Cronología de la evolución del protocolo en la elección y nombramiento episcopal

Chronology of the evolution of protocol in episcopal election and appointment

Mª del Carmen Portugal Bueno[1]

portugal.delcamren@gmail.com

Recepción: 29/10/2022 Revisión: 29/12/2022 Aceptación: 28/03/2023 Publicación: 30/06/2023

https://doi.org/10.5944/eeii.vol.10.n.18.2023.35995

 

 

Resumen

La elección y el nombramiento episcopal es una de las ceremonias más importantes para la Iglesia católica desde el inicio del cristianismo. ¿La razón? La importancia de la figura del obispo para la comunidad cristiana local a la que gobierna. Desde el siglo I hasta la actualidad su protocolo ha sufrido cambios muy significativos. La cronología de estas adaptaciones gira en torno a cuatro acontecimientos clave que explican el desarrollo y avance de esta ceremonia: III Concilio de Orleans (538), III Concilio de Letrán (1179), Cisma de Occidente (1378-1417), Decreto Christus Dominus (1965).

Palabras claves: elección episcopal, nombramiento episcopal, obispo, ceremonial religioso, iglesia católica, protocolo religioso.

Abstract

The episcopal election and appointment is one of the most important ceremonies for the Catholic Church since the beginning of Christianity. Why? Because of the importance of the bishop's figure for the local Christian community that he governs. From the first century to the present, its protocol has undergone very significant changes. The chronology of these adaptations revolves around four key events that explain the development and progress of this ceremony: III Council of Orleans (538), III Lateran Council (1179), Western Schism )1378-1417), Decree Christus Dominus (1965).

Keywords: Episcopal election, episcopal appointment, bishop, religious ceremonial, Catholic Church, religious protocol

Sumario

1. Introducción.

2. Primera etapa: del siglo i al siglo v (año 538).

2.1. Siglos i y ii: origen del cristianismo.

2.2. Siglo iii: aumento del poder local.

2.3. Siglo iv: el cristianismo como religión oficial.

2.4. Siglo v: aristocratización del nombramiento.

2.5. Siglo vi (año 538): consentimiento real.

3. Etapa segunda: del siglo vi (año 538) al siglo xii (año 1179).

3.1. Siglo vi: elección por autoridad real.

3.2. Siglo vii: importancia del pueblo y clero en la elección.

3.3. Siglo viii: anuladas las elecciones por autoridad real.

3.4. Siglo ix: elección canónica y real.

3.5. Siglo x: tradición ecuménica, pueblo y clero.

3.6. Siglo xi: intervención del papa.

3.7. Siglo xii (1179): el pueblo pierde su papel.

4. Etapa tercera: del siglo xiii al siglo xv.

4.1. Siglo xiii: reserva pontificia.

4.2. Siglo xiv: conflicto entre papado y monarquía.

4.3. Siglo xv: cabildo catedral retoma su papel.

5. Etapa cuarta: del siglo xvi al siglo xx (año 1965).

5.1. Siglos xvi, xvii y xviii: autoridad real.

5.2. Siglo xix: autoridad real, autoridad pontifical.

5.3. Siglo xx (1965): fin del enfrentamiento entre monarquía y papado.

6. Etapa quinta: del siglo xx (1965) a la actualidad: elección y nombramiento episcopal, derecho de la Santa Sede.

7. Bibliografía.

 

 

1. iNTRODUCCIÓN

La ceremonia de elección y nombramiento episcopal es considerada de gran importancia para la Iglesia católica.

Desde el inicio del cristianismo se procede a la elección y nombramiento de los obispos, es decir, los encargados de dirigir a las comunidades locales. Y conforme estas iban avanzando, la ceremonia sufría cambios para adaptarse a la nueva situación, tanto política como eclesiástica y civil.

La elección y nombramiento episcopal es una ceremonia en donde la tradición y el protocolo, establecido en diferentes concilios a lo largo de la historia, convergen de manera estable actualmente, aunque no fue así siglos atrás.

A continuación, se establece la cronología de la evolución de la ceremonia de elección y nombramiento episcopal desde el siglo I hasta la actualidad. Este recorrido se desarrolla en cinco etapas clave y significativas sustentadas en los cambios más acentuados.

El avance y el desarrollo de la ceremonia de la elección y nombramiento episcopal se estructura en torno a cinco etapas, identificadas por Mª del Carmen Portugal Bueno (2014):

·         Etapa primera: del siglo I al siglo VI (año 538).

·         Etapa segunda: del siglo vi (año 538) al siglo xii (año 1179).

·         Etapa tercera: del siglo xiii al siglo xv.

·         Etapa cuarta: del siglo xvi al siglo xx (1965).

·         Etapa quinta: del siglo xx (1965) hasta la actualidad.

La etapa primera se inicia en el siglo I, coincidiendo con el origen del cristianismo y finaliza con el III Concilio de Orleans, en el año 538. En líneas generales, la comunidad cristiana elige de entre sus miembros a su obispo y este es presentado a la autoridad religiosa para su nombramiento. «Se trata de una ceremonia en donde se ejecutan las dos celebraciones: la elección y el nombramiento. Estas se celebran en domingo y en la iglesia», (PORTUGAL BUENO, 2014: 292).

La etapa segunda introduce el consentimiento por parte del rey que se plasma en el documento concessio regalis. Esta condición provoca el desdoblamiento de la elección episcopal, por un lado, la eclesiástica y, por otro, la real. En definitiva, «la segunda etapa de la elección y nombramiento episcopal comienza en el siglo vi con la participación real en la toma de decisión, y finaliza en el xii con el asentimiento real sobre la decisión del cabildo catedral», (PORTUGAL BUENO, 2014: 294).

La etapa tercera convierte a papas y reyes en los protagonistas de la elección episcopal, tal y como explica Mª del Carmen Portugal (2014): «Los primeros plasman su autoridad en las elecciones de obispos, suplantando al cabildo catedral, con las reservas pontificias. Los segundos, los monarcas, basan su derecho de elegir a los obispos en el patronato real», (p. 294).

En la etapa cuarta se consolida el poder real en la elección del obispo lo que provoca el enfrentamiento entre la monarquía y el papado que «se da por finalizado en el año 1965 con el decreto Christus Dominus, en donde se estipula que la elección y el nombramiento episcopal es un derecho de la Santa Sede», (PORTUGAL BUENO, 2014: 295).

Y, finalmente, en la etapa quinta se consolida dicho derecho de la Iglesia recogiéndolo en diferentes documentos, como es el caso del Código de Derecho Canónica y la constitución apostólica Pastor Bonus.

 

2. PRIMERA ETAPA: DEL SIGLO I AL SIGLO VI (AÑO 538)

2.1. Siglos i y ii: origen del cristianismo

El estudio del nombramiento y la elección de obispos durante el siglo i lo basamos en la distribución realizada por Luis Ángel Montes Peral, en el capítulo Cristologías neotestamentarias de la obra De Babilonia a Nicea. Metodología para el estudio de Orígenes del Cristianismo y Patrología. El autor distribuye el primer siglo del cristianismo en las siguientes etapas:

·         6 d.C. – 30 d.C.: Vida de Jesús de Nazaret, fundador del cristianismo.

·         30 d.C. – 65/70 d.C.: Generación apostólica, primera generación cristiana. En el transcurso de esta etapa se forman las comunidades más primitivas.

·         65/70 d.C. – 90/95 d.C.: Generación subapostólica, segunda generación cristiana. Durante estos años se crean las comunidades apostólicas.

·         90/95 d.C. – 120/125 d.C.: Tercera generación cristiana. Época en la que las comunidades se consolidan.

En la primera etapa (6 d.C.-30 d.C.) se produce la elección de los Doce Apóstoles por parte de Jesús. Se trata del grupo que, posteriormente a su nombramiento, procederá a realizar las primeras elecciones que establecerán la jerarquía y la estructura de la Iglesia.

En cuanto al protocolo a seguir en la elección, los Apóstoles toman como ejemplo la actuación que Jesucristo realizó con ellos mismos, y que consta de oración, reunión, elección y nombramiento. La documentación de este protocolo lo encontramos en la Biblia, concretamente en los Evangelios correspondientes a San Marcos (Mc 3, 13-19) y San Lucas (Lc 6, 12-16).

Estos dos pasajes nos revelan que Jesús para elegir a sus apóstoles en primer lugar se retiró a orar; en segundo lugar, reunió a todos sus discípulos; en tercer lugar, eligió de todos ellos a doce, quienes se levantan y se colocan junto a él; y, en cuarto lugar, les nombró apóstoles. Todo esto se realiza en el monte, convirtiendo este acto en una ceremonia: «Es una elección solemne, como sugiere el lugar en el que se realiza: un monte, expresión de la cercanía de Dios y escenario de las grandes revelaciones divinas», (La Biblia, 2006: 1512).

Por lo tanto, ya en la primera etapa del siglo I se dan las bases de los nombramientos de obispos que se producirán años más tarde. «Los primeros ministros que conoció la Iglesia fueron los doce Apóstoles, escogidos por el Divino Maestro, y á quienes transmitió los poderes de orden, jurisdicción y enseñanza para que extendiesen su doctrina por todo el mundo», (GALI Y DÍAZ, 1859: 6).

Tras la muerte de Jesús da comienzo la segunda etapa del primer siglo del cristianismo (30-65/70), denominada por Luis Ángel Montes Peral como la generación apostólica. Precisamente este período comienza con otra elección, la de Matías, ya que según explica Jesús Álvarez Gómez (2001): «Al principio la Comunidad de Jerusalén giraba enteramente en torno a los Doce; por eso fue preciso elegir a Matías a fin de completar este número simbólico en sustitución de Judas Iscariote», (p. 119). Los Apóstoles deben elegir al sustituto de Judas, y lo hacen con las directrices marcadas por Jesús, orando y delante de la comunidad. También añaden otras normas nuevas, la antigüedad y la suerte, tal y como se describe en los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 15-26).

Es decir, la elección del sucesor de Judas se realiza en oración y en público, y se introducen normas nuevas:

·         Los Apóstoles indican los requisitos que los candidatos deben cumplir. Estas condiciones son calificadas de terminantes por José Antonio de Sobrino Merello (1986): «tienen que ser “testigos”, y, para eso, haber estado con Jesús desde el bautismo en el Jordán hasta la Ascensión», (p. 13).

·         La comunidad es la que elige de entre ellos mismos a los candidatos, quienes son presentados a los Apóstoles.

·         La elección es echada a suerte.

