Las sanciones premiales positivas y el cumplimiento efectivo de las normas protocolarias

Positive reward sanctions and effective enforcement of protocol rules

 

Fernando García-Mercadal y García-Loygorri[1]

Universidad Nebrija

fgarciamercadal@telefonica.net

 

Recepción: 22/04/2023 Revisión: 18/05/2023 Aceptación: 19/05/2023  Publicación: 30/06/2023

DOI: https://doi.org/10.5944/eeii.vol.10.n.18.2023.37363

 

Resumen

La relación entre las nociones Derecho y sanción ha dado lugar a no pocas controversias doctrinales. Algunos autores distinguen una forma punitiva o represora que se activa cuando se incumple una norma jurídica (sanciones negativas) y otra premial o gratificadora (sanciones positivas) vinculada a méritos y conductas virtuosas o bienhechoras para la sociedad, como serían los títulos de nobleza, las condecoraciones y otros reconocimientos de carácter honorífico. La sanción negativa tiene como finalidad la reparación del daño, la sanción positiva estimular a los ciudadanos para que aumenten los comportamientos socialmente valiosos. El carácter coactivo o no coactivo sería la principal diferencia entre unas y otras.

PALABRAS CLAVE: sanciones premiales, trato social, cortesía, ceremonial, protocolo, coactividad de las normas.

Abstract

The relationship between the notions of law and sanction has given rise to considerable doctrinal debate. Some authors distinguish between a punitive or repressive form that is activated when a legal rule is breached (negative sanctions), and a rewarding or gratifying form (positive sanctions) linked to the merits and virtuous or beneficial conduct for society, such as titles of nobility, decorations, and other honorary recognitions. The negative sanction is aimed at repairing the damage, the positive sanction at stimulating citizens to increase socially valuable behaviour. The main difference between the two is the coercive or non-coercive nature of the sanction. The legal is not limited to written rules and includes social customs in the field of ceremonial and protocol.

KEYWORDS: reward sanctions, social intercourse, courtesy, ceremonial, protocol, coerciveness of rules.

SUMARIO:

1.                  Planteamiento general

2.                  El debate de la sanción premial en los tratadistas hispanoamericanos

3.                  Las reglas del trato social Tertis genus normativo

4.                  Las reglas de cortesía, protocolo y ceremonial y las convenciones constitucionales.

5.                  El cumplimiento efectivo de las normas protocolarias

6.                  Lo jurídico no se circunscribe a las disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y usos inherentes a la naturaleza de las instituciones

7.                  La remisión a los usos sociales en las normas positivas de ceremonial y protocolo

8.                  Bibliografía

 

1. PLANTEAMIENTO GENERAL

“La convivencia pacífica en sociedad de la especie humana se articula, —nos dice la profesora María José Falcón— entre otras, por las normas jurídicas, las normas morales, las normas religiosas y los usos sociales. De estos órdenes normativos sólo el primero es realmente coactivo —se cumple por las buenas o por las malas, imponiéndose una sanción penal subsidiaria en el caso de incumplimiento de la conducta prescrita o realización de lo prohibido—. Los castigos son diferentes: cumplimiento de lo ordenado o sanción sustitutoria —en la norma jurídica—, castigo intangible o ultraterreno —en la Moral y en la Religión— y comentario o exclusión del grupo social —en los usos sociales—” (Falcón y Tella, 2008, pág. 39). Esta tesis del carácter coactivo como principal diferencia entre el Derecho, la Moral y los usos sociales, entre los que podríamos incluir muchas de las normas premiales protocolarias y de cortesía, es la dominante en la doctrina. Así, a la eficacia obligatoria de las normas jurídicas se confrontarían el peso de la culpa y el remordimiento sobre la conciencia en las normas morales y la desaprobación o exclusión comunitaria en los usos sociales.  

El interesante problema teórico de la relación existente entre las nociones de sanción y Derecho ha dado lugar a no pocas controversias entre penalistas y filósofos. Algunos autores distinguen en la sanción una forma punitiva o represora (sanciones negativas) y otra premial o gratificadora (sanciones positivas). Otros estudiosos estiman que hablar de sanciones premiales resulta contradictorio y por eso prefieren emplear en su lugar las expresiones subvenciones, ayudas o incentivos.

En el más alto grado de las sanciones negativas se encuentran las penas anudadas a las conductas tipificadas como delito en las leyes penales. Están definidas en el orden jurídico para quienes incurren en los comportamientos de mayor reproche social. Existen otras sanciones negativas de menor intensidad como las sanciones disciplinarias, las medidas de seguridad o las multas administrativas. Casi siempre son estas sanciones negativas las que la ciudadanía identifica con el término sanción. En cuanto a las sanciones positivas, en su expresión más acabada, están agregadas a méritos y conductas consideradas virtuosas o bienhechoras para la sociedad. Entre ellas figuran los títulos de nobleza, las condecoraciones, civiles y militares, y otros reconocimientos de carácter honorífico, como los premios culturales, la erección de estatuas o monumentos o la designación de viales públicos. No obstante, existe una apreciable diferencia entre el Derecho Premial y el Derecho Penal. Como dijera el gran procesalista Francisco Carnelutti (1869-1965), “la obediencia puede existir sin premio, pero no la desobediencia sin pena” (Carnelutti, 1971, pág. 48).

 

2. EL DEBATE SOBRE LA SANCIÓN PREMIAL EN LOS TRATADISTAS HISPANOAMERICANOS

No sabemos por qué, el asunto de la sanción premial ha encontrado especial eco al otro lado del Atlántico. En 1940, Juan Llambías de Azevedo (1907-1972), filósofo del Derecho uruguayo, uno de los más destacados y originales de su tiempo, escribió:

Las retribuciones o sanciones se llaman penas o castigos cuando consisten en males y premios o recompensas cuando consisten en bienes. Sería una deplorable mutilación presentar al Derecho como implicando exclusivamente el modo de la retribución dañosa, la pena. La esencia del Derecho implica la retribución, pero esta puede ser no solo el castigo sino también la recompensa. Y la historia del derecho positivo nos muestra efectivamente ejemplos de retribuciones que son premios: la rama de olivo (Grecia) y el elogio y el galardón (España medieval); el ascenso y el aumento de sueldos, la condecoración, las pensiones graciables, las primas económicas y las exoneraciones. Si nos pasan inadvertidas, es porque no han sido unificadas en un Código como las pena. (Llambías de Azevedo, Eidética y aporética del derecho. 1940, pág 48).

