunos no españoles. Llegados a este punto, hartos de discutir, los frailes ya no opusieron resistencia ninguna, sobre todo debido a que se trataba en buena medida de soldados de Orán «que tenían sueldo», mientras que otros habían sido señalados expresamente por el Consejo real, o bien porque para ellos se habían recibido ciertas sumas que sólo se podían gastar en su liberación. Y, por lo tanto, los religiosos estaban precisamente encargados de aquella («estaban encargados con adjutorio»). Entre los cautivos del Baylique, que eran muy numerosos, los redentores deberían escoger cincuenta, para rescatarlos al precio de 500 pesos cada uno: empezaron, entonces, a llamar uno por uno a los nombres contenidos en el listado que habían recibido por el Consejo de Castilla. Pero, tras apenas unos pocos minutos el bey interrumpió la operación, molesto por la comprensible aglomeración y por el barbullar sin orden de aquellos desventurados, quienes no esperaban otra cosa que hallarse incluidos en el listado. Aquellos cautivos, temiendo no llegar a ser rescatados por falta de dinero, se iban amontonando uno encima de otro y entre gritos y empujones suplicaban a los redentores que los llevaran a sus casas. El bey pues, dio orden para que todos salieran de la sala donde se hallaban y luego mandó sacarlos uno por uno sin ningún criterio específico, sino totalmente al azar58. Ante tal arrogancia y el inamovible albedrío del gobernador argelino, a los frailes de la Merced no les quedó más remedio que rendirse. Tuvieron que asumir que su acción había resultado totalmente ineficaz en cuanto a la selección de los prisioneros para rescatar: fue el bey, de hecho, quien escogió a todos los que fueron libertados, sin que los redentores tuvieran ningún derecho a opinar59.
Después de los cautivos «forzosos» tocó a los que eran de propiedad de los oficiales de la Regencia y de las máximas autoridades de la ciudad: estos esclavos, llamados aguaїte, tendrían que ser rescatados tratando personalmente con cada uno de los dueños, lo cual suponía una larga pérdida de tiempo. Cada vez que se pudo, los religiosos escogieron rescatar a los niños y muchachos más jóvenes, «expuestos a mayor peligro [y] dignos por eso de particular atención», algo que evidentemente no sólo era de interés de los Mercedarios sino también (quizás sobre todo) de los propios dueños, ya que el precio de los más jóvenes era superior con diferencia al de los adultos.
Una vez terminada esta fase tan dificultosa, los redentores empezaron a recomprar esclavos a particulares. Éstos costaban bastante menos que los anteriores, debido a la gran competencia que los propios dueños se hacían entre sí en el mercado, intentando convencer a los redentores para que empleasen el poco dinero que les quedaba en adquirir su propio esclavo, favoreciendo de tal manera la rebaja de precios60. Estos rescates fueron muy pocos, comparados con los «forzosos» (del Bey y del Baylique) pero también fueron, en general, mucho más baratos (en promedio 200 pesos cada uno, frente a los 500 o 1.000 pesos pagados por los rescates de los primeros). En esta fase, los redentores sí tuvieron cierta libertad en escoger a los rescatados, lo que les permitió, por ejemplo, dar prioridad a los cautivos españoles y, entre éstos, a aquellos que consideraban «más arriesgados a perder la fe», así como a los que el Consejo Real les había señalado.
Una vez apalabrados los rescates entre los redentores y los dueños, el bey emitió el pregón con el que convocaba a todos los interesados en la Casa de la Limosna (que en los días siguientes, pasó de ser posada para los frailes a un verdadero «mercado» de esclavos), para que recibieran el dinero correspondiente. Cuando ya los frailes se creían que lo más difícil había terminado, fue justo cuando surgieron los tropiezos más molestos y los contratiempos más insufribles: y esto ocurrió a la hora de concretar el trueque dinero-esclavo, la operación considerada de mayor sufrimiento durante las redenciones61. De hecho, pese a la presencia de un contador judío y del intérprete (el ya mencionado renegado francés), a quienes les correspondía la tarea de supervisar la regularidad de las transacciones y asegurar la autenticidad de las monedas y su valor intrínseco (en oro o plata), muchos de los turcos que habían vendido sus esclavos, al poco tiempo volvían, unos con diez, otros con veinte o más pesos, rechazados porque –según decían– el dinero no era de buena calidad, o bien las monedas eran falsas, o desgastadas, o no eran la cantidad correcta. Naturalmente, los contables del bey hacían de todo para complacerles, canjeándoles las monedas rechazadas, lo que causaba más retrasos. Pese a ello, la pérdida de dinero no fue mucha, porque, según señaló con sarcasmo uno de los redentores, a muchos de aquellos que volvían para reclamar monedas mejores, se les daban con frecuencia las mismas monedas que otros anteriormente habían rechazado por idéntica razón, y ellos, casi siempre, se marchaban contentos por el negocio hecho62.