En resumen, la ceremonia de elección de las primeras autoridades del cristianismo en la comunidad se perfila en los primeros años del siglo i. Los miembros de la comunidad son los encargados de elegir a sus representantes, que deben cumplir una serie de requisitos. Estos son presentados al grupo al que aspiran formar parte para su elección y para su aprobación, la cual se hará mediante la oración.

Este tipo de ceremonias se celebran en el marco de la denominada comunidad primitiva, que corresponde a la primera generación cristiana situada en Jerusalén y dirigida por los Doce, quienes «gozaban de gran estima», (La Biblia, 2006, p. 1650) y, además constituyeron «el marco organizativo de la Iglesia de Jerusalén», (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 119).

Esta primera generación cristiana «se componía de cristianos hebreos, procedentes de los judíos residentes en Palestina, y los cristianos helenistas, procedentes de los judíos de la Diáspora, aquellos que se hallaban dispersos por toda la cuenca del Mediterráneo», (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 41). Entre estos dos grupos surgieron tensiones y los Apóstoles tuvieron que intervenir para poner orden en este enfrentamiento, cuya solución vino con la elección de siete hombres encargados de la comunidad cristiana helenista, tal y como se recoge en los Hechos de los Apóstoles (Hch 6, 1-6).

En esta elección se vuelven a dar los requisitos de las ceremonias anteriores: la elección se realiza públicamente; la comunidad elige candidatos de entre ellos mismos con determinadas características «proponiendo como candidatos á los gentiles que habían abrazado el cristianismo, dando preferencia á los mas antiguos en la fé, porque su mayor perseverancia en ella era una prenda irrecusable de garantía y acierto para el desempeño del sagrado ministerio», (GALI Y DÍAZ, 1859: 6); los elegidos son presentados ante los Apóstoles quienes oran antes de decidir.

Sin embargo, en esta ocasión se introduce un elemento nuevo, la imposición de las manos. Este rito es aplicado en esta elección porque los Doce tienen que transmitir a los siete elegidos «un oficio y misión especial», (SOBRINO MERELLO, 1986: 56).

El acto de la imposición de las manos, «como significativo de una transmisión de poder, era muy conocido entre los hebreos», (SOBRINO MERELLO, 1986: 56). En el Antiguo Testamento nos encontramos con varias referencias sobre el rito de la imposición. Esos ejemplos son los antecedentes del uso de los Apóstoles del rito de la imposición de las manos para conferir a los elegidos la autoridad y el cometido a realizar frente a la comunidad cristiana en representación de los Doce. El libro del Pentateuco del Antiguo Testamento recoge varios ejemplos de la imposición de las manos con la finalidad de conceder autoridad, traspaso de poderes y dignidad.

En cuanto al rito en sí mismo de la imposición de las manos no se describe en la Biblia. Sin embargo, sí que se ofrecen diferentes comportamientos de los actores antes de imponer las manos. En el pasaje de la elección de los siete, los Apóstoles «después de orar, les impusieron las manos», (La Biblia, 2006, p. 1652). Además de la oración, también los Apóstoles antes de la imposición de las manos recurren al ayuno (Hch 13, 2-3).

Tras la elección de los siete, la comunidad primitiva, correspondiente a la generación apostólica (30-65/70), está estructurada jerárquicamente por los doce Apóstoles, los siete diáconos y los fieles.

La tercera etapa del siglo i, establecida por Luis Ángel Montes (90/95-120/125), comienza «en el momento en que San Pedro y San Pablo mueren en Roma», (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 120). Sobre todo, «después de la muerte de los últimos apóstoles; entonces se hizo necesario señalar con total precisión quiénes garantizaban la tradición doctrinal recibida de los Apóstoles», (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 121).

Tras la muerte de éstos, surgió la incertidumbre sobre el nombramiento de la nueva autoridad. En esta ocasión se apeló a la sucesión apostólica recordando que «los Apóstoles instituyeron obispos en las Iglesias como sucesores, y les confiaron la misión de enseñar en su lugar; y ésta es la razón por la que en todas las Iglesias se enseña la misma doctrina; cada iglesia se preocupó de conservar las listas de sus obispos desde la época apostólica», (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 122). Es decir, la nueva autoridad para dirigir la comunidad cristiana se eligió de entre los miembros del colegio de presbíteros[2].

Nos centramos en el citado personaje revestido de autoridad monárquica, ya que este es el origen del obispo monárquico, figura que garantiza la unidad de la comunidad cristiana.

A este respecto, en el año 96 el obispo de Roma, San Clemente Romano, escribió la Epístola a los Corintios donde se recuerda que los Apóstoles nombran a los obispos, y que hombres de gran reputación de la comunidad son los que seleccionan a los obispos con el consentimiento de toda la Iglesia.

Otro documento de la época en el que se habla de la elección de los obispos es la Didaché, considerado el documento cristiano más antiguo que trata de las comunidades cristianas: «Para el cargo de obispos y diáconos del Señor, elegiréis a hombres humildes, desinteresados, veraces y probados, porque también hacen el oficio de profetas y doctores».

Esta elección de los obispos sigue realizándose por parte de la comunidad, de los fieles[3].

En líneas generales, la elección episcopal de finales del siglo i se realizaba conjuntamente entre el pueblo y el clero «aunque en la mayor parte de los casos, a propuesta del clero de la ciudad episcopal, el pueblo cristiano era llamado después a confirmar su elección», (FLICHE Y MARTÍN, 1978: 398).

Adentrándonos en el siguiente siglo, José Orlandis (2001) afirma que a principios del siglo II «el episcopado monárquico se hallaba ya ampliamente difundido en la Iglesia» (p. 62). Este obispo ocupa un lugar preeminente en la comunidad cristiana «su figura constituye el centro del acontecimiento cultual, a él le compete la dirección responsable de la comunidad» (LENZENWEGER et al., 1989: 53). Y esta iglesia se asentaba en comunidades ubicadas en núcleos urbanos, por lo que el cristianismo es considerado una religión urbana.

Debido al protagonismo del obispo en la comunidad local es de suponer que su elección es de gran importancia para la iglesia, tal y como reconoce Ewa Wipszycka (2000): «Per le Chiese l´elezioni del vescovo era un evento fondamentale, che scatenava comprensibili passioni. I partecipanti alla complicata procedura destinata a nominare il nuovo pastore Della comunità recordavano la raccomandazioni neotestamentarie[4]», (p. 8).

Y ligado a esta importancia se encuentra el interés que la elección episcopal despertaba, ya que «eran varias las partes que se sentían afectadas por el nombramiento y que trataron de influir sobre él», (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 102). Estos sectores de la comunidad afectados eran la propia comunidad, los fieles, y el poder religioso y estatal.

Durante el siglo ii la elección episcopal sigue llevándose a cabo con la decisión del clero y los fieles, y «este sistema era el apropiado para iglesias de espíritu fervoroso, con un limitado número de miembros y una estructura marcadamente comunitaria», (ORLANDIS ROVIRA, 2001: 63). Sin embargo, esta imagen de la iglesia local comienza a cambiar en el siglo siguiente, ya que la Iglesia deja «de ser una organización meramente fraternal, para convertirse en una estructura social propiamente dicha» (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 123).

2.2. Siglo iii: aumento del poder local

Las comunidades cristianas van aumentando, y por lo tanto el número de fieles que deben atender desde la Iglesia.

A pesar del incremento de la comunidad cristiana el obispo sigue siendo elegido por su clero y su pueblo. Pero, además, «una participación decisiva hubo de corresponder también a los obispos de otras iglesias vecinas, a quienes competía, además, otorgar al elegido la consagración episcopal», (ORLANDIS ROVIRA, 2001: 63).

Esta participación de los obispos ya se da a principios del siglo III, información recogida en la Tradición Apostólica de Hipólito, fechada en el año 215. La información ofrecida en esta obra también es reflejo de la realidad sobre las elecciones episcopales del siglo ii[5].

Esta labor electora entre el obispo, el clero y el pueblo viene reflejada en la carta 67 de San Cipriano a los obispos hispanos Félix y Sabino, fechada entre los años 254-255. En esta misiva, San Cipriano explica que la elección de obispos debe hacerse en presencia de toda la comunidad cristiana que el nuevo obispo aspira a dirigir y de los obispos vecinos de la provincia[6].

En otro párrafo de la carta 67 de San Cipriano, éste pone en valor la participación de los fieles en el procedimiento de la elección, tal y como indica José María Blázquez Martínez (2010): «Cipriano alaba el proceder de los obispos y fieles hispanos que depusieron a los obispos apóstatas y nombraron a otros en su lugar, pues los fieles eran los únicos que tenían el poder de nombrar obispos[7]».

En resumen, para San Cipriano «los elementos que garantizan una institución válida: el juicio de Dios, el buen testimonio de los clérigos, el sufragio del pueblo, el consentimiento de los otros obispos», (CONGAR, 1951: 29). Además, es de señalar, tal y como indica Ives T. J. Congar (1951), San Cipriano señala «un segundo aspecto de la intervención del pueblo: su consentimiento», (p. 30).

Esta labor conjunta de los obispos y los fieles es, para Manuel Prieto Vilas (2002), fundamental, ya que: «El consenso entre ambos será la garantía del proceso» (p. 31). Este autor nos describe cómo era la elección episcopal en el siglo iii, tomando como referencia a Cipriano[8].

Sin embargo, no siempre se producía dicho acuerdo en un ambiente tranquilo, y no siempre las elecciones episcopales se hacían cumpliendo la norma. Los obispos y el pueblo comenzaron a manipular dichos nombramientos.

La participación y presencia episcopal en la ceremonia de nombramiento y elección de un nuevo obispo es imprescindible, ya que son los obispos los únicos ministros que pueden transmitir el sacramento del orden. Sin embargo, ya en el siglo iii se producen irregularidades en las elecciones episcopales, por lo que se establece un mínimo de obispos presentes en la elección: tres[9].

En referencia a la participación del pueblo, éste conociendo su papel fundamental en el nombramiento del obispo, en ocasiones fue capaz «a impedire la pressa di possesso della carica o addirittura a constringere il vescovo alle dimision a investidura avvenuta[10]», (Wipszychka, 2000: 10). En estos casos el pueblo estaba manipulado por el poder local, «facoltosi possidenti, funzionari, capi di corporazioni artigiane ecc. Essi partecipavano personalmente alle trattative e quando si diffuse l´usanza di redigere protocolli scritti della procedura, il firmavano insieme ai vescovi e ai mebri del clero[11]», (Wipszychka, 2000: 10). A raíz de esta autoridad «si creavano coalizioni di famiglie e di ambienti già orientati verso la persona adatta a governare la Chiesa[12]», (Wipszychka, 2000: 11). Por esta razón, la mayoría de los obispos del siglo III «provenivano soprattutto dall´elite cittadina[13]», (Wipszychka, 2000: 15).