En el mismo año 1940, Eduardo García Máynez (1908-1993), filósofo y jurista mejicano con notable influencia en Hispanoamérica, dio a la imprenta su Introducción al estudio del Derecho, texto que ha conocido desde entonces numerosas ediciones. García Máynez presta particular atención en esta obra a lo que denomina “el problema de la sanción premial”. Para abordar este asunto reconoce haber leído el trabajito “Merito e recompensa”, publicado tres años antes por Angelo de Mattia en la Rivista Internazionales di Filosofia del Diritto, en el que el jurista italiano defiende que el acto ilícito y el acto meritorio “se reflejan recíprocamente puesto que “al lado de la estricta teoría del acto ilícito como presupuesto de las sanciones punitivas, es posible construir una teoría del acto meritorio como presupuesto de las sanciones recompensatorias” (Mattia, 1937, pág. 613).

“Cuando de la sanción se habla, —dice García Máynez— piénsase en los diversos medios destinados a reforzar la observancia de las leyes, es decir en las consecuencias que derivan de la infracción de una norma, como la pena o la ejecución forzosa. Pero esta idea implica una limitación indebida, porque el cumplimiento de los preceptos jurídicos puede perseguirse no solamente con la amenaza de un mal, sino ofreciendo premios o recompensas. Cabe hablar, por tanto, de un derecho premial, en contraposición al penal” (García Maynez, 2002, pág. 310). En consecuencia, define la sanción, “como el efecto jurídico de un acto, tendiente a compensar la voluntad”.

La citada definición encierra, según nuestro autor, los elementos siguientes: a) Desde el punto de vista de la norma, aparece como la amenaza de un mal o la promesa de un bien (sanción punitiva o premial); b) toda sanción tiene como supuesto la realización de un acto determinado. Éste puede ser lícito o meritorio. De la naturaleza del acto depende la índole de la sanción correspondiente; y c) La finalidad de la sanción es compensar la voluntad de los individuos. Tal compensación puede referirse a actos antisociales o laudables (meritorios). En definitiva:

El supuesto jurídico de las sanciones punitivas es el acto ilícito; el de las recompensativas, el meritorio. Así como en el acto ilícito encuéntranse dos elementos, uno objetivo: el daño; otro subjetivo: la culpa; en el meritorio hallamos igualmente un elemento objetivo: la ventaja o provecho, y otro subjetivo: el mérito”. Y añade: “Así como en relación con las normas represivas existe una gradación de las diversas formas del dolo y de la culpa, relativamente a las premiales puede establecerse una gama semejante, en lo que al mérito concierne. Hay una primera forma de conducta meritoria que consiste en usar una mayor diligencia en el cumplimiento de nuestros deberes, a fin de no incurrir en ninguna falta, aun cuando sea tan leve que el derecho la tolere; o en desplegar especial habilidad o prudencia extrema en la ejecución de los actos que la ley prescribe. Otra forma, mucho más elevada, del mérito consiste en el valor y sacrificio altruista del interés propio en provecho del prójimo, y a ella puede hallarse unida una recompensa puramente inmaterial (García Maynez, 2002, págs. 311-313).

Eduardo García Máynez concluye señalando que

El término sanción debe reservarse para designar las consecuencias jurídicas que el incumplimiento de un deber produce en relación con el violador. Esto no significa que desconozcamos la existencia de premios y recompensas, como consecuencias jurídicas de ciertos actos de mérito. Nuestro propósito estriba solamente en subrayar la conveniencia de restringir el empleo de aquel término al caso de las consecuencias jurídicas represivas. En cuanto al premio, estimamos que debe ser visto como una especie dentro del género de las medidas jurídicas. La realización del acto meritorio faculta, en efecto, al sujeto para reclamar el otorgamiento de la recompensa, a la vez que obliga a ciertos órganos del Estado a otorgarla. Los anteriores desenvolvimientos conducen, pues, a la conclusión de que hay tres clases de medidas jurídicas, a saber: preventivas, represivas y recompensatorias o premiales. Llamamos sanciones exclusivamente a las segundas (García Maynez, 2002, págs. 313-314).

Luis Recasens Siches (1903-1977), filósofo del Derecho hispanoguatemalteco y diputado en las cortes constituyentes de la Segunda República española, dio a conocer en 1939 su teoría de “las reglas del trato social”, como vía intermedia entre el formalismo y el empirismo jurídicos. Con ella se posicionó en el debate sobre la sanción considerada como elemento esencialmente coactivo de la norma jurídica o como mera reacción de facto por parte del círculo ofendido en los usos sociales (Recasens Siches, 2023). Según Recasens:

En el horizonte de la vida humana encontramos una serie de normas reguladoras de la conducta, que ni son Derecho, ni tampoco son Moral. Se trata de un enorme y variado repertorio de normas que, en su conjunto, constituyen una categoría especial, que denominaré reglas del trato social. He aquí algunos ejemplos de tales reglas: la decencia, el decoro, la buena crianza, la corrección de maneras, la cortesía, la urbanidad, el respeto social, la gentileza, las normas del estilo verbal, del estilo epistolar, las exigencias sobre el traje, el compañerismo, la caballerosidad, la galantería, la atención, el tacto social, la finura, etc., etc. Pensemos en la innúmera cantidad de actos y de prohibiciones que nos imponen dichas reglas: el saludo en sus diversas formas, toda una serie de actitudes que revelen consideración para los demás, las visitas de cortesía, las invitaciones, los regalos, las propinas y aguinaldos, la compostura del cuerpo cuando estamos reunidos con otras personas, la forma del traje según las diversas situaciones, la buena crianza en la mesa, las fórmulas de la comunicación epistolar, las reglas del juego, las de la conversación, la asistencia a determinados actos, el evitar en el lenguaje las palabras reputadas como ordinarias o groseras, los homenajes de galantería, y, en suma, todos los especiales deberes de comportamiento que derivan del hecho de pertenecer a un determinado círculo social (clase, profesión, partido, confesión, edad, afición, vecindad, etc.) (Recasens Siches, 2023, pág. 69).

Estas “reglas del trato social” serían para nuestro autor “una extraña casta de normas que presentan, ante todo, a primera vista, como dimensión común a todas ellas, dos caracteres negativos: el no ser ni normas morales, ni normas jurídicas, aunque muchas veces se parezcan a las primeras y no pocas veces a las segundas. Cabalmente, en esto radica la dificultad del problema que suscita el intento de caracterización de tales reglas: en este parecerse en algún respecto al Derecho (v. g., en cuanto a su dimensión social y en cuanto a la de exterioridad); y en tener, desde otro punto de vista, cierta semejanza con las estimaciones morales (como sucede, por ejemplo, con algunos principios del decoro)” (Recasens Siches, 2023, pág. 70). Sus principales características son las siguientes: a) suelen manifestarse en forma consuetudinaria, como normas emanantes de mandatos colectivos y anónimos en un determinado grupo o círculo especial; b) no tienen alcance universal, ni siquiera generalizado, sino más bien una serie de versiones particulares y diversas según del círculo social de que se trate; c) se refieren predominantemente al aspecto externo de la conducta en relación con otros sujetos y, por tanto, no exigen de quien las observa una adhesión íntima; y d) no cuentan con un aparato coercitivo que fuerce inexorablemente su cumplimiento, pero sí con la amenaza de una sanción de censura o de repudio por parte del círculo social correspondiente.