Pero los problemas para los redentores no terminaron allí: otras ocasiones de estafas llegaron a la hora de abonar los derechos de salida o «de puertas», un impuesto que iba en beneficio en parte del bey y en parte de los oficiales de la Regencia (guardas, responsables del puerto, miembros del Consejo o Diwan). La cuantía del odiado gravamen estaba fijada (supuestamente) con anterioridad a la misión y expresada en el pasaporte que la Regencia otorgaba cada vez antes de la llegada a África del navío de los redentores (y en todo caso estaba ampliamente asentada por la costumbre consolidada desde hacía más de un siglo y medio ya). En este caso, como en otros, el valor del impuesto fue de 40 pesos por cada rescatado: por si no fuera bastante, el bey intentó aumentarla de dos pesos y medio más por cada esclavo, y sólo tras reiteradas súplicas los frailes lograron que el aumento fuera de «apenas» medio peso por cada uno.
Para más inri, cuatro cautivos ya rescatados fueron retenidos en la cárcel por haber contraído deudas durante su permanencia en cautiverio: el bey avisó a los frailes que, si querían devolverlos a España, tendrían que saldar primero las deudas contraídas por ellos. En el momento de su rescate, no se había hecho mención ninguna de aquellas deudas, pero de nada sirvieron las protestas de los frailes: también fueron obligados a pagar las deudas de los cuatro susodichos63. Otras malas noticias llegarían en breve: justo mientras los frailes estaban empeñados en negociar los últimos rescates, les llegó la noticia que dos de los redimidos, dos mozos de ocho y diez años, habían renegado y se habían convertido al Islam. Por supuesto, los religiosos sostuvieron que nunca habían tenido la menor sospecha al respecto, y pese a ello no pudieron hacer nada para remediar el grave pecado de los dos jóvenes.
Una vez terminado el pago de todos los rescates, los redentores formalizaron la cuenta de todo el dinero recibido y gastado hasta aquel día, y se prepararon para volver por fin a España. Con la intención de ganar tiempo y estar ya listos el día establecido por la mañana temprano, en la víspera de la salida los redentores llamaron a todos los rescatados (que eran más de cuatrocientos) a dormir junto a ellos en la Casa de la Limosna64. Así, el día siguiente se hizo la cuenta final de los rescates, de acuerdo con el listado redactado por el notario de la redención (es decir, el escribano real, quien, como se ha dicho, acompañaba a los frailes de la Merced durante cada misión); en aquella ocasión, sin embargo, resultó que algunos faltaban, lo cual hizo temer a los redentores que los mismos hubiesen renegado. Los redentores entonces se dirigieron deprisa hacia el Palacio del gobernador, donde se repitió el lento desfile de los redimidos, quienes, llamados uno por uno ante el bey por su propio escribano, iban homenajeándole con el usual besamanos y recibían sus personales tiqāras, o cédulas de libertad. Al finalizar la cuenta, resultó que faltaban siete cautivos: seis de ellos porque habían renegado tras el pago de sus rescates, y uno por haber enfermado, lo cual le obligó a quedarse convaleciente durante un tiempo en el hospital trinitario de la ciudad (desde donde luego se le hizo salir rumbo España una vez guarecido)65. Finalmente, cuando ya todo estaba listo para el viaje de vuelta, los frailes pudieron rescatar en extremis a una chica de catorce años de Ibiza, a los pocos días de haber recatado al padre y a una hermana mayor, todos ellos apresados cinco años antes, (junto a la madre que, en cambio, había sido llevada a Túnez, donde murió poco más tarde). Con este rescate, pues, los religiosos lograron recomponer, al menos parcialmente, aquella desdichada familia.