2.3. Siglo iv: el cristianismo como religión oficial

Continuando con la práctica del siglo anterior, los «obispos solían ser elegidos por la comunidad, pero con la confirmación de los obispos de la provincia», (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 269). Sin embargo, la participación del pueblo va disminuyendo conforme va aumentando el poder episcopal, sobre todo desde que en el siglo iv el cristianismo se convierte en la religión oficial.

En el año 313 la Iglesia consigue libertad de culto en el Imperio Romano gracias al Edicto de Milán concedido por el emperador Constantino. Y antes de terminar el siglo iv la religión cristiana tenía el carácter de estatal, gracias al Edicto de Tesalónica (380) del emperador Teodosio.

Esta nueva situación de comienzos de siglo trajo consigo que el cristianismo dejase de ser una religión exclusivamente urbana, ya que «los campos se abrieron a la Iglesia y el quehacer pastoral de los obispos rebasó las periferias urbanas, para extenderse a los espacios rurales y a sus pobladores campesinos», (ORLANDIS ROVIRA, 2001: 138). En consecuencia, «a partir del siglo IV, hubo regiones poco extensas, pero muy pobladas, que tenían un número elevado de sedes episcopales; y regiones, en cambio, muy extensas, pero poco pobladas, con un número reducido de obispos», (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 268).

Es a partir de este momento cuando «se abrió camino la noción de diócesis, como distrito territorial sobre el que se extendía la autoridad de un determinado obispo», (ORLANDIS ROVIRA, 2001: 139). De esta manera surge la figura del obispo diocesano que «no tan sólo presidía, como antes, una comunidad local, sino que estaba al frente de un territorio, con su clero y sus iglesias rurales, y dirigía la vida cristiana dentro de los límites de aquel», (ORLANDIS ROVIRA, 2001: 139).

Este aumento de fieles no solamente contribuyó al cambio de la distribución geográfica y territorial de la Iglesia, sino que también influyó en el procedimiento de la elección de los obispos[14].

A principios de siglo, y siguiendo la norma de años anteriores, la comunidad cristiana seguía presentando a su candidato, pero en esta época «los presentaba a los obispos de las comunidades más próximas, los cuales, por lo menos tres, procedían a su consagración; y en ocasiones eran los propios obispos de la provincia los que designaban y consagraban al obispo de una comunidad», (ÁLVAREZ GÓMEZ, 2001: 272). Esta doble posibilidad de elección y nombramiento episcopal originó que su normativa comenzase a ser recogida y tratada en diferentes concilios[15].

En referencia al papel desempeñado por los obispos en la elección y nombramiento episcopal se basa en el carácter sagrado de la ceremonia. A la hora de transmitir dicho carácter, la participación de los obispos, tanto en la elección como en el nombramiento, se vuelve costumbre: la elección es confirmada por los obispos comprovinciales y el nombramiento es realizado por tres obispos. «No tarda en establecerse la costumbre de que el obispo consagrante deba ser asistido por dos colegas, lo mismo que la elección debe ser confirmada por los obispos de la provincia, teniendo a su cabeza, cuando la institución sea oficial, al metropolitano», (Fliche y Martín, 1976: 518).

En definitiva, en el siglo iv una nueva figura eclesiástica entra a formar parte en la elección episcopal con una gran autoridad, el obispo metropolitano. «Nel IV secolo alla procedura elettorale partecipavano tre gruppi distinti: il clero della Chiesa in cuestione, i viscovi delle città vecine (meglio ancora nelli di tutta la provincia) con a capo il metropolita (al quale spettava la decisiones definitiva), e i laici[16]», (Wipszychka, 2000: 8).

Nada más comenzar el siglo iv se convoca el Concilio de Granada (300-302), en donde se recuerda que el obispo elegido para dirigir una comunidad debe ser miembro de dicha sociedad. «En primer lugar se desea que el candidato sea bien conocido; por eso determinan no aceptar a aquellos que han sido bautizados en otras provincias, “porque sus vidas no son conocidas en absoluto” (can. 24)», (García-Villoslada ALZUGARAY, 1979: 115).

A principios del siglo iv, en el año 314, el I Concilio de Arlés, recuerda que el nombramiento de «un Obispo sea ordenada por otros siete, ó á lo ménos por tres, y jamás por uno», (Richard, 1793a: 260).

Además, la autoridad del metropolita ya aparece recogida en el canon 4 del Concilio de Nicea, convocado en el año 325[17].

En este Concilio se testimonia que la participación del clero y del pueblo en la elección del obispo ha sido relegada de su autoridad. «En cuanto a la intervención del clero local y del pueblo, su significado era dar testimonio de la idoneidad del candidato y de sus méritos», (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 103).

El canon 16 del Concilio de Antioquia, celebrado en el año 341, en su canon 16, explica cómo se debe celebrar el nombramiento del obispo, quien debe ordenarse en presencia del metropolitano y de otros obispos de la provincia, y debe conseguir, sino la unanimidad en su nombramiento, si la mayoría del apoyo de los prelados[18].

El Concilio de Laodicéa (364) recuerda que el obispo que aspira a ser elegido debe ser sometido a investigación para dar fe de su idoneidad. «El 12 manda que se establezcan los Obispos por dictámen y á juicio del Metropolitano y de sus Comprovinciales, después de largas pruebas de su fé y de sus costumbres», (Richard, 1793b: 5).

Una redacción de la ceremonia del nombramiento del obispo es recogida en las Constituciones Apostólicas. En esta obra se pone de relieve cómo el pueblo se limita a aclamar al nuevo obispo[19].

Otra descripción de la cerimonia del nombramiento del obispo nos la oferece el autor del siglo xviii Carlos Richard[20].

Situándonos ya en el final del siglo iv, y tras ser nombrada la religión cristiana la oficial del Imperio en el Edicto de Tesalónica (380), comienzan una serie de actuaciones, tanto por parte de las autoridades eclesiásticas como civiles, con las que «la iglesia se vio crecientemente envuelta en el peligro de perder su independencia», (Lezenweger et al., 1989: 176).

Los emperadores en esta época ejercían gran influencia ya que gracias a ellos, y a sus leyes, se produjo la cristianización de la sociedad. Sin embargo, la «contrapartida de esta beneficiosa acción de la autoridad imperial fueron las intromisiones frecuentes en la vida de la Iglesia», (ORLANDIS ROVIRA, 2001: 157).

2.4. Siglo v: aristocratización del nombramiento

El siglo v comienza con la implicación de los obispos en los asuntos urbanos, debido a la ausencia de dirigentes civiles como consecuencia de la crisis del poder político. En consecuencia, los obispos adquieren autoridad civil y religiosa[21].

Un ejemplo de esta potestad episcopal la encontramos en la España visigoda (siglos v-viii), época en la que los obispos eran considerados ministros del rey.

Teóricamente, su autoridad debía emplearse solamente en los asuntos religiosos, pero como de hecho los prelados eran los hombres más cultos y los mejores conocedores del pueblo y, por otra parte, los que en conjunto se manifestaban menos apasionados, por esto ellos eran los que no sólo en lo espiritual, son aun en lo material y político formaban la fuerza más compacta y eficaz de la nación. (Llorca, 2005: 695).

Y esta es la razón por la cual los reyes «influían directamente en el nombramiento de obispos, ponían todo su interés en nombrar a los que les eran más adictos», (Llorca, 2005: 695). Esta situación provocó el carácter aristocrático de los obispos.

En cuanto a la elección del obispo, desde el pontificado se sigue afirmando que la correcta es la realizada por el clero y el pueblo. Tal y como nos informa José Pedro de Matos Paiva (2006): «No século V, o papa Celestino I declarará que os bispos nao devem ser impostos, pelo que o consentimento do clero, da nobreza e do povo eram requeridos na sua escolha. El Leào Magno (440-461) dirá: “O que a todos goberna deve ser eleito por todos”[22]», (p. 18).

En líneas generales, la elección y el nombramiento de obispos durante el siglo v sigue la misma dinámica que en el siglo iv[23].

Esta elección, sobre todo a finales del siglo v, está muy controlada por la nobleza y las autoridades políticas. Sin embargo, aunque la Iglesia mantenía y defendía su doctrina de que la elección episcopal debía realizarse por el clero y el pueblo, no prestó la atención adecuada a la intromisión del poder civil[24].

Esta connivencia con el poder temporal no tardó en producir sus consecuencias negativas, ya que «empezaron á conferirse las dignidades episcopales por simonía, creyendo los Reyes que con el anillo y el báculo transmitían el poder espiritual, se vió la Iglesia en la necesidad de alzar su voz contra tamaños abusos», (Gali y Díaz, 1859: 8). A partir de entonces, la práctica de comprar el nombramiento episcopal con dinero o beneficios empezó a generalizarse. De esta manera, «la elección del obispo, que según el derecho antiguo debía ser realizada por el clero y por el pueblo, quedaba vaciada de sentido o simplemente desapareció, y llevó a descuidar puntos de vista eclesiásticos en el nombramiento del obispo», (Lezenweger et al. 1989: 319).

2.5. Siglo vi (año 538): consentimiento real

La injerencia del poder real en el nombramiento de los obispos es una práctica habitual en el siglo vi. Por esta razón, durante este siglo la Iglesia intenta que esta implicación sea la menor posible a través de la «total clericalización de la elección episcopal y de implantación de la organización metropolitana» (Prieto, 2002: 46).

En líneas generales, en la elección del obispo «los nobles, unidos al clero, elaboran una lista de tres candidatos y la elección definitiva pertenece bien a su patriarca, bien al metropolitano, bien a los obispos de la provincia. En la práctica, la voluntad del emperador o de su representante era preponderante», (Fliche y Martín, 1975a: 571).

La elección y nombramiento de obispos es tomada con atención por los reyes, quienes comienzan a querer intervenir en su práctica. Esta situación se pone de manifiesto en el Concilio de Clemont, en el año 535, en el cual también se defiende el procedimiento de la elección de obispos de los siglos anteriores, es decir, pueblo, clero y obispos.