La diferencia esencial, según Recasens, entre lo que considera una materia propiamente jurídica y una materia propiamente del trato social estriba “en que la norma del trato social se detiene ante el albedrío del sujeto, que es quien decide sobre su cumplimiento o inobservancia, que siempre son libres para él; en tanto que, por el contrario, la norma jurídica, a virtud de su inexorabilidad, no se detiene ante el albedrío del sujeto, sino que trata de anularlo en caso en que éste intente sustraerse al precepto; y trata de anularlo por, todos los medios, a todo trance, físicamente” (Recasens Siches, 2023, pág. 70). Advierte, no obstante, que

El Derecho recoge, en determinados casos, algunas normas del trato social y las convierte en normas jurídicas para determinadas personas que se hallen en determinada situación. Así, por ejemplo, en ciertos casos, la ley de Derecho transforma en norma jurídica una regla de decoro, de pudor, de compostura, de decencia, etc.; y recoge en su seno lo que manden las buenas costumbres, lo que determine el pudor, lo que establezca el decoro, lo que exija la correcta compostura. Y, así, se prohíbe por el Derecho aquello que ofende a las buenas costumbres, y los atentados al pudor, y el comportamiento indecoroso en una sala de administración, de justicia o en un aula o en el Parlamento. (Así, por ejemplo, el Reglamento de las Cortes españolas de 1812 determinaba que en las sesiones los diputados debían guardar compostura.) Ahora bien, la norma jurídica no define qué es lo que entiende por buenas costumbres, decoro, decencia, pudor, compostura, sino que remite a lo que dispongan los usos sociales que estén vigentes sobre estas formas (Recasens Siches, 2023, pág. 70).

Más próxima en el tiempo, debe reseñarse la obra del jurista, filósofo y político chileno Máximo Pacheco (1924-2012), que revela una indudable influencia de García Maynez a la hora de elaborar su noción de sanción premial: “Consideramos que es efectivo que el Derecho opera ofreciendo premios y recompensas para fomentar el cumplimiento de las normas jurídicas, pero ellas no constituyen sanciones. Estas medidas son únicamente consecuencias jurídicas que, en vez de traducirse en deberes, implican facultades. La realización del acto meritorio faculta al sujeto para reclamar una recompensa, a la vez que obliga a ciertos órganos a otorgarla” (Pacheco, 1993, pág. 220).

Frente a quienes defienden que pena y premio son inherentes a la especie común llamada sanción, otros autores consideran que los premios y recompensas desempeñan un papel completamente subalterno dentro del ordenamiento jurídico que, a la postre, funcionaría siempre como un sistema de coacciones. Abanderó la oposición a las tesis de la sanción premial el profesor argentino Mario A. Copello, fallecido en 2010. En su libro La sanción y el premio en el Derecho, publicada en 1945, siguiendo la estela de la lógica jurídica formal de Hans Kelsen (1881-1973) y la concepción egológica del Derecho formulada por su maestro Carlos Cossío (1903-1987), subraya la diferencia que según él existe entre sanción y premio: “el sujeto meramente pasivo en aquella, tiene un papel activo en este. Su voluntad irrelevante en el primer caso, es relevante en el segundo” (Copello, 1945, pág. 59). Para Capello el premio se define “por ser una prestación cuyo sentido específico consiste en servir de incentivo para la realización de un determinado acto” (Copello, 1945, pág. 69) y “en modo alguno la sanción puede ser el género común de las especies pena y premio” (Copello, 1945, pág. 63). Por tanto, “suena a falsa la exigencia de los penalistas de un derecho premial, perfectamente estructurado, como opuesto y complementario del penal” (Copello, 1945, pág. 68).

En 1954 el profesor mejicano Fausto Vallado Berrón (1925-1974) dio a conocer un trabajito titulado Normas jurídicas y normas de trato social en el que hace un breve bosquejo del estado de la cuestión. Recoge, como vemos, la expresión de Recasens, pero con la variante de llamarlas “normas” en lugar de “reglas” por cuanto estas pueden referirse también “a los preceptos de la técnica”. De farragosa lectura, su autor llega a una conclusión tan disparatada como ininteligible: “el orden social no existe objetivamente fuera del Derecho… y si el orden social solo puede existir como tal orden para el pensamiento científico a partir y sobre la base del orden jurídico, malamente puede pretenderse que se confundan [las normas jurídicas y las reglas del trato social] y, menos aún, que exista alguna necesidad de distinguirlas” (Vallado Berrón, 1945, págs. 57-59).

 

3. LAS REGLAS DEL TRATO SOCIAL TERTIUS GENUS NORMATIVO

El catedrático de Filosofía del Derecho Elías Díaz, que fuera Director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, acepta el término “reglas del trato social” propuesto por Recasens para señalar un tercer sistema normativo que, según él, no es ni moral ni jurídico, aunque presente analogías con ambos, y que comprendería “las normas que algunos llaman de urbanidad, de cortesía, y que se refieren a los comportamientos humanos relativos, por ejemplo, a las formas de saludar, de vestir, de expresarse, etc. Se trata de comportamientos reglados, comportamientos cuya regularidad y uniformización viene impuesta por un tipo de normas sociales que no son, en efecto, ni morales ni jurídicas…” (Díaz, 1976, pág. 31).

Elías Díaz hace dos importantes puntualizaciones sobre las “reglas del trato social” que nos interesan mucho: su relación con la costumbre en sentido jurídico y el tipo de sanción que es aplicado al infractor de las mismas. Las “reglas del trato social” son, según nuestro autor, una especie dentro del género más amplio de los “usos sociales”, de tal modo que “si bien toda regla del trato social se expresa fundamentalmente a través de un uso social, no todo uso social es expresión de una regla de trato social: hay, en efecto, usos sociales que expresan normas morales y otros que expresan normas jurídicas, Derecho consuetudinario fundamentalmente”. Es muy difícil distinguir para Elías Díaz la costumbre jurídica del mero uso social a través del cual se expresa atendiendo únicamente a su contenido material, a los comportamientos humanos regulados. El tránsito del uso social a la costumbre jurídica exigiría la concurrencia de un “elemento espiritual diferenciador” que sería el “ánimo de obligar” que ha de añadirse al elemento material “que es el uso, la conducta plural, uniforme y constante” (Díaz, 1976, págs. 32-34).