10. EL DESENLACE
Por fin, los redentores junto a los 418 redimidos zarparon de la ciudad magrebí rumbo a Cartagena, donde llegaron, tras varios días de navegación, el lunes de Pascua de 1723, acogidos por una multitud de curiosos y, sobre todo, de gente que acudió desde diferentes ciudades para ver si entre los rescatados se hallaban sus allegados. Nada más desembarcar, rápidamente médicos y controladores sanitarios registraron a todos, uno por uno: cautivos, redentores y miembros de la tripulación, anotando hasta los atuendos y los objetos que cada uno de ellos traía consigo.
Una vez transcurrida pues, en un lazareto la habitual cuarentena (para asegurarse que no hubiera enfermos en el grupo) y recibido el pase por la Junta de Sanidad, aquella caravana de gente pudo, por fin, entrar en la ciudad.66 Sólo entonces los frailes de la Merced pudieron declarar oficialmente cerrada la cuenta de los gastos, anotados por el escribano real desde el primer día en el libro de la redención. A esto siguió la Procesión con los redimidos, quienes desfilaron, acompañados por los redentores, por las calles de la ciudad de Cartagena67.
Al finalizar la procesión, a los rescatados se les concedió el pase para volver cada uno a su propia ciudad (algunos, sin embrago, se quedaron en Cartagena), mientras que 54 de ellos fueron entregados a los terciarios de la local cofradía mercedaria, que había pagado el relativo rescate, para que se les enviara hasta la Capital con el escudo de la Tercera Orden. Aún después de la procesión, los cuatro redentores se entretuvieron en Cartagena algún día más, con motivo de revisar las cuentas de los gastos acometidos, bajo la estricta vigilancia del notario real. Al final de las cuentas resultó que durante el periodo completo de la redención68 se había gastado la cantidad de 136.074 ½ pesos69. Esto quiere decir que, no solamente se había gastado todo lo que se había colectado de limosnas, sino que incluso hubo un alcance negativo de casi diez mil pesos. Esta diferencia había sido cubierta gracias a las pocas limosnas que los redentores habían recaudado en Argel –esencialmente las contribuciones proporcionadas por algunos cautivos para hacer frente a su propio rescate– y, sobre todo, a la venta de los productos que los frailes habían traído consigo a la ciudad africana. De allí a pocos días, los redentores tendrían que rendir cuenta de todo esto ante la Corte de Madrid, y también de todos los gastos no previstos por las instrucciones reales70.
Los cautivos rescatados al final de esta redención fueron en total 425 (entre ellos, 39 no españoles), aunque concretamente los frailes se llevaron a España 418, ya que siete de ellos se quedaron en Argel (6 por haber renegado después de rescatados y otro por hallarse enfermo en el hospital trinitario de la ciudad). De todos los rescatados, los niños o mozos (muchachos, de 7 a 19 años) fueron tan sólo 21; los adultos rescatados, además, fueron casi todos hombres (395) y tan solo 9 mujeres o niñas (de cualquier edad). Los redentores, por otra parte, destacaron que entre los libertados había «bastante número de gente lúcida, y de estimación; así por su edad y calidad, como por aver muchos de Maestranza en diversos oficios, y algunos Capitanes y Patrones de envarcaciones»71. De todas formas, no dejaron de observar que el número de 425, aunque considerable en términos absolutos –y también comparado con el de otras misiones de redención enviadas anteriormente por la Orden de Merced– pasaba a ser incluso escaso en consideración de la cantidad de dinero de la que ellos se habían beneficiado en esta ocasión, una cantidad inusualmente abundante. Pese a ello, había que estar satisfechos si, después de todas las extorsiones y chantajes sufridos por parte del bey, los redentores habían logrado liberar, aun así, a más de cuatrocientas personas72.
Una vez terminada la revisión de cuentas, los redentores se despidieron entre sí, para volver unos a la Provincia de Andalucía y otros a la de Castilla. Éstos últimos se dirigieron, junto a un numeroso grupo de redimidos, hacia Madrid, desde donde los cautivos procedentes de las regiones del Norte del País, proseguirían –según relata García Navarro– hasta sus casas73. En la Capital los redentores fueron acogidos con júbilo y agradecimientos por una inmensa muchedumbre y, llegados que fueron al convento, con abrazos y felicitaciones por sus cofrades, antes de acudir al Palacio real ante los ministros del Consejo de Castilla y del de Hacienda.