Tres años más tarde, y en el iii Concilio de Orleans (538), se vuelve a recordar que los obispos deben ser escogidos por el pueblo y el clero y contar con el consentimiento del Metropolitano. Mismo procedimiento del siglo iv: «que los Obispos sean asimismo escogidos con el consentimiento del Metropolitano, del Clero y del pueblo de la Ciudad, siendo justo, que el que debe presidir á todos obtenga los votos de ellos», (Richard, 1793b: 329).

Pero es en el citado año 538, en el iii Concilio de Orleans, cuando se estipula, por escrito, que la elección de obispo debe obtener el consentimiento real, aunque este no podrá ir en contra de lo dictado por el pueblo, el clero y el obispo Metropolitano. De esta manera, se rompe con la tradición en la cual los fieles y «seglares como clérigos, elegían no solo los que habían de entrar en la clase de clérigos, para ejercer la administración de los sacramentos, sinó que tenian el mismo derecho de sufragio para el nombramiento de los obispos», (Rodríguez de Campomanes, 1830: 30).

Con esta decisión, el consentimiento real, finaliza la primera etapa en la elección y nombramiento episcopal, dando paso a la segunda hasta el año 1139, año en el que se reserva «definitivamente a los cabildos catedralicios la capacidad de elegir obispo», (Ayala MARTÍNEZ, 2007: 155).

 

3. Etapa segunda: del siglo VI (año 538) al siglo XII (AÑO 1179).

3.1. Siglo vi: elección por autoridad real

En el año 538 se celebra el iii Concilio de Orleans, documento que estipula la elección del obispo una vez obtenido el consentimiento real. Y es en el v Concilio de Orleans, en el año 549, cuando se estipula de manera más explícita la dinámica que se ha seguido durante los últimos siglos en materia de elección y nombramiento de obispos, e introduce una figura nueva, el rey.

En este sentido, el canon 10 «prohibe con pena de deposición comprar con dinero el Episcopado, ó usar de tramas para conseguirlo. Añade, que el Obispo debe ser consagrado por el Metropolitano y sus Comprovinciales, conformándose con la eleccion del Clero y del pueblo, con consentimiento del Rey», (Richard, 1793b: 351).

A pesar de que se reconoce la autoridad del rey a la hora de elegir obispo, el v Concilio de Orleans declara y defiende que «no se dé a un pueblo un Obispo á quien no quiere, ni se obligue á los Clérigos, ni á los Ciudadanos á sujetarse á él, valiéndose de la autoridad de las personas poderosas, y que, de lo contrario, el Obispo ordenado de esta suerte sea depuesto», (Richard, 1793b: 351).

En estos cánones se puede apreciar que la Iglesia sigue defendiendo la elección por parte del pueblo y del clero, sin embargo no aplica toda su autoridad para evitar las interferencias por parte del poder civil, que, recordemos, comenzó en el siglo iv con la «aristocratización» y que en el siglo vi derivó a la autoridad real, hasta el punto en que se «reconoce un cierto papel en la elección episcopal a la confirmación por el rey, cum voluntate regis: medida de prudencia, ciertamente, destinada a limitar una intervención que no se podía impedir», (Fliche y Martín, 1978: 366).

La mala práctica de interferir por medio del chantaje en la elección de obispo por parte del poder real vuelve a apuntarse en el Concilio de Paris, en el año 557, en donde se vuelve a defender la elección conjunta por parte del pueblo, clero y obispos. «No se ordéne ningun Obispo contra el gusto de los ciudadanos, sino el que el Clero y el Pueblo hayan elegido con una entera libertad, que no sea intruso por el mando del Príncipe, ó por cualquiera otro pacto, contra la voluntad del Metropolitano, y de los Obispos Comprovinciales», (Richard, 1793a: 486).

A finales del siglo vi, concretamente en el año 599, se convoca el Concilio de Barcelona con el cual se produce «un intento de evitar la interferencia del poder político en la elección episcopal», (Prieto VILAS, 2002: 49). El canon 3º estipula que las personas que no cumplan con los requisitos establecidos para realizar el ministerio no pueden ser admitidas, aunque tengan el consentimiento real[25].

Podemos concluir que en el siglo vi los reyes intervienen en la elección de los obispos. Sin embargo, se sigue defendiendo la elección realizada por parte del pueblo, el clero y los obispos.

En este siglo, también adquiere gran importancia y consolidación el obispo metropolitano: «Entre las atribuciones del metropolitano parece ser la principal su intervención decisiva en la elección de los obispos de su provincia», (García-Villoslada ALZUGARAY, 1979: 381).

En referencia al lugar de la celebración de la ceremonia del nombramiento de obispo, se recoge en el iv Concilio de Orleans (541) que ésta se celebre en la iglesia que va a dirigir: «el Obispo debe ser consagrado en la Iglesia para que ha sido electo, y no siendo posible, es preciso á lo menos que lo sea en su Provincia por sus Comprovinciales, en presencia ó por la autoridad del Metropolitano», (Richard, 1793b: 340).

3.2. Siglo vii: importancia del pueblo y clero en la elección

El Concilio de París, celebrado en el año 615, recuerda en su canon 1 que: «La elección de los Obispos la harán gratuitamente el Metropolitano, los Comprovinciales, el Clero, y el Pueblo de la Ciudad», (Richard, 1793c: 55). En este canon no se hace mención al consentimiento del rey, requisito introducido en el siglo anterior y que sigue en vigor.

El Rey Clotario expidió el mismo dia de la celebración del Concilio un edicto para la observancia de estos Cánones; pero con ciertas modificaciones. Añadió al primero, tocante á la eleccion del Obispo por el Clero y el pueblo, que ántes de ordenarle era necesario una órden del Príncipe.  Los Obispos no habian hecho mencion de esta circunstancia, pero esta era la costumbre antigua autorizada por el quinto Concilio de Orleans, que requiere el consentimiento del Rey. (Richard, 1973c: 57).

En el año 625 se convoca el Concilio de Reims, en donde se vuelve a defender que la elección del obispo debe hacerse con «los votos de todo el pueblo, con consentimiento de los obispos de la Provincia», (Richard, 1793c: 69). Además, este mismo canon, número 25, recuerda que «no se elegirá para Obispo de una Ciudad sino á quien sea de ella», (Richard, 1793c: 69).

El iv Concilio de Toledo, del año 633, recoge los requisitos que han de cumplir los candidatos al Episcopado, ya que se están presentando irregularidades. Por lo tanto, no pueden llegar a obispos «los que no han elegido el pueblo y el Clero, ni aprobado el Metropolitano, y el sínodo de la provincia», (Richard, 1793c: 79).

En cuanto al tiempo y al lugar del ceremonial, el canon 20 recuerda que «el que haya salido electo Obispo sea consagrado en un Domingo por todos los Obispos de la Provincia, ó lo ménos por tres Obispos, consintiéndolo los demás, en presencia, y con autoridad del Metropolitano, y en el lugar que este haya señalado», (Richard, 1793c: 79).

El Concilio de Chalons, del año 650, reitera que no será una ordenación episcopal válida quien haya sido elegido sin la participación del pueblo, del clero y de los obispos comprovinciales. «El 10 previene que el Obispo sea electo por los Comprovinciales, por el Clero y los Ciudadanos de la Ciudad, y que de lo contrario sea nula su ordenación», (Richard, 1793c: 106).

La Iglesia en el siglo VII vuelve a enfatizar la importancia del pueblo y de los obispos provinciales a la hora de elegir su obispo, el cual debe contar con el consentimiento del obispo metropolitano y del rey.

3.3. Siglo viii: anuladas las elecciones por autoridad real

El papel del rey en la elección episcopal sigue realizándose, en el sentido de que ningún obispo podía ser elegido sin su consentimiento, y «este permiso lo daba mediante un diploma que se llamaba concessio regalis», (Fliche y Martín, 1975c: 204). Además, «el consentimiento del rey también era necesario para que el elegido pudiera ser consagrado. Pertenecía al rey aprobar o rechazar al hombre escogido por el clero y el pueblo, si él lo creía indigno, incapaz y hostil», (Fliche y Martín, 1975c: 204).

A finales de este siglo el procedimiento de la elección de obispos sufre un cambio al ser anulados todas las elecciones realizadas por parte de la autoridad real en el ii Concilio de Nicéa en el año 787[26].

Durante este siglo continúa la práctica de no injerencia de los papas en la elección de los obispos, y «si alguna vez lo hacían, era por vía de recomendación á otros obispos, ó en caso de faltar sujetos para ser elegidos, ó no hacerse esta elección», (Rodríguez de Campomanes, 1830: 51).

3.4. Siglo ix: elección canónica y real

Siguiendo el ambiente de los últimos años en materia de elección episcopal, durante el siglo IX continúa los enfrentamientos de autoridad entre el poder político y el religioso. En este siglo se establecen dos clases de elecciones, la canónica y la real:

El rey intervenía en la primera, en la segunda, él era el único que la hacía. De todas maneras, nadie llegaba a ser obispo sin el favor del rey; era del príncipe de quien el elegido tenía que recibir su obispado. El episcopatus era un honor, término que debe entenderse en el sentido carolingio, es decir, como un todo en el que estaban unidas a un mismo tiempo la función episcopal y la temporal. (Fliche y Martín, 1975c: 204).

El episcopatus en todo su conjunto, es decir función y bienes materiales, se denominaba honor condal o episcopal, y éste era además un beneficio que era entregado por el rey a los obispos, ya que el «rey era el dueño de los obispados, como lo era del reino y de los bienes fiscales», (Fliche y Martin, 1975c: 237).

Volviendo a los dos procedimientos de elección episcopal, la canónica y la real, y uniéndolo al concepto del episcopatus, se puede entender que en los dos casos la presencia del monarca está presente, ya que éste tenía que entregarle la diócesis al obispo.

Tanto en el caso de que el príncipe hubiese dejado al clero y al pueblo la elección, como en el caso de que el príncipe mismo lo nombrase directamente, el elegido no podía tomar posesión del obispado por cuenta propia; hacía falta que el obispado le fuese «dado” por el príncipe. Este don era una gracia, una liberalidad, una concesión del príncipe. (Fliche y Martín, 1975c: 238).

Con relación al procedimiento a seguir en la elección episcopal, la costumbre indica que el cabildo catedralicio anunciaba al monarca que la sede estaba vacante, y éste permitía la elección[27].

A principios del siglo ix, en el año 802, se organiza el Concilio de Aix-la-Chapelle en donde se recuerda que el pueblo y el clero hacen la elección de los obispos. En este mismo sentido, el canon número 5 del Concilio de Roma del año 826 indica que «se observarán los Cánones antiguos en la eleccion de un Obispo, de manera que no se ordenará ninguno sino con consentimiento del Clero y del pueblo», (Richard, 1793c: 342).