De lo expuesto se deduce que las reglas de trato social implican algún tipo de coacción: “las reglas de trato social son normas imperativas que, por supuesto, —como ocurre con todas las normas— pueden ser violadas, pero cuya violación va en todo caso seguida de una reacción de la sociedad contra la persona que obró contraviniendo dichas reglas: marginalización o apartamiento del grupo, pérdida del honor, prestigio, crédito. Y no puede tampoco decirse que la sanción social sea siempre menos grave y temida que la sanción jurídica (a veces lo es muchísimo más)…” (Díaz, 1976, pág. 36).

En un antiguo estudio consagrado a examinar la legislación rectora de los tribunales de honor en las Fuerzas Armadas, hoy suprimidos, sus autores destacaban el hecho de que “en el paisaje de la vida humana nos encontramos con una serie de normas reguladoras de la conducta, y ciertamente de la conducta social, que ni son Derecho, ni son estrictamente morales: las reglas llamadas de decoro social, usos o convencionalismos sociales. Se trata de un enorme y variado repertorio de reglas: la decencia, la urbanidad, la buena crianza, la corrección de maneras, la cortesía, la gentileza, las normas de estilo verbal, las exigencias sobre el traje, la moda, el compañerismo, la caballerosidad, la galantería, etc., etc.”. Y añadían: “Estos usos sociales se imponen, en calidad de mandatos colectivos anónimos, sin un aparato coercitivo que fuerce inexorablemente a su cumplimiento, pero con la amenaza de una sanción de repudio en la esfera colectiva en que vive el sujeto obligado por esas reglas” (Gutiérrez de la Cámara y Blas Domínguez, 1942, págs. 52-53).

Las reglas de educación y de etiqueta, las cortesías en las relaciones interpersonales, los cánones en el vestir o las maneras de dirigirse a las autoridades o personas de más edad o con profesiones más encumbradas evolucionan a lo largo de los años y son muy distintas en una sociedad u otra, dependiendo de las tradiciones jurídicas y culturales a las que una persona pertenezca. Con frecuencia han sido una herramienta de los grupos dominantes para reforzar las barreras de las diferencias sociales. La nueva historiografía de las mentalidades y de la vida doméstica nos ha demostrado que cada comunidad tenía en la sociedad tradicional sus propios códigos de identificación, de acentuación de lo específico.

En la actualidad puede decirse que las reglas de trato social tradicionales están en franco retroceso debido principalmente a la fuerza niveladora de los medios mainstream y de la ingeniería social progresista que se han fijado como meta irrenunciable eliminar el alegre, colorista y heterogéneo mundo de la politesse y de la dimensión simbólica de galas, gestos, ornatos, tratamientos y cumplidos en las relaciones humanas e implantar en su lugar una suerte de isocefalia universal, fatua y buenista pero, sobre todo, zafia y espantosamente vulgar, refractaria a las normas de urbanidad y a toda pauta de buena crianza y educación. ¡Cómo no sentir nostalgia por algunos de los antiguos rituales y ceremonias de comportamiento que inspiraban la existencia cotidiana de nuestros abuelos! (García-Mercadal y García-Loygorri, 2020). En La decadencia de la cortesía Pío Baroja hizo un encendido elogio de la “vida antigua” frente a los excesos de su tiempo (Baroja , 1979, págs. 35-38). Si viviera hoy sentiría vergüenza ajena y unas ganas enormes de pedir asilo político en otro planeta.

 

4. LAS REGLAS DE CORTESÍA, PROTOCOLO Y CEREMONIAL Y LAS CONVENCIONES CONSTITUCIONALES

Hay que resaltar también las aportaciones doctrinales sobre las reglas de cortesía, protocolo y ceremonial realizadas por quienes se han ocupado de las convenciones constitucionales, es decir de aquellas reglas de conducta observadas por los órganos constitucionales para un correcto y mejor desarrollo de su actividad política. Si bien la inserción en el Derecho Constitucional de antiguos usos y prácticas es una contribución anglosajona —tratando de remediar la escasa disciplina jurídico formal de las relaciones del parlamento británico con la Corona— han sido los juristas italianos los primeros en interesarse por ellas en las décadas cuarenta y cincuenta del pasado siglo.

El debate, particularmente el centrado acerca del carácter jurídico vinculante de las reglas convencionales, nos interesa únicamente en la medida en que algunos estudiosos —como Santi Romano (1875-1947)[2], Paolo Biscaretti (1879-1959) (Biscaretti Di Ruffia, 1939, pág. 100 y ss) o Costantino Mortati (1891-1985) (Mortati, 2000, págs. 170-176)— mencionan a su lado unas “normas de corretezza constitucionale”, o normas de educación política y lealtad institucional entre órganos constitucionales, entre las cuales estarían incluidos el “ceremonial” y la “etiqueta”.

Así, Mortati sostiene que un examen en profundidad de las convenciones constitucionales “debería comenzar por distinguir entre las que afectan exclusivamente a la cortesía, a la etiqueta, al ceremonial, u obedecen a exigencia de oportunidad genérica, en ningún modo conectadas con el fin al que debe corresponder el funcionamiento de las instituciones y que, por lo tanto, afecta a la esfera de actividad irrelevante para el derecho; y otras que están, por el contrario, en correlación con los precitados fines. Limitando el razonamiento a estas últimas, no parece que se pueda compartir la tesis que tiene a negarles el carácter jurídico” (Mortati, 2000, pág. 171).

También Enrico Spagna Musso (1946) distingue las convenciones constitucionales propiamente dichas de las normas de cortesía parlamentaria y de fair play institucional sobre cuestiones de ceremonia y buena educación en las relaciones políticas, que no tendrían carácter jurídico (Spagna Musso, 1979, pág. 121).   

Nos preguntamos si tradiciones consolidadas como la apertura solemne de las legislaturas por S. M. el Rey, el homenaje a diputados y senadores fallecidos, la colocación en espacios nobles de los palacios de las cámaras de los retratos de sus presidentes, el intercambio de obsequios y regalos en las visitas protocolarias, el tratamiento de señoría que se deben entre sí los parlamentarios, la convencional distribución de escaños en el hemiciclo y de los asientos en las tribunas de invitados o la concesión de la recientemente creada Medalla del Congreso de los Diputados, ¿son actos de ceremonial y etiqueta que obedecen a exigencias de oportunidad genérica o se corresponden con el funcionamiento interno de la institución parlamentaria?