Un último hecho que nos parece interesante destacar es que a la vuelta de la redención, los frailes de la Merced tuvieron una disputa con los laicos de la tercera Orden. Éstos, de hecho, pretendían que en los escapularios, que los redimidos llevarían para la procesión en Madrid, aparecieran las insignias de la Orden tercera, alegando que ellos también habían participado en la recolección de limosnas (aunque no físicamente en la misión de redención en África). Está claro que semejante cuestión apenas tendría importancia, siendo, podríamos decir, nada más que una cuestión de imagen74. No obstante, en aquel contexto una simbología de este tipo iba cargada de sentidos más amplios y acababa teniendo consecuencias prácticas que no eran de infravalorar (menos recursos a disposición de la Orden y consiguiente dispersión de los medios a emplear para los rescates). Por esto, los redentores hicieron de ello una cuestión transcendental, que explica las razones de dicho desencuentro.
Terminó así la redención de los Mercedarios, entre las polémicas internas, y las manifestaciones de gratitud y la gran conmoción de los rescatados y de sus familias, ahora nuevamente juntas. Sabemos también que al año siguiente, el odiado bey de Argel murió asesinado por un comando de disidentes: el hombre que había tan gravemente perjudicado la redención, con sus innumerables chantajes y prepotencias, fue bárbaramente apuñalado exactamente un año después de la partida de los religiosos, justo en el mismo día. Un «castigo divino», observaron los Mercedarios. Como hemos dicho al principio, pocos meses más tarde una nueva redención fue enviada a Argel, y después otra más al año siguiente a Túnez, a raíz de las cuales fueron rescatados 274 y 370 esclavos respectivamente75.
11. LOGROS Y FRACASOS DE UNA «SANTA OBRA»
De todo lo que se ha contado hasta aquí es posible sacar unas consideraciones de carácter más general y alguna observación conclusiva. Empezamos con destacar que la redención de los cautivos fue una obra que realmente podríamos decir «colectiva». A partir de la recolección de las limosnas, hasta el regreso de los cautivos a sus tierras natales y la solemne procesión, toda actuación se ponía en marcha con el fin de que cada uno de los actores lograra su «porción» de redención, ya fuera la física (de los cautivos liberados de la cadena) o la del alma (para aquellos fieles que con sus actos de misericordia ayudaban la financiación de una misión)76.
En segundo lugar, el caso de estudio que aquí hemos presentado muestra bien la escasa rentabilidad del mecanismo de redención puesto en práctica por los Mercedarios, y pone de relieve la diferencia con las modalidades utilizadas por las diputaciones laicas de área italiana. Éstas últimas contaban con la intermediación de mercaderes-redentores, prestamistas o financieros (con frecuencia judíos) y mediadores especializados en esta tipología de transacciones, con bases, redes de contactos y conocimientos fiados entre el Magreb y los diferentes puertos europeos. Y sobre todo, los diputados de aquellos institutos laicos o magistraturas ciudadanas no se llevaban al Norte de África cajas llenas de dinero sonante y en metálico, tal como lo hacían los Mercedarios: al revés, iban a hacer los rescates llevando consigo tan sólo cartas de cambio, fides (garantías) de crédito, promesas de rembolso, albaranes77. Los religiosos, por supuesto, se preocupaban de no gastar dinero para pagar intereses sobre el crédito, ni para retribuir la labor de cualquier intermediario, por no hablar –como denunciaron los propios Mercedarios en varias ocasiones– del riesgo de «commistione fra negozio spirituale e negozio commerciale». Y esto se debía a que, según lamentaban los frailes, los escasos márgenes de maniobra de los que ellos disponían para llevar a cabo una redención, les obligaban a menudo a infringir, aunque levemente, las normas internas de la redención78. Sobre esto no cabe la menor duda. Sin embargo, los religiosos eran y no dejaban de ser religiosos, no mercaderes, así que en el intento, alabable, de rebajar los costes de la misión, terminaban obteniendo, de modo algo torpe quizás, el resultado opuesto, exponiéndose a chantajes, pretensiones absurdas y, a menudo, verdaderas extorsiones por parte de las autoridades berberiscas. Y todo ello sin que ni la Monarquía ibérica, la cual declaraba preocuparse por la suerte de sus súbditos caídos en manos de infieles, ni tampoco los Maestros Generales de la Orden, quienes en cambio insistían con que se preocupaban ante todo por la salvación de las almas de los cautivos, de cualquier nacionalidad, lograsen realmente dotar los redentores de los medios adecuados para hacer frente a aquella obra.