Durante este siglo se siguen produciendo situaciones de favoritismo, por lo que, en el Concilio de Paris, del año 829, indica que «las elecciones y ordenaciones de los Obispos estarán limpias de toda mancha de simonia», (Richard, 1793c: 348). En el año 836, esta misma indicación es recogida en el Concilio de Aix-la-Chapelle, cuyo canon número 1 «prohíbe solicitar el Obispado por medio de regalos, ó de otro modo», (Richard, 1793: 364). También insta a la autoridad real a realizar una elección del obispo correcta y en beneficio de la Iglesia: «Advertimos á V.A. dicen los Obispos al Emperador, que haga una buena elección de los Pastores que han de gobernar las Iglesias, pues de otro modo envilecería V.A., el Clero, y pondría á riesgo la Religion», (Richard, 1793c: 366).

Esta referencia a la monarquía en su intervención en la elección de los obispos, tras su anulación en el siglo viii, vuelve a aparecer en el año 844 en el Concilio de Thionvilla, en donde se les suplica que no realicen la «simonía, y sigan en todo la disposición de los Canones», (Richard, 1793c: 372).

Sin embargo, en el año 869 y en el Concilio de Constantinopla, se vuelve a prohibir «ordenar Obispos por parte de la autoridad y mandato del Príncipe, só pena de deposición contra los que asciendan al Episcopado por este medio tiránico, siendo evidente que su ordenacion no proviene de la voluntad de Dios, sino de deseos de la carne», (Richard, 1794: 78). Así mismo, se prohíbe a los ciudadanos poderosos intervenir en la elección de obispos, a no ser que sean invitados a ello por la Iglesia: «Se prohibe á los legos poderosos el que intervengan en la eleccion de los Obispos, si á ello no les convida la Iglesia, ó el oponerse á la eleccion canónica, so pena de estar anatematizados hasta que consientan en esta eleccion» (Richard, 1794: 80).

Durante el siglo ix se produce inestabilidad en el proceso de elección de los obispos, ya que las intervenciones de las autoridades reales en la misma son en ocasiones prohibidas y en otras no.

En este tiempo, los obispos metropolitanos llegaron a considerarse «los únicos dueños de las elecciones episcopales en sus provincias», (Fliche y Martín, 1975c: 215). Apoyando esta pretensión, los metropolitanos reciben en el año 896 una bula del papa Esteban V en donde se le concede gran autoridad en las elecciones episcopales[28].

En líneas generales, la elección episcopal es un nombramiento muy importante para todos los estamentos de la sociedad, y por lo tanto todos sus altos representantes quieren participar del mismo[29].

En el siglo ix se sigue defendiendo la participación libre del pueblo y del clero en la elección de sus obispos. Sin embargo, a finales de siglo se plantea quien tiene más autoridad de entre los dos, el pueblo o el clero.

Una tendencia marca la preponderancia de los clérigos sobre los laicos apoyada por una carta fechada en el año 888 y firmada por el papa Esteban V: «La elección –decía el pontífice- pertenece a los sacerdotes, el consentimiento del pueblo debe añadírsele, porque el pueblo debe ser enseñado, no obedecido. En esta interpretación, los laicos eran solamente invitados a dar su consentimiento de una elección ya hecha de antemano por los clérigos», (Fliche y Martín, 1975c: 199).

La otra tendencia considera que el clero y el pueblo tienen los mismos derechos en materia de elección episcopal[30].

Esta representación de autoridades de la sociedad en la elección episcopal, no se daba en el cuerpo clerical, porque se «admitía a la elección a todos los clérigos de la diócesis, sin distinción de orden ni dignidad», (Fliche y Martín, 1975c: 200).

En líneas generales, la elección episcopal estaba matizada por el poder real, autoridad que en ocasiones traspasaba sus límites en material electoral[31].

3.5. Siglo x: tradición ecuménica, pueblo y clero

Durante el siglo x y el xi sigue planteándose la dualidad del porcentaje de autoridad del clero y del pueblo, que comenzó a finales del siglo ix.

Ya fuera con más poder clerical o laical, en la mayoría de las ocasiones la elección se realizaba en la catedral y en público. «A la asamblea se admitía una muchedumbre numerosa; de iure, la asamblea hacía la elección, pero ella no manifestaba su sentimiento más que aclamando el nombre de un candidato», (Fliche y MartíN, 1975c: 199).

Cuando sólo había un candidato a obispo, «la elección se hacía concorditer y realizaba la unanimidad, la cual apareció como la continuidad natural de la acción del Espíritu Santo», (Fliche y Martín, 1975c: 200). En el caso de varias candidaturas, «la gran reunión popular era precedida de conciliábulos entre aquellos que tenían influencia social. Algunos trataban de ponerse de acuerdo para escoger a un candidato que pudiesen proponer a las aclamaciones populares», (Fliche y Martín, 1975c: 200). Podemos comprobar como la elección era realizada por los que ostentaban el poder en la sociedad civil, es decir la nobleza y la aristocracia, mientras que el pueblo simplemente realizaba la aclamación del elegido por sus representantes. Por lo tanto,

Si estos electores privilegiados se ponían de acuerdo se llegaba a una elección unánime; la reunión de la catedral no era más que una formalidad para que allí se aclamara al candidato de un grupo particular. De lo contrario, cuando se formaban partidos entre los principales personajes, no había más que desorden y confusión. (Fliche y Martín, 1975c: 200).

Debido a la posibilidad de situaciones de caos, a finales del siglo X se empieza a considerar la posibilidad de «no someter más la elección a la asamblea particular y que era mejor limitarse a una reunión restringida», (Fliche y Martín, 1975c: 200).

Recordamos cómo a finales del siglo ix la participación del clero en la elección episcopal es más democrática que la laical, ya que todo el cuerpo clerical participa en la decisión. Sin embargo, esto en la práctica no es tan democrático, ya que los clérigos urbanos se informaban antes que los rurales sobre todo los canónigos de la catedral[32].

Por lo tanto, poco a poco el clero de las iglesias rurales dejó de participar en las elecciones episcopales, y a mediados del siglo x el papa admite que el clero de la catedral tenga mayor autoridad electoral que el resto del ministerio. Esto mismo sucede con el pueblo y su participación electoral, ya que los fieles de las ciudades tienen mayor facilidad de participar en la elección episcopal que los fieles de los pueblos, ya que estos, «por la dificultad de las comunicaciones, nunca habían participado demasiado en las elecciones episcopales», (Fliche y Martín, 1975c: 202). Además, al igual que sucedía con los canónigos, al estar residiendo en la ciudad pueden ponerse de acuerdo con el cabildo catedralicio a la hora de nombrar al nuevo obispo, formando «parte en los conciliábulos que precedían a la asamblea popular», (Fliche y Martín, 1975c: 203).

A pesar de esta situación, la iglesia sigue protegiendo la tradición canónica de la elección por parte del pueblo y del clero[33].

A finales del siglo x el papa empieza a tener un papel más decisivo en las elecciones episcopales. Esta intervención está originada porque «algunos obispos para asegurar una situación discutida, se interesaban en solicitar bulas, por las que el sumo pontífice les confirmaba en sus obispados», (Fliche y Martín, 1975c: 219).

3.6. Siglo xi: intervención del papa

A lo largo del siglo xi se sigue celebrando concilios en los que se incluyen cánones en contra de la investidura laica, y se consolida la autoridad de los representantes del clero (canónigos) y del pueblo (nobles) en las elecciones episcopales, por lo que «en casi todas las diócesis obraban en la elección de obispos dos elementos: el capítulo de los canónigos y la nobleza local», (Fliche y Martín, 1975c: 203).

En este siglo es cuando se produce el conflicto de las investiduras porque «cuando el proceso de feudalización de la sociedad europea llegó a su plenitud, los grandes señores que se impusieron a la realeza se arrogaron en sus territorios la facultad de la designación de los Obispos», (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 104). En consecuencia, los obispados son considerados beneficios feudales.

Como en siglos anteriores, la elección y la consagración del nuevo obispo se realizaban en la misma ceremonia llamada ordinatio. En la ceremonia de elección y nombramiento, también llamada de confirmación, participan el metropolitano, los obispos comprovinciales, clérigos y laicos. En ella el «elegido era interrogado públicamente sobre sus orígenes, su condición, el lugar de sus estudios, su orden y las funciones que había ejercido. Se le invitaba a hacer una profesión de fe, y podía ser interrogado, además, sobre algunos artículos dogmáticos», (Fliche y Martín, 1975c: 214).

En la ceremonia de consagración participaban al menos tres obispos, siendo uno de ellos el metropolitano, quien preside la ceremonia en la que «lo esencial de la ceremonia era la imposición de las manos; los prelados consagrantes imponían las dos manos sobre la cabeza del ordenado diciéndoles: “Accipe Spiritum sanctum”. A continuación el ordenando era ungido con el crisma en la frente y en las manos», (Fliche y Martín, 1975c: 215).

La ceremonia de la elección y la consagración del nuevo obispo se hacían en el mismo día, y se celebraba en un ambiente festivo con gran participación de gente agolpándose a la entrada de la iglesia[34].

En el año 1049 el Concilio de Reims vuelve a enfatizar que ningún obispo sea elegido sin los votos del pueblo y del clero. «Esta disposición no impedía la intervención del príncipe, sino que obligaba a que su elección fuera ratificada, y así poner término a los abusos flagrantes», (Sánchez HERRERO, 2005: 220).

Al año siguiente, en el 1050, el Concilio de Ruan plasma la realidad de las elecciones ilegales, indicando en su canon número 2 que: «Se prohibe hacer presentes al Príncipe ó á sus Oficiales para lograr Obispados», (Richard, 1794: 229). Esta práctica, denominada simonia vuelve a ser citada y prohibida en el año 1076 en el Concilio de Winchesttre.

En líneas generales, a comienzo del siglo xi la elección episcopal sigue realizándose por investidura[35].

Hacia finales del pontificado de Gregorio vii (1073-1805), éste comienza a formar parte más activa y autoritaria en las elecciones episcopales, sobre todo en los casos en los que la elección episcopal se declara nula y, entonces, «el poder de la elección será remitido “a la Sede apostólica o al metropolitano”. En esto hay una grave innovación: el papa se inmiscuye en las elecciones episcopales e intenta suplantar al metropolitano», (Fliche y Martín, 1976b: 95). Las razones ofrecidas para esta injerencia del pontífice en la labor del obispo metropolitano, hace referencia al «mau funcionamento das eliçöes, provocado por conflitos entre os eleitores ou por interferencias abusivas de autoridades seculares », (Matos PAIVA, 2006: 20).