En nuestro país, Pedro González Trevijano catedrático de Derecho Constitucional y ex presidente del Tribunal Constitucional, ha prestado atención a dichos “ceremonial” y “etiqueta” englobándolos en unas “reglas caballerescas” como subtipo de las convenciones constitucionales, tomando prestada la expresión al insigne procesalista Piero Calamandrei (1889-1956):

Otra categoría normativa a la que no resulta extraño referirse, no sólo en el campo del Derecho político y constitucional, sino, así mismo, en el ámbito de las relaciones privadas, es el de las llamadas «reglas caballerescas». Por ellas, habría que entender aquellas reglas del comportamiento social que se desarrollan y cumplen entre determinadas clases de una determinada nación, y que se suelen caracterizar como una categoría semejante a las llamadas «norme del costume». Se diferenciarían no obstante claramente de «las normas de la moral», pues mientras que aquellas regularían relaciones de carácter intersubjetivo, éstas se concretarían en el ámbito más concreto y subjetivo de la persona humana (González-Trevijano Sánchez, 1988, pág. 86).

Reconoce González Trevijano que la entraña de la cuestión radica en las posibles diferencias entre las normas jurídicas positivas y estas “reglas caballerescas”. Y apunta, “para algunos, como Calamandrei, la única distinción estribaría en que las primeras encontrarían su fuerza obligatoria en la voluntad estatal, mientras que éstas, aun no siendo normas de Derecho estatal, no por ello dejarían de ser verdadero y propio Derecho” (González-Trevijano Sánchez, 1988, págs. 86-87). Para luego darnos su opinión personal: “mientras que las «reglas de correttezza» serían normas no jurídicas, en materia de ceremonia, de «fair play» constitucional, de educación política, de la buena educación, es decir, de corrección en el desarrollo de las relaciones políticas, las normas convencionales de carácter jurídico afectarían a materias de sustancial relieve político, y dotadas, por lo tanto, de una mayor sanción institucional que aquéllas en los supuestos de infracción o violación” (González-Trevijano Sánchez, 1988, pág. 95).

 

5. EL CUMPLIMIENTO EFECTIVO DE LAS NORMAS PROTOCOLARIAS

Ni Luis Recasens ni Elías Díaz nos dicen que normas premiales y de ceremonial, protocolo y cortesía pueden considerarse costumbre en sentido jurídico y cuáles simples reglas de trato social. El único autor que se ha adentrado un poco en la cuestión es el profesor de la Universidad de Vigo Fernando Ramos que, a estos efectos, clasifica las normas de Protocolo en tres grandes grupos: a) normas de carácter ético o derivadas de un deber moral: la buena educación y el respeto a los demás; b) convenciones y usos sociales: tipos de atuendo según el carácter del acto y c) normas jurídicas dictadas por la autoridad competente, por ejemplo, el Real Decreto de Precedencias del Estado de 1983 (Ramos Fernández, 2013, pág. 1082). En su opinión, los efectos de cada una de ellas son distintos:

En la vida cotidiana, tanto en el pasado como en el presente, las normas morales son, en oposición a las normas jurídicas, considerando el asunto sociológicamente, normas de conducta condicionadas por la religión o por la convención; y sus límites, con respecto al derecho, son graduales. Las reglas convencionales representan normalmente la manera como se convierte en puras y efectivas regularidades de actuar, meras costumbres, por lo tanto, en normas obligatorias, garantizadas casi siempre por la coacción psíquica. Y el simple hecho de la repetición regular de fenómenos favorece que tales fenómenos adquieran la dignidad de algo normativamente ordenado (Ramos Fernández, 2013, pág. 1082).

Y no le parece que “haya nada que temer, salvo el reproche social, el bochorno o el deslucimiento, porque en la organización de un acto oficial se infrinja una norma de Protocolo. Más o menos algo parecido puede suceder en otros países donde también es común observar incumplimientos de Protocolo en el ámbito de las autoridades académicas o civiles, aunque no así, en el de las militares, por principio”. Preguntándose, finalmente, ¿Cuándo sería más eficaz una norma: cuando sus destinatarios la respetan por temor a una sanción o cuando la cumplen por convencimiento de que es buena para la sociedad?” (Ramos Fernández, 2013, pág. 1081)[3].

Sagrario B. López Hinojosa considera que las “reglas de trato social”, como sería acudir con traje de etiqueta a una reunión formal, son mandatos que se imponen en una época y en un medio determinado a los miembros de un grupo social y que “no obstante, a pesar de ser unilaterales, algunos autores comentan que en ocasiones se presenta la bilateralidad en dichas normas como es el caso de los clubes o de los colegios que expiden normas que a pesar de no ser jurídicas exigen el cumplimiento de lo preceptuado al socio o miembro” (López Hinojosa, 2023).

Que la eficacia de las normas depende de su cumplimiento, es indudable. Pero en el ámbito de los símbolos políticos y de las instituciones premiales los instrumentos coercitivos se manifiestan claramente insuficientes para hacer valer su acatamiento y respeto. Y ello con independencia de que dichas normas procedan del poder legislativo o reglamentario, sean usos o costumbres en sentido jurídico o simples reglas de decoro social. Los símbolos políticos desplieguen eficacia jurídica con tipos penales, disciplinarios y administrativos que sancionan el incumplimiento de la normativa reguladora de su pública exhibición, así como las conductas afrentosas para con los mismos. En esta práctica convergen multitud de regulaciones, además de la propiamente referida a dotar de contenido al símbolo concreto de que se trate: la constitucional, en cuanto a la manifestación del derecho fundamental de la libertad de expresión; la penal, en los delitos de ultraje; y la administrativa, en lo que afecta a la conservación de los elementos patrimoniales de las Administraciones Públicas.

Pues bien, puede decirse que el Estado, en todas estas normas, ve rebasada con mucha más frecuencia que la deseable su soberanía y autoridad por la vía de los hechos: incumplimiento sistemático de la Ley 39/1981 de Banderas, —tanto su exhibición preferente en edificios públicos, como su correcta utilización junto con otras banderas o la prohibición de superponer sobre ella otros símbolos o siglas que no sean el escudo de España—, del Real Decreto 1560/1997 que regula el Himno Nacional —que exhorta en su art. 4 a escucharlo con “actitud de respeto”—, de la Ley 18/1987 que establece el 12 de Octubre como Fiesta Nacional —con decenas de ayuntamientos catalanes y del País Vasco que han decidido boicotearla, atendiendo al público en dicha fecha como si fuese una jornada laboral—, del Real Decreto 2568/1986 por el que se aprueba el reglamento de Organización, Funcionamiento y Régimen Jurídico de las Entidades Locales, cuyo art. 85.3 obliga a los ayuntamientos a exhibir el retrato de S.M. el Rey en el salón de plenos o de las disposiciones reguladoras de los tratamientos honoríficos y de los reglamentos de las distintas condecoraciones, sobre todo civiles, que acostumbran a ignorarse o a aplicarse de forma errática y caprichosa.