12. CONCLUSIÓN
Como hemos visto, en ocasión de la redención aquí relatada fue el propio bey de la ciudad magrebí quien escogió la mayoría de los cautivos rescatados (contraviniendo, por otra parte, las cláusulas del pasaporte que él mismo había otorgado a los religiosos apenas pocos meses antes) y quien impuso a los redentores cantidad, precios, e impuestos sobre los rescates según su incuestionable juicio. En esta, como en otras ocasiones, la actuación del bey argelino, tildado de «arrogante» y «pretencioso», provocó un drástico aumento de los costes de la redención con respecto al presupuesto inicial.79 También hemos visto que los redentores recibían, antes de la salida, una serie de indicaciones, recomendaciones e instrucciones detalladas por los Consejos de Estado (al menos, por lo que se refiere a las redenciones patrocinadas por las Provincias de Castilla y Andalucía, ya que aquellas enviadas por la Provincia de Aragón seguían otras pautas y obedecían a las indicaciones del consejo de Aragón). Dichas instrucciones eran, para los frailes, de obligado cumplimiento, y toda disconformidad de su actuación respecto a ellas podía acarrear severas sanciones por parte del gobierno, y por parte del cabildo general de la orden, la revocación del oficio de redentor a los responsables de las transgresiones. El problema era que –como se ha visto– muchas veces aquellas instrucciones iban a enfrentarse a la disconformidad o el «capricho» de los dueños musulmanes, quienes con frecuencia obligaban a los redentores a cambiar sobre la marcha los prisioneros a rescatar, y sus precios: por esta razón, conformarse y doblegarse a la voluntad de los moros representaba a menudo la única manera de conseguir algún resultado80.
Antes de terminar, nos parece oportuna una ulterior notación, que nos permita esclarecer el titular que hemos elegido para este ensayo: las «lágrimas de nuestros corazones». Esta expresión está sacada del relato del que nos hemos servido para tratar nuestro caso de estudio: en un paso de la referida relación, fray García Navarro, rendido ante la obstinación del gobernador argelino, admite que «hallándonos sin remedio a tales tiranías, se escribieron los cautivos, más con lágrimas de nuestros corazones, que con la tinta de nuestro escribano»81. Tal expresión viene a indicar la tristeza y el desconsuelo de los religiosos mercedarios, al no poder llevar a cabo la redención según sus propósitos (esencialmente, dando prioridad a los católicos y a mujeres y niños por correr –según los frailes– más peligro de cometer abjuración) ni acorde a las instrucciones recibidas por el gobierno (rescatar únicamente a los vecinos y no a los extranjeros). Como pone de manifiesto esta redención mercedaria del primer cuarto del siglo XVIII, el rescate de cautivos era una obra social y humanitaria no exenta de riesgos, que podía conllevar de igual modo logros y fracasos. De hecho, lo que están haciendo aquí los redentores es denunciar su impotencia frente a la obstinación del bey de Argel, y admitir su incapacidad de imponer sus prerrogativas y de hacer valer sus intereses. Dicho de otra manera, el relato que hemos analizado no es una obra celebratoria, su intención no es alabar la labor de los frailes ni laudar sus hazañas: es, al contrario, una obra lastimosa, una denuncia de las vejaciones sufridas (una imagen condensada en las «lágrimas» y la «resignación»82) y una admisión de impotencia o, cuando menos, de ineficiencia.
Lo curioso es que, al cabo de pocos años, aquellas lágrimas y resignación se habían transformado en una manifestación de la universal caridad cristiana, en sincero ímpetu de misericordia, en el afán de aliviar los sufrimientos de los cautivos sin reparo en naciones, sin distinciones de fronteras, sino en una óptica totalmente supranacional, acorde con el espíritu de caridad universal profesado por la Iglesia83. De hecho, en un Memorial (tratado de defensa) escrito por un abogado de la Orden en los años treinta del siglo XVIII, los Mercedarios se enorgullecían de haber rescatado cada vez a más «extranjeros», con independencia de fronteras político-nacionales84. De forma más general, en todos sus tratados y memoriales defensivos, los religiosos de la Merced aseguraban no tener, en su obra redentora, más limitación que la dictada por la «justa razón», ni menor universalidad que aquella ordenada por el «orden prudentísimo de la caridad»85. Confirmando así, una vez más, el desfase entre una propaganda y retórica universalista y –como se ha visto– una práctica hecha de compromisos, imposiciones desde arriba, y decisiones dictadas por la razón de Estado.