Si la figura del obispo metropolitano empieza a perder autoridad durante este siglo, no ocurre lo mismo con el cabildo catedralicio cuya importancia va en aumento tanto por su autoridad a la hora de elegir obispo como por su nombramiento como responsables de la dirección de la diócesis. «La elección del obispo recae en el cabildo, que, después, puede presionar sobre el elegido», (Sánchez HERRERO, 2005: 295).

En relación a la elección episcopal, es en este siglo cuando se establece una jerarquía de voto entre los miembros del cabildo catedral. «En el siglo XI, se habían establecido unos usos que regulaban el orden en el que cada cual debía manifestar su sufragio. Un dignatario tenía el privilegio de pronunciarse primero; era la prima vox», (Fliche y Martín, 1975c: 202).

3.7. Siglo xii (1179): el pueblo pierde su papel

Los sucesores de Gregorio VII también se manifestaron en contra de la investidura laica, sobre todo el papa Pascual ii, quien en «el concilio romano de 1102 renovó las medidas decretadas contra la investidura laica en el concilio romano de 1094, bajo Urbano II. (…) La prohibición de la investidura laica suscitó la hostilidad de los reyes», (Sánchez HERRERO, 2005: 222).

La solución a este conflicto comienza a elaborarse con la distinción de dos tipos de investidura, la eclesiástica y la real, ya que la «confusión procedía del hecho de que en la investidura el rey remitía al obispo la cruz y el anillo, por lo que parecía conferirle tanto los poderes espirituales como el dominio temporal», (Sánchez HERRERO, 2005: 222).

El desenlace al problema se originó en el año 1106 con el siguiente acuerdo: «se establecía que los obispos no podrían recibir la investidura por la cruz y el anillo ni del rey ni de ningún laico y que la consagración episcopal no podía tener lugar antes de que el elegido prestara homenaje al rey por sus feudos», (SÁNCHEZ HERRERO, 2005: 223). Esta solución fue también recogida en el concordato de Worms (1125)[36].

El perfil del obispo del siglo xii es descrito como «un clérigo noble que había recibido una buena formación intelectual. Con frecuencia procede del cabildo catedral, especialmente de entre las dignidades; algunas regiones estuvieron abiertas a los religiosos: abades benedictinos, canónigos regulares –menos abundantes-, cirstercienses», (SÁNCHEZ HERRERO, 2005: 292).

La elección episcopal del siglo xii se basaba en la decisión del candidato por parte del cabildo catedral. «Un conjunto de conversaciones previas conducía a una propuesta que los canónigos confirmaban por un voto en debida forma, y el resultado era comunicado al obispo y al soberano», (SÁNCHEZ HERRERO, 2005: 293). Por su parte, al obispo metropolitano le corresponde «confirmar la elección de sus sufragáneos, tras la oportuna encuesta, y luego proceder a su consagración», (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 96).

En el año 1119 se celebra el Concilio de Reims en donde se vuelve a prohibir «la investidura de manos de los laicos», (SÁNCHEZ HERRERO, 2005: 243).

El ii Concilio de Letrán, en el año 1139, confirma en su canon 28 que los cabildos catedralicios y los superiores de órdenes religiosas tienen derecho a elegir a su obispo. Es decir, que el clero de la diócesis vacante está legitimado a elegir a su propio obispo, y condena «la investidura laica en todos sus grados», (SÁNCHEZ HERRERO, 2005: 262). Por lo tanto, la importancia del ii Concilio de Letrán en materia de elección y nombramiento episcopal radica, según Carlos de Ayala Martínez (2007), en que «reservó definitivamente a los cabildos catedralicios la capacidad de elegir obispo», (p. 155).

En el año 1175, el papa Alejandro III reduce «el derecho de elección a un solo cuerpo, los canónigos de la Iglesia catedral», (SÁNCHEZ HERRERO, 2005: 272). Esta decisión es ratificada en el iii Concilio de Letrán (1179) afirmando que «la elección del obispo es de ahora en adelante el asunto del cabildo en su “major et senior pars”», (Fliche y Martín, 1977a: 539). Además, a partir de este momento la elección episcopal por parte del cabildo catedralicio se convierte en «una obligación general», (Fliche y Martín, 1977a: 539).

A finales del siglo xii, la autoridad real en la elección episcopal se ve reducida a dar la autorización a «la elección (licencia eligendi) y a dar su asentimiento a la persona elegida; de este consentimiento depende la concesión de las regalías mediante un simple juramento de fidelidad», (Fliche y Martín, 1977a: 540). De esta forma desaparece la entrega del anillo y el báculo del rey al obispo, y «tras la elección se llevaría a cabo la investidura con las posesiones seculares mediante el cetro regio. A continuación, el obispo pronunciaría el juramento de vasallaje, después de lo cual podía procederse a la consagración», (Lenzenweger et al., 1989: 268).

En definitiva, el gran cambio en la elección episcopal, y final de esta segunda etapa, es la desaparición de «la intervención directa de los laicos» (Lezenweger et al., 1989: 320). De esta manera, se rompe la tradición canónica de la elección episcopal basada en la elección por parte del clero y del pueblo.

 

4. Etapa tercera: del siglo XIII al siglo XV.

4.1. Siglo xiii: reserva pontificia

Al igual que en el siglo anterior, durante el xiii el cabildo catedralicio monopoliza las elecciones episcopales. Sin embargo, los reyes siguen intentando «influir en las designaciones de obispos, sobre todo cuando la elección se celebraba en su presencia o en la capilla palatina», (ORLANDIS ROVIRA, 2001: 330).

También los papas procuran intervenir en las elecciones y es «cada vez más frecuente que los Papas se reservasen la provisión directa de buen número de sedes episcopales u otros oficios, mediante las llamadas “reservas pontificias”», (ORLANDIS ROVIRA, 2001: 330). En este sentido, durante la primera mitad del siglo xiii el papa solamente interviene cuando la elección episcopal se convierte en conflictiva, y es en la segunda mitad del siglo cuando Gregorio x (1272-1276), para establecer el orden en las elecciones de obispos, «sanciona que, una vez concluido el procedimiento de electores deben avisar al elegido y este tiene que dar su consentimiento en el plazo de un mes; si no lo hizo al cabo de tres meses, se podía proceder a otra elección», (Fliche y Martín, 1975b: 514). En definitiva, «hasta el siglo XIII el Soberano Pontífice no había intervenido en el nombramiento de obispos, a menos de actuar, como juez supremo, cuando surgía una irregularidad en la elección», (Miret MAGDALENA, 1968: 77).

Durante este siglo se pone de manifiesto las tres modalidades existentes a la hora de la elección episcopal:

·         Escrutinio: decide «la maior et sanior pars del colegio electoral. Se requería, mayoría absoluta de votos y sanioritas en el elegido, esto es, méritos personales y aptitud para la cura de almas», (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 106).

·         Compromiso: «los electores delegaban su representación para elegir un grupo reducido de miembros del colegio y su decisión era inapelable, siempre que hubiera recaído en una persona idónea», (ORLANDIS ROVIRA, 2003:106).

·         Aclamación: «ponía de acuerdo a los electores por “cuasi inspiración” del Espíritu Santo», (ORLANDIS ROVIRA, 2003:106).

En el año 1278 el papa Nicolás iii publica la decretal Cupientes, en la cual, y en relación al nombramiento de los obispos, el pontífice, según Diego Aboy Rubio (2009), «se reserva el derecho de nombrar a los Obispos en caso de elección contestada, traslado, suspensión o degradación para evitar males mayores», (p. 257).

Esta injerencia de la Santa Sede en el nombramiento episcopal se denomina ius devolutionis. Sin embargo, esta intervención papal no es única en estos años, ya que «cuando las circunstancias del lugar y tiempo fueron favorables, el papa procedió directamente a la provisión de gran número de obispados», (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 106).

4.2. Siglo xiv: conflicto entre papado y monarquía

A comienzos del siglo xiv ya se comienza a sentir lo que va deparar este tiempo en materia de elección episcopal, tensión entre el papado y la monarquía por hacerse con la autoridad en el nombramiento de obispos[37].

Durante el siglo xiv la Santa Sede sigue manifestando su autoridad en las elecciones episcopales, y es en el año 1316 cuando el papa Juan xxii escribe la constitución Ex Debito en la cual amplia «las reservas pontificas a la práctica totalidad de beneficios de la cristiandad occidental, tanto mayores como menores», (DÍAZ IBAÑEZ, 2010: 66). Esta soberanía se hace más extensa en el año 1362 durante el pontificado de Urbano v «al reservarse la provisión de todos los obispados y abadías y al sentar los precedentes para que sus sucesores repitiesen tan alto grado de reservación», (ARRANZ GUZMÁN, 2001: 247).

Por lo tanto, a lo largo de estos años la elección episcopal «fue pasando paulatinamente al papa, sobre todo desde el siglo xiv, con frecuencia por deseo de los elegidos mismos; desde Constanza (1418) se convirtió esto en derecho reconocido» (AMON, 1989).

Sin embargo, a causa del Cisma de Occidente, también llamado Cisma de Avignon (1378-1417) la autoridad papal se debilita, aumentando, en contra, la real. Esto supone que «o papado perdeu o dominio que tinha sobre o sistema, o que facilito a ingerência dos reis no processo. En consequëncia, ao longo do século XV, de um modo progressivo, a Santa Sé foi vendo limitada a sua capacidade de nomear bispos por toda a Europa católica », (MATOS PAIVA, 2006: 22). Por esta razón, los pontífices intentan nombrar a obispos afines contando con el beneplácito de los monarcas a cambio de privilégios en los nombramientos episcopales[38].

En definitiva, el Cisma de Occidente provoca el afianzamiento de la autoridad del monarca en las elecciones episcopales, ya que la «Santa Sede hubo de hacer numerosas concesiones a los monarcas católicos» (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 107).

En consecuencia, el control real en las elecciones episcopales aumenta, y en éstas los reyes «o bien directamente dieron a conocer su deseo al cabildo, o bien acudieron a otros expedientes, como fue la petición directa al papado para que se nombrara a un personaje particular», (LORA SERRANO, 2009: 256).