A estos incumplimientos se suman los estrictamente protocolarios, en particular lo dispuesto en el Ordenamiento General de Precedencias en el Estado de 1983. Descubrimos cada día múltiples ejemplos, y a los más altos niveles, en los que el protocolo oficial es atropellado una y otra vez. Invitaciones muy mal redactadas, líneas de recibimiento absurdas, ordenaciones de autoridades incorrectas, presidencias equivocadas, cortesías de cesión de puestos impropias y falta de compostura y elegancia indumentaria en muchos de nuestros políticos cuando participan en las solemnidades y ceremonias del Estado evidencian que, efectivamente, la normativa protocolaria se aplica muchas veces según las ocurrencias del organizador y que su inobservancia no suele llevar aparejada para los infractores sanción alguna.

Aunque en algunos casos la acción emprendida por el Estado en vía contencioso-administrativa contra autoridades y responsables de tales incumplimientos ha forzado a reponer la legalidad, son mayoría los supuestos en que los infractores acaban saliéndose con la suya y los desafueros quedan impunes. Podríamos decir que estamos ante un conjunto normativo jurídicamente “válido” pero “ineficaz” en cuanto a su cumplimiento efectivo, próximo a lo que algunos tratadistas denominan leges imperfectae o leyes sin sanción para el infractor, esto es, que, si la voluntad del obligado no acepta la realización de la conducta, no podemos forzar su comportamiento.

Tampoco puede obviarse que existen usos sociales cuya transgresión implica una vigorosa sanción por parte del círculo en el que resultan de aplicación y son reconocidas cotidianamente, por mucho que no se trate de normas positivizadas. No olvidemos que las reglas del trato social tienen la pretensión de constituir auténticas normas y, por tanto, imponen determinadas obligaciones o deberes. La expulsión, por ejemplo, de un club privado o de una corporación nobiliaria por haber conculcado las reglas de cortesía interna o la promesa sacramental voluntaria exigida a sus miembros al ingresar en ella puede confinar al infractor de por vida a la infamante prisión del ostracismo o destierro social.

Apuntaba Ortega y Gasset en El hombre y la gente que existen  dos  grandes  tipos  de  usos — “débiles y difusos” y “fuertes y rígidos”— que ejecutamos en virtud de la presión social y que difieren en el grado de coacción. Los usos y costumbres en el vestir, en el comer, en el trato social corriente, los tópicos o “decir de la gente” simbolizan el primer tipo de usos. Los poderes públicos y los “usos económicos” representan el segundo. A Ortega le parece “perfectamente natural llamar «coacción sobre mi comportamiento» toda consecuencia penosa, sea del orden que sea, producida por el hecho de no hacer yo lo que se hace en mi contorno social” (Monfort Prades, 2014) (Haro Honrubia, 2016).

Por lo demás, si consideramos que el Derecho está integrado únicamente por normas coactivas, es decir por normas que establecen sanciones que pueden ser ejecutadas por medio de la fuerza, comprometemos el carácter jurídico de las normas constitucionales, que son el fundamento mismo del orden social, así como de otras muchas normas, como las organizacionales, las reguladoras de la competencia, de los procedimientos o de las relaciones internacionales entre los estados, que generalmente están desprovistas de coercibilidad y pueden ser explicadas mediante el concepto de facultad sin necesidad de echar mano del concepto de obligación imperativa.

 

6. LO JURÍDICO NO SE CIRCUNSCRIBE A LAS DISPOSICIONES ESCRITAS, SINO QUE SE EXTIENDE A LOS PRINCIPIOS Y USOS INHERENTES A LA NATURALEZA DE LAS INSTITUCIONES

La coercibilidad de las reglas de protocolo o etiqueta social es asunto que guarda estrecha relación con el incumplimiento de los principios éticos que incorporan los códigos deontológicos o de buen gobierno de entidades y corporaciones privadas, que no pueden subsumirse en supuestos expresamente incluidos en la legislación penal o disciplinaria, y con los usos sociales que alcanzan relevancia jurídica a través de la remisión hecha por una norma, como la noción de “intachable conducta” exigida por el Real Decreto 725/2020, de 4 de agosto, por el que se aprueba el vigente Reglamento de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo. También con las situaciones que en su día estuvieron sometidas a una normación jurídica y que han quedado después relegadas a simple ordenación por las reglas del trato. Un ejemplo llamativo de este último supuesto es la extensión de los honores a los consortes. El artículo 64 del Código Civil, promulgado el 24 de julio de 1889, decía como sigue: “La mujer gozará de los honores de su marido, excepto los que fueren estricta y exclusivamente personales, y los conservará mientras no contraiga nuevo matrimonio”. Este precepto, que no tiene equivalente en los sistemas jurídicos más próximos al nuestro, procede directamente del artículo 54 de la Ley de Matrimonio Civil de 1870. La Ley de 2 de mayo de 1975, de reforma de determinados artículos sobre la situación jurídica de la mujer casada y los derechos y deberes de los cónyuges, modificó dicho artículo 64 en el sentido de extender al marido los honores de su mujer: “El marido y la mujer gozarán de los honores de su consorte, excepto los que fueren estricta y exclusivamente personales, y los conservarán mientras no contraigan nuevo matrimonio. En caso de separación legal no los perderá el cónyuge inocente”.

Pero esta redacción igualitaria del Código tuvo una vida pasajera. Aunque el anteproyecto aprobado en 1979 por la Comisión General de Codificación bajo la rúbrica “Ley de Matrimonio y Divorcio” contemplaba en su artículo 70 que “Constante matrimonio, cada cónyuge gozará de los honores de su consorte, excepto los que fueren estrictamente personales y los conservará en estado de viudez”, y el Proyecto presentado por el Gobierno el 25 de enero de 1980 en el Congreso de los Diputados mantuvo dicho precepto, renumerado con el artículo 72 y añadiendo “y los perderá en caso de separación judicial, salvo acuerdo entre los cónyuges”, el informe emitido por la Ponencia decidió suprimirlo totalmente, de acuerdo con la enmienda presentada por el Grupo Parlamentario Comunista, —con el especioso argumento de que las clases trabajadoras carecen de honores—, con lo que el texto definitivo aprobado por la Ley de 7 de julio de 1981, que reguló nuevamente toda la institución matrimonial en el Código, guardó silencio sobre este asunto. No nos resistimos a dejar de transcribir la insólita motivación de la enmienda que no tiene desperdicio: “La regulación legal de la comunicación de los honores del consorte muestra una idea anacrónica del núcleo familiar, propia de la familia tradicional y de la familia de la burguesía; y, en todo caso, para la gran mayoría de los españoles, la clase trabajadora, esa referencia a los honores carece de sentido; de manera que el precepto, en realidad, está destinado a una determinada clase social y, consiguientemente, es contrario al postulado de no discriminación que la Constitución contiene[4].