Por lo tanto, si bien es cierto que el rescate de cautivos fue una obra social y humanitaria (además de innegablemente religiosa), queda demostrado, a nuestro entender, que también fue una obra política, que tuvo un marcado carácter nacional o, cuando menos, regional. Dicho de otra manera, resulta claro que hasta en una obra sumamente caritativa, como fue la redención de esclavos, es posible vislumbrar ya en los años veinte del siglo XVIII el surgimiento de más modernos sentimientos nacionalistas, o al menos regionalistas, lo cual favoreció que a la lógica de la solidaridad cristiana se fue sustituyendo otra, más pragmática, del interés nacional, la «razón de Estado». Si se observa desde esta perspectiva, la acción de los religiosos de la Merced nos parece dependiente más bien de los intereses de la Monarquía ibérica, que a las directivas de los Capítulos generales de la Orden, y su «agenda» más bien dictada por las necesidades contingentes de la política, de la nobleza o del ejército, que no por las instrucciones del Maestro general.
Si bien es cierto que cada misión de redención es una historia independiente86, la que hemos presentado aquí nos ayuda a esclarecer algunos aspectos más terrenales y concretos sobre cómo se desarrollaba a nivel práctico un rescate colectivo de cautivos en tierra islámica todavía a principio del siglo XVIII. Después las cosas fueron cambiando a lo largo del siglo de la Ilustración, conforme iba creciendo el papel jugado por la diplomacia, la política de las relaciones internacionales, con la conclusión de pactos y estipulación de tratados entre los Estados europeos y las regencias otomanas del Magreb o Estambul. Todo ello hizo que este tipo de redenciones fueran cobrando cada vez menos importancia y, por ende, los redentores religiosos tuvieron una importancia cada vez menos relevante, tanto ante el Estado, que empezaba a necesitar siempre menos la labor de los frailes mercedarios y trinitarios, como ante la propia sociedad española e italiana, en las que los fieles se iban transformando en súbditos. De hecho, los súbditos de estos países, por muy católicos que fueran, se demostraron cada vez menos dispuestos a delegar el socorro hacia sus allegados a las Órdenes religiosas y se dirigieron siempre con más frecuencia hacia los consejos de la Monarquía (como el de Cruzada en España), o a los diputados y magistrados laicos de los institutos activos en la península italiana (Génova, Nápoles, Sicilia, Venecia). Había empezado ya entonces un proceso de cambio, que después daría pie a una transformación duradera a partir del siglo XIX, una transformación que abriría el camino hacia un modelo de sociedad laica en la que el socorro y la asistencia hacia los necesitados e indigentes –como también en su tiempo lo fueron los cautivos– ya no fueron tarea de la Iglesia sino de la política y del propio Estado nacional.
Abstract
Main Text
INTRODUCCIÓN
1. LAS CONDICIONES DE VIDA EN ESCLAVITUD
2. EL RESCATE DE CAUTIVOS Y EL COMERCIO CON EL INFIEL. UNA «EXCEPCIÓN PERMANENTE»
3. REDENCIONES «RELIGIOSAS» Y REDENCIONES «LAICAS»
4. DE LA RECAUDACIÓN DE FONDOS, HASTA EL ANHELADO REGRESO. EL LARGO PROCESO DE LAS REDENCIONES
5. LOS RESCATES DE MUSULMANES
6. EL RESCATE DE CAUTIVOS EN EL SIGLO DE LAS LUCES
7. LA REDENCIÓN DE 1723 EN ARGEL
8. LOS REDENTORES LLEGAN A ARGEL
9. LAS DIFÍCILES TRATATIVAS PARA LOS RESCATES
10. EL DESENLACE
11. LOGROS Y FRACASOS DE UNA «SANTA OBRA»
12. CONCLUSIÓN