4.3. Siglo xv: cabildo catedral retoma su papel

Durante el siglo xv se siguen produciendo injerencias del poder real y papal en las elecciones episcopales, en las cuales tenía la autoridad el cabildo catedralicio. Por una parte, la Santa Sede «se reserva la provisión de las vacantes in curia o sedes ocupadas por curiales e interviene directamente en las designaciones de los candidatos en las demás, suplantando la elección capitular», (GARCÍA ORO, 2005:144).

Y, por otro lado, la monarquía ejerce el patronato real que le da «derecho a presentar los candidatos, obligando a los cabildos a elegirlos, al papa a proveerlos y a los nuevos titulares un compromiso de fidelidad bajo el cual se les asignarían las temporalidades», (GARCÍA ORO, 2005: 144).

Es de destacar, que aunque los reyes consiguen implantar su autoridad en la elección episcopal, «estas concesiones de hecho no creaban derecho y, después de cada conflicto, la base jurídica de sus pretensiones quedaba a merced de los intereses de la curia romana», (BARRIO GOZALO, 2011: 79).

Al finalizar el Cisma de Occidente (1417) se intenta recuperar la autoridad en las elecciones episcopales por parte de la Iglesia, ya que ese poder se ha derivado a la realeza. Por esta razón, a principios del siglo XV, en el año 1418, se vuelve a enfatizar y recordar que la elección episcopal es tarea del cabildo catedral en el concordato de Constanza, en el cual «el punto más importante, pero efímero, fue la vuelta al sistema de elección de los obispos por los cabildos catedralicios», (Nieto y Sanz, 2002: 223).

A los tres años de puntualizar que el cabildo catedral es la autoridad en las elecciones episcopales, se aprueba la bula Sedis Apostolicae (1421) de Martín V concediendo el poder elector a los monarcas, «puntualización que significaba el inicio del intervensionismo regio, de iure», (Garrido ARANDA, 1979: 28). En definitiva, con la bula Sedis Apostolicae se concede a la autoridad real el derecho de suplicación, es decir, a petición del rey el papa hace la provisión canónica de la sede. Se trata de «un paso intermedio entre el derecho de asentimiento y el derecho de presentación», (Torres y Hernández, 1983: 72). Esta bula es ratificada por los sucesores de Martín V hasta el año 1459, cuando el papa Pío ii «dio un paso atrás, en esta política de nacionalización religiosa, reservando todos los nombramientos de obispos a Roma», (GARRIDO ARANDA, 1979: 28).

En el año 1433 se celebra el concilio de Basilea en el cual se decreta que la elección episcopal vuelva a realizarse por el cabildo catedralicio y que no se hagan reservas pontificias: «cada iglesia y cada colegio o comunidad se elijan a su propio prelado. Y, en seguimiento de ello, este concilio establece y define que no deben hacerse reservaciones al papa de los cargos electivos y, si ya están hechos, no deben utilizarse», (Anónimo, 2010).

En referencia a la injerencia papal, el concilio de Basilea apunta «que las reservas especiales quedaban prohibidas y que el papa no puede nunca, incluso en el caso en que la elección fuera perjudicial para la Iglesia, proceder a un nombramiento directo: solamente podría denegar la confirmación e imponer una nueva elección», (Fliche, y Martín, 1977b: 328). También se establecen normas que deben cumplir los miembros del cabildo catedral destinados a elegir al nuevo obispo, como es «que deben oír misa y comulgar en el día fijado para la votación, prestar juramento de elegir al que crean el más “útil” a la Iglesia y no dar un voto a un candidato culpable de intriga o de simonía», (Fliche y Martín, 1977c: 106).

A pesar de los intentos de establecer la autonomía de la Iglesia en materia electoral, «los derechos de soberanía de los príncipes sobre la Iglesia no constituían un fenómeno infrecuente en la segunda mitad del siglo XV en Europa», (Lenzenweger et al., 1989: 447).

 

5. Etapa cuarta: del siglo XVI al siglo XX (1965).

5.1 .Siglos xvi, xvii y xviii: autoridad real

La autoridad real cobra más protagonismo sobre las elecciones episcopales en el siglo xvi, ya que tiene el privilegio de presentar al papa a sus candidatos a obispos. Según nos indica José García Oro, (2005) la elección episcopal es «el resultado de propuestas reales, aceptadas o rechazadas por la Curia Romana», (p. 33). Este hecho conlleva a que definitivamente el cabildo catedral pierda su autoridad electoral, tanto por las presentaciones reales como por las reservas pontificias en las elecciones de obispos.

Por lo tanto, el derecho de patronato se hace patente en el siglo XVI.

Este deseo de controlar las elecciones episcopales por parte de los reyes radica, según Ana Arranz Gúzman (2001), en «la necesidad de disponer de unos obispos fieles, así como la idea de que el gobierno de la Iglesia de su reino en concreto no debía ser ajeno al ejercicio de su poder influyeron decisivamente en los monarcas a la hora de ejercer el control sobre aquéllas», (p. 425). Además, este derecho de presentación está íntimamente relacionado con el papel desempeñado por los diferentes pontífices de la época, debido a «la personalidad de cada Papa y su mayor o menor propensión a conceder el privilegio de presentación de obispos a los distintos monarcas», (ARRANZ GÚZMAN, 2001: 426).

Durante los años centrales del siglo XVI se celebra el concilio de Trento (1545-1563), en el cual se redacta cómo debe ser el nombramiento episcopal: «presentación por el sínodo provincial al Papa de tres candidatos y designación por éste de uno de ellos. Mas en la práctica se dieron muchas variantes, debidas a las modalidades de intervención del poder real”, (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 107).

En materia episcopal, el concilio de Trento recuerda que los candidatos deben ser investigados antes de su nombramiento[39].

En cuanto al procedimiento de dicha investigación, el concilio de Trento estipula, según nos recuerda Primitivo Tineo Tineo (1996), que sean los concilios provinciales los encargados de «estudiar la forma y manera de examinar las cualidades de aquellas personas que iban a ser promovidas al episcopado, de tal manera que haya uniformidad de criterio» (p. 254). La importancia de esta investigación de los candidatos a obispos radica en que es la manera que la Iglesia tiene de controlar a los seleccionados por los monarcas[40].

La documentación revisada sobre las elecciones y nombramientos episcopales del siglo xvii es una continuación de lo acaecido y establecido en el siglo anterior.

Destacamos que, durante el siglo xvii y xviii, la Santa Sede reclama su derecho a la provisión de las sedes episcopales. Sin embargo, esto sigue sin poder materializarse en la práctica debido a la autoridad real que se aplica en la elección del obispo. «El derecho de Roma a nombrar libremente los obispos se vio bastante restringido en la práctica con las concesiones y pretensiones de los Estados», (Lenzenweger et al., 1989: 571).

Durante el siglo xviii el poder real sigue imponiendo su autoridad en las elecciones y nombramientos episcopales, y esta intervención para Vegara Ciordia (2010) no crea «un movimiento definido y constante de oposición activa al proceso intervencionista de la Corona, aunque tampoco puede asegurarse lo contrario», (p. 75). Esto supone un entendimiento entre la autoridad civil y la religiosa iniciada en el siglo xvi, hasta el punto de que el nombramiento realizado por la soberanía civil «se consideraba definitivo», (LenzenwegeR et al., 1989: 571).

Esta connivencia deriva en que en el siglo xviii el «derecho de nombramiento ejercido por los príncipes se extendió en ese siglo por Francia, Austria, España, Portugal, algunos Estados italianos, Baviera y Sajonia», (Lenzenweger et al., 1989: 571).

5.2. Siglo XIX: autoridad real, autoridad pontifical

Tras la situación revolucionaria de finales del siglo xviii que originó el fin del Antiguo Régimen, poco a poco volvió la estabilidad política a los diferentes países. Uno de los cambios introducidos, en materia eclesiástica, fue la revisión de las demarcaciones de las diócesis para adecuarlas «a las circunscripciones estatales y a las exigencias pastorales», (Lenzenweger et al., 1989: 647).

La figura del Sumo Pontífice, Pío vii, fue a principios del siglo xix determinante en materia de nombramientos episcopales, ya que, en líneas generales, y en referencia a Europa, «supo renunciar a los bienes eclesiásticos usurpados y aceptar nuevas demarcaciones de diócesis y parroquias a cambio de asegurar la confirmación pontificia de los obispos» (García-Villoslada ALZUGARAY, 1979: 71).

Durante estos años, se firmaron diversos decretos entre la Santa Sede y los estados. Concretamente, la Santa Sede volvió a retomar la autoridad en la elección y nombramiento episcopal, derecho que no fue reconocido oficialmente y a nivel universal hasta el año 1965 por el decreto Christus Dominus.

Las elecciones episcopales durante el siglo xix se realizaban o por parte del Estado o de la Iglesia, según el país. En cualquiera de los dos casos, la presentación del candidato debía realizarse ante el papa a través del nuncio, quien informaba a la Santa Sede sobre «las cualidades del presentado y la situación de la diócesis a que era destinado», (Fliche y Martín, 1977d: 580). Este requisito era imprescindible para obtener las bulas de preconización, y a todo este proceso se le denominaba consistorial. En el caso de que en este proceso se produjese alguna irregularidad o se averiguase que el candidato no era digno para el cargo, «procuraba el nuncio inducir al gobierno para que retirase la presentación o se obligaba al ya presentado a renunciar» (Fliche y Martín, 1977d: 580).

Por lo tanto, en los países en los que el poder regio tenía la autoridad para elegir a sus obispos, este beneficio no era total, ya que «si bien teóricamente el rey gozaba completa autonomía para nombrar obispos, las consultas previas con el nuncio y el proceso canónico, pese a su carácter formal. Podían impedir en muchos casos la decisión real» (Fliche y Martín, 1977d: 580).

5.3. Siglo xx (1965): fin del enfrentamiento entre monarquía y papado

A comienzos del siglo xx se siguen las directrices marcadas en el xix en relación a la elección y nombramiento episcopal, en las cuales se «acordó a veces el sistema de presentación de ternas, o bien el de información previa sobre los candidatos a los gobiernos, por si éstos tuvieran que formular alguna objeción de orden político», (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 108). Sin embargo, este derecho de presentación comienza a desaparecer tras finalizar la primera guerra mundial (1914-1918).

En el año 1917 se aprueba con carácter universal el siguiente canon del Código de Derecho Canónico: «el Soberano Pontífice elige libremente a los Obispos», (ORLANDIS ROVIRA, 2003: 108).

El 28 de octubre de 1965 el papa Pablo vi promulga el decreto Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los obispos. Este decreto establece que la libertad en el nombramiento episcopal reside en la Iglesia[41].