Así las cosas, nuestro Código Civil no contiene en estos momentos, desde el año 1981 para ser más exactos, regulación alguna acerca de los honores de los consortes. ¿Quiere esto decir que haya decaído el derecho al uso de distinciones por parte de estos últimos, como afirman, en un tono muy pontifical, por cierto, algunos tratadistas? De ninguna manera. La desaparición de un uso social consolidado en ambientes y círculos burgueses, así como en un amplio actuar de la Administración, como el que sancionaba el art. 64, no es cuestión que dependa de la abolición de un precepto legal. Más bien es tributaria de un proceso, moroso en el tiempo, que desborda con mucho la obsesión iconoclasta de un grupo parlamentario minoritario.

Los administrados no hacen únicamente lo que la ley les ordena, ni ejecutan solo lo que la ley les permite, sino que también se mueven en el terreno de lo que la ley no les prohíbe. Además, lo jurídico no se circunscribe a las disposiciones escritas, sino que se extiende a los principios y usos inherentes a la naturaleza de las instituciones. Por lo tanto, la norma de protocolo social, de origen inmemorial, en virtud de la cual los consortes ostentan las mercedes nobiliarias y tratamientos de sus cónyuges, aunque haya dejado de estar plasmada en el Código Civil, constituye una costumbre que rige en defecto de ley, es decir que la complementa en aquellas materias no legisladas, y no siendo contraria ni a la moral ni al orden público es fuente del Derecho de conformidad con lo estipulado en el artículo 1º.3 del propio Código. Este razonamiento sirve para los consortes de los títulos nobiliarios o de los agraciados con una orden o condecoración que lleven anejas un tratamiento honorífico, huérfanos de atención legislativa, pero no para los consortes de los Títulos de la Casa Real sobre los que existe una proscripción expresa que no deja lugar ni a la autorregulación de los interesados ni a la costumbre contra legem, implícitamente excluida por el artículo 2º.2 del mismo texto legal, ni tampoco a prejuicios sobre su perfección o adaptación a la opinión pública.

Otro ejemplo lo hallamos en la despenalización tras la reforma operada en 1995 en nuestro Código Penal, del uso público e indebido de uniformes, títulos, insignias y condecoraciones oficiales (García-Mercadal y García-Loygorri, 1996, págs. 14-16). Es cierto que hoy cualquier persona sin derecho a ello puede pasearse por la Gran Vía de Madrid o presentarse en público en un cóctel revestido de capitán general de la Armada o portando el toisón de oro al cuello, en la seguridad de que no le va a detener la policía. Pero el hecho de que no exista una sanción institucionalizada para tan extravagante conducta no quiere decir que los demás no la juzguen negativamente, imponiendo al impostor la pertinente sanción social en forma de compasivo desdén, incontenible hilaridad, censura airada o ignominia y oprobio sin tapujos. No nos parece, como en el caso de la comunicación de los honores a los consortes, que la falta de regulación positiva o de sanción penal pueda argüirse como argumento determinante para colegir que siempre y en todo caso las reglas de uso no forman parte del Derecho, máxime si tenemos en cuenta que, como en los dos casos apuntados, la legislación derogada sigue formando parte del ordenamiento jurídico.

Y a la inversa, lo que ayer constituía materia de mera regulación por las reglas del trato social es hoy objeto de preceptos jurídicos taxativos. Los límites en el decoro de la indumentaria personal, con las matizaciones que se quiera, han sido siempre una cuestión socialmente pacífica en las sociedades occidentales. Hasta hace bien poco era impensable que se tuviera que regular en unas ordenanzas municipales la prohibición de entrar desnudo en una cafetería o de pretender acceder del mismo modo a un medio de transporte público o a un restaurante. Y menos que el Tribunal Supremo se tuviera que pronunciar al respecto. El traje, que en la mayoría de sus aspectos es determinado por las reglas del trato, es objeto, en cambio, de regulación minuciosa en las Fuerzas Armadas, Cuerpos de Seguridad del Estado y en los demás funcionarios a quienes se exige el uniforme. Lo mismo puede decirse del saludo que ha sido y es, en la mayor parte de los círculos sociales, mera usanza de cortesía; por contra, en los ejércitos, constituye un deber reglamentario.

Este asunto de la indumentaria está dando últimamente mucho juego. No solo entre servidores públicos sometidos a una relación de sujeción especial. La distinción en el uniforme escolar entre chicos y chicas lleva instaurada muchas décadas y, hasta hace apenas unos años, no había sido objeto de debate alguno. La vestimenta de azafatas y personal sanitario de clínicas privadas ha llegado también a los convenios colectivos y los tribunales. Por no hablar del polémico velo integral. Pero, aunque el poder de dirección empresarial previsto en el art. 20.1 del Estatuto de los Trabajadores habilite al empresario a fijar ciertos códigos internos de vestimenta, la indumentaria en los lugares de trabajo sigue siendo, hoy por hoy, un asunto estrechamente asociado a los usos y arquetipos sociales y a las estrategias personales de posicionamiento profesional.

 

7. LA REMISIÓN A LOS USOS SOCIALES EN LAS NORMAS POSITIVAS DE CEREMONIAL Y PROTOCOLO

En relación con el Derecho, las normas de trato social pueden diferenciarse fundamentalmente por el carácter institucional de las normas jurídicas frente al no institucional de los usos sociales. Los problemas que presenta el cumplimiento efectivo de las normas de Ceremonial y Protocolo o las dificultades a la hora de activar mecanismos de coacción o sanción a quienes las ignoran o aplican indebidamente no se resuelven situando las reglas de uso social fuera del Derecho.

Cuestión distinta es que mientras las disposiciones legales y reglamentarias en materia protocolaria han de cumplirse obligadamente en los actos oficiales, en los eventos privados dichas disposiciones sean meras reglas sociales o convenciones de cortesía, cuya observancia obedece a motivos de oportunidad y necesidad práctica, más que a un deber jurídico propiamente dicho. Debemos tener presente, además, que muchos actos oficiales no son protocolariamente puros, pues a veces una convocatoria iniciada con un formato institucional —discursos, precedencias, entrega de un premio o apertura de un curso académico— concluye en un ambiente privado o informal cuando, por ejemplo, el anfitrión se retira a una dependencia próxima a prolongar el encuentro con un número más reducido de invitados.