Con este documento se dar por finalizado el enfrentamiento mantenido durante todos estos años entre la monarquía y el papado por ostentar el poder de las elecciones episcopales.

 

6. Etapa quinta: del siglo XX (1965) a la actualidad: elección y nombramiento episcopal, derecho de la Santa Sede

La directriz marcada en el Christus Dominus sigue estando vigente en el Código de Derecho Canónico del año 1983 con el canon 377 § 1: «El Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos, o confirma a los que han sido legítimamente elegidos». Seguidamente, en el canon 377 § 5 se dictamina que: «En lo sucesivo no se concederá a las autoridades civiles ningún derecho ni privilegio de elección, nombramiento, presentación y designación de Obispos». En referencia al obispo diocesano, el canon 377 § 3 establece las indicaciones pertinentes[42].

Además, en el canon 377 § 2 se establece que la lista de los candidatos a obispo será confeccionada por los obispos o por la Conferencia Episcopal[43].

En relación con la elección de los obispos, la Constitución Apostólica, Pastor Bonus, de Juan Pablo ii, promulgada en 1988, establece cuatro organismos que pueden participar en dicha selección. Se trata de la Congregación de los Obispos, de la Congregación para las Iglesias orientales, de la Secretaria de Estado, y de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

En referencia a la Congregación de los Obispos, es el artículo 77 el que recoge su participación: «Trata todo lo que se refiere al nombramiento de los obispos. Incluidos los titulares, y, en general, a la propulsión de las Iglesias particulares», (Pastor Bonus, 1988).

En referencia a la Secretaría del Estado, su participación en la elección episcopal se recoge en el artículo 47 § 1 del Pastor Bonus: «En circunstancias especiales, por mandato del Sumo Pontífice, esta sección, consultando con los dicasterios competentes de la Curia Romana, lleva a cabo lo referente a la provisión de las Iglesias particulares, así como a la constitución y cambio de ellas y de sus asambleas». Además, según indica Antonio Viana Tomé (2007), este papel ejercido por la Secretaría del Estado «en el caso de países concordatarios se ocupa de los asuntos que hayan de tratarse con los gobiernos civiles, incluyendo cuestiones referentes al nombramiento de obispos, aunque en este caso debe proceder de acuerdo con la Congregación para los Obispos», (p. 245).

La función de la Congregación para las Iglesias orientales se explica en el artículo 58 § 1 del Pastor Bonus[44].

Finalmente, la Congregación para la Evangelización de los Pueblos recoge en el artículo 89 su competencia en el nombramiento de obispos[45].

En definitiva, y según explica Antonio Viana Tomé, existen cuatro dicasterios de la Curia romana competentes em el procedimento del nombramiento episcopal[46].

En la actualidad, la elección y nombramiento episcopal es ejercido por derecho por la Santa Sede.

 

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[1] Doctora en Comunicación por la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM). Profesora colaboradora en materia de protocolo y organización de eventos en UNED; UOC, UNIR, Universidad Europea de Madrid y Universidad del Atlántico Medio. Miembro de la Sociedad de Estudios Institucionales.

[2] Desaparecidos los Apóstoles y sus auxiliares que las habían fundado y regido, las comunidades locales necesitaron asegurar cierta indispensable unidad de dirección, y a tal fin, de entre los miembros del presbiterio, se destacó un personaje revestido de autoridad monárquica, que estaba dotado, dentro del círculo de la respectiva iglesia local, de los poderes de gobierno que los Apóstoles y sus sucesores habían ejercido antes en un amplio ámbito territorial. (ORLANDIS ROVIRA, J., Historia de la Iglesia I. La Iglesia antigua y medieval. Madrid, Ediciones Palabra, 2001, p. 61).

[3] era muy fácil averiguar qué personas estaban adornadas de virtudes y cuáles no, y el pueblo era natural que eligiese, ó mejor dicho, señalase las personas en quienes concurrían las más relevantes prendas. Elegidas estas, podían desempeñar mejor y con más celo las funciones sagradas, porque llevaban por precedentes el aprecio y veneración del pueblo que las había designado. (GALI Y DÍAZ, M., Discurso investidura doctor. Madrid, 1859, p. 6).

[4] Tr. tr. Para la Iglesia la elección del obispo era un evento fundamental, que despertó pasiones comprensibles. Los participantes en el complicado procedimiento destinado a nominar al nuevo pastor de la comunidad se realizaban en base a las recomendaciones del Nuevo Testamento.

[5] Que se ordene como obispo aquél que, siendo digno, haya sido elegido por todo el pueblo. Una vez pronunciado su nombre, y aceptado, el pueblo se reunirá, el día domingo, con el presbiterio y los obispos presentes, quienes, con el consentimiento de todos, le impondrán las manos mientras el presbiterio se mantiene en quietud.

Que todos guarden silencio, orando en su corazón por el descenso del Espíritu Santo. Después que uno de los obispos presentes, a pedido de todos, imponiendo las manos sobre aquél que se ordena ore diciendo…

Cuando se haya convertido en obispo, que todos le ofrezcan el beso de paz, saludándolo porque él se dignificó. (SAN HIPÓLITO DE ROMA). https://ec.aciprensa.com/wiki/Sacerdocio_en_los_Padres_de_la_Iglesia

[6] Hay que observar diligentemente lo que es tradición divina y práctica apostólica y mantener lo que mantenemos nosotros y se mantiene en casi todas las provincias; a saber: para celebrar las ordenaciones rectamente, los obispos vecinos de la provincia acuden al pueblo en que se ordena un nuevo obispo; éste se elige en presencia del pueblo, que conoce a fondo la vida de cada uno de sus miembros y sabe de su conducta porque los ha tratado. (García-Villoslada ALZUGARAY, R., Historia de la Iglesia en España. I: La Igleisa en la España romana y visigoda (siglos I-VIII). Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1979, p. 43).

[7] https://nanopdf.com/download/el-cristianismo-hispano-director-jose-maria-blazquez-3_pdf

[8] El candidato plebe praesente sub omnium oculis deligatur et dignus ataque idc´neus publico fudido ac testimonio comprobetur. Una vez llevado a cabo este examen se procederá a la ordenación propiamente dicha: el pueblo elige al obispo, episcopus deligatur plebe praesente, que será votado por la comunidad y el clero local, de universae fraternitatis suffragio, y confirmado y consagrado por los obispos vecinos, de episcoporum qui in praesentia conveniunt… ludido episcopales ei diflerretur el manos e … imponeretur. El alcance que el suffragium de la comunidad tiene parece estar limitado a la aprobación entusiasta del candidato por medio de la aclamación. Sin embargo, Cipriano invoca en todo momento al pueblo para considerar legítima una elección. (PRIETO VILAS, M., Los obispos hispanos a fines del Imperio romano (ss IV-VII): El nacimiento de una elite social. Universidad Complutense de Madrid, 2002, p. 29).

[9] Già nel III secolo, infantti, venne formulata la norma per cui l´ordinazione andava fatta non da un vescovo solo, ma da almeno tre. Tale esigenza non avena un carattere sacramentale, ma era frutto di esperienze negative; la presenza di tre vescovi offriva una più solida garanzia contro il pericolo di decisión arbitrarie o prese alla leggera. (Wipszychka, E., Storia dela Chiesa nella tarda antichità. Milano, Bruno Mondadori, 2000, p. 10).

Tr. Ya en el siglo III, a principios, viene formulada la norma por la cual la ordenación tenía que hacerse no con un obispo solo, sino por lo menos tres. Esta exigencia no tiene que ver con el carácter sacramental, sino que es fruto de la experiencia negativa; la presencia de tres obispos ofrece una sólida garantía contra el peligro de las decisiones arbitrarias o tomadas a la ligera.

[10] tr. de impedir la toma de posesión de la sede o incluso a obligar al obispo a dimitir tras ser realizada la investidura.

[11] tr. ricos terratenientes, funcionarios, jefes de clanes, etc. Ellos participaban personalmente en las negociaciones y cuando se elaboraba por escrito el protocolo del procedimiento, firmaban junto con los obispos y miembros del clero.

[12] tr. se crearon coaliciones de familias y ambientes ya orientados hacia la persona conveniente para gobernar la Iglesia.

[13] tr. provenían sobre todo de la alta nobleza.

[14] a partir del siglo iv, el pueblo fue gradualmente orillado de toda efectiva participación en las elecciones episcopales, y su intervención se redujo a una simple aclamación del elegido. El nombramiento fue de la incumbencia del clero diocesano y en especial de los obispos de las demás diócesis de la misma provincia eclesiástica, a los que correspondía consagrar a nuevo pontífice y que debían dar su asentimiento a la elección. (ORLANDIS ROVIRA, Historia de la Iglesia I..., p. 139).

[15] (La elección de los obispos) la realizaban ordinariamente los miembros de la comunidad cristiana, ora contribuyendo a la elección el pueblo y el clero juntos y sometiéndola luego a la aprobación del metropolitano, ora inversamente, proponiendo éste a tres eclesiásticos, entre los cuales el clero y el pueblo escogían a quien querían. Algunas veces la elección del prelado tenía lugar por medio de la aclamación unánime. (LLORCA VIVES, B., Historia de la Iglesia católica I: Edad Antigua. La Iglesia en el mundo grecorromano. Madrid, Biblioteca de Autores crisitanos, 2005, p. 798).

[16] tr. En el siglo IV en el procedimiento electoral participaban tres grupos distintos: el clero de la Iglesia en cuestión, el obispo de la ciudad vecina (mejor aún de toda la provincia) encabezada por el metropolitano (a cual le correspondía las decisiones definitivas) y los laicos.

[17] El Obispo debe ser ordenado por todos los de la provincia siempre que sea posible; pero si es difícil, ó por una necesidad urgente, ó por el largo camino, es a lo menos necesario, que haya tres presentes que hagan la ordinacion con el voto y consentimiento por escrito de los ausentes; pero toca al Metropolitano en cada provincia confirmar lo que se hace. (RICHARD C., Los sacrosantos concílios generales y particulares. Tomo I. Madrid, Antonio Espinosa, 1793a, p. 285).

[18] El Obispo deberá ordenarse en un Concilio á presencia del Metropolitano, y de todos los Obispos de la Provincia, á los que ha de llamar el mismo Metropolitano con sus cartas ó letras convocatorias. Lo mejor es que asistan todos; pero en caso de que esto sea difícil, deberá hallarse presente la mayor parte, ó dar su consentimiento por