Probablemente, sean el Ceremonial y el Protocolo uno de los ámbitos donde los usos sociales y de etiqueta adquieren una mayor relevancia, pues resulta difícil entender un acto de estas características en el que no sea preciso acudir a dichos usos para completar las lagunas jurídicas o los supuestos no sancionados por el Derecho positivo. Puede decirse que el Derecho regulador en todas estas cuestiones tiene una indudable base consuetudinaria. Y es bien sabido que en nuestro país la costumbre ha sido tradicionalmente, y es todavía como hemos dicho, fuente del ordenamiento jurídico, siempre que resulte probada.

El reducido reconocimiento de la costumbre en el Derecho Público en general, y en el Derecho Constitucional en particular, suele excepcionarse poniendo como ejemplo los usos y prácticas tradicionales de algunas entidades locales menores (concejos abiertos, tribunales de aguas o jurados de riego) pero nadie repara en los usos protocolarios, a pesar de que disponemos de normas escritas que remiten expresamente a las normas consuetudinarias. El propio Real Decreto 2099/1983 por el que se aprueba el Ordenamiento General de Precedencias en el Estado lo deja muy claro. Así, su artículo 5º, apartado 2, establece: “En ningún caso podrá alterarse el orden establecido para las instituciones, autoridades y corporaciones del Estado señaladas en el presente Ordenamiento. No obstante, se respetará la tradición inveterada del lugar cuando, en relación con determinados actos oficiales, hubiera asignación o reserva a favor de determinados entes o personalidades”.

Esta “tradición inveterada del lugar” constituye una rareza en la fisonomía fuertemente racionalizada del ordenamiento jurídico regulador de las Administraciones Públicas. Abunda más el Real Decreto en la cuestión cuando, al disciplinar los actos oficiales “de carácter especial” en su artículo 6º, toma en consideración expresamente las “costumbres y tradiciones” del organizador. Al dejar abierta la posibilidad de recurrir a los usos sociales, lo que inicialmente parece un enunciado rígido de autoridades puede convertirse en una ordenación flexible que permita armonizar el diseño de un acto con las circunstancias y singularidades locales.

Siguiendo en el ámbito local, esta vez referido a los tratamientos honoríficos, el art. 27 del Real Decreto Legislativo 781/1986, de 18 de abril, por el que se aprueba el Texto refundido de las disposiciones legales vigentes en materia de Régimen Local, y el art. 34 del Real Decreto 2568/1986, de 28 de noviembre, por el que se aprueba el Reglamento de Organización, Funcionamiento y Régimen Jurídico de las Entidades Locales, prevén que serán respetados “los tratamientos que respondan a tradiciones reconocidas por las disposiciones legales”; y el art. 169 del Decreto Legislativo 2/2003, de 28 de abril, por el que se aprueba el Texto refundido de la Ley municipal y de régimen local de Cataluña, que “se respetan los tratamientos reconocidos tradicionalmente o por disposición legal expresa”.

Otra remisión directa a los usos jurídicos por parte de la norma positiva la encontramos en los Reales Despachos de los títulos de nobleza expedidos por el Ministerio de Justicia, firmados por su propia mano por Su Majestad el Rey, con el refrendo del ministro del departamento, tras el abono por parte del interesado del impuesto correspondiente. El texto actualmente utilizado incluye una fórmula procesal solemne por la cual el Soberano manda a autoridades y particulares a que “… os guarden y hagan guardar las honras, preeminencias y prerrogativas que gozan y deben disfrutar los demás Títulos del Reino, así por derecho y leyes del mismo como por usos y costumbres, tan cumplidamente que no os falte cosa alguna…” 

La sociedad es prisionera muchas veces de un concepto del Derecho que proyecta la imagen simplista de un Estado que solo legisla, reprime, impone engorrosos trámites burocráticos y recauda tributos. En esta concepción omnipresente en la que el Estado asume la función de guardián del orden público, el Derecho es percibido por los ciudadanos únicamente como Derecho penal y sancionador; y una de las características del Derecho penal y sancionador es precisamente que está integrado primordialmente de normas negativas. Pero si tenemos mayor amplitud de miras y consideramos el fenómeno jurídico en su totalidad debemos admitir la existencia de usos y convenciones de control social que también obligan a los individuos, aunque lo hagan con menor intensidad que algunas normas de Derecho positivo.

En resumen, bajo la caracterización genérica del Derecho conviven distintas concepciones. Unos opinan que todos los elementos que componen el Derecho son normas en sentido estricto, o sea, prescripciones (prescriptivismo). Este posicionamiento implica, a la postre, el rechazo del iusnaturalismo, si por Derecho Natural se entiende la tesis que afirma la existencia de normas no positivas, así como de la Sociología Jurídica en sus diversas manifestaciones. Otros consideran que un sistema normativo como el jurídico se compone también, junto a las normas-prescripciones, de un amplio catálogo de soft law o de normas no prescriptivas, tales como principios, reglas, conceptos éticos, recomendaciones, códigos de conducta, valores, costumbres, etc., que aun careciendo de naturaleza imperativa despliegan efectos jurídicos desde el momento en que los jueces han de tenerlas presentes, como criterio interpretativo, para resolver litigios y controversias. Entre una y otra concepción operaría la noción de cultura jurídica como nexo de unión entre los conjuntos de normas, en su sentido más formal, y las prácticas sociales, en su sentido más antropológico. Para quienes optamos por este segundo planteamiento y consideramos que la ciencia jurídica debe abordar otros tratamientos científicos del Derecho que no sean los estrictamente anudados al Derecho Positivo no nos cabe duda de que muchas de las reglas de etiqueta y de los usos sociales en materia de ceremonial y protocolo forman parte del Derecho (López Hernández, 2005) (López Medina, 2014)[5].

 

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[1] Vicedirector de la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía.

[2] Citado por TREVES, G., «Correttezza costitucionale», en Enciclopedia del Dirltto», T. X., Giuffré, Milán, 1962, p. 716.

[3] Véase también su ponencia “La aplicación efectiva de las normas de protocolo desde la perspectiva jurídica” defendida en el V Congreso Internacional de Protocolo (Madrid, 5, 6 y 7 de febrero de 2004.)

[4] Archivo del Congreso de los Diputados. Serie General de Expedientes. Legajos 1165 a 1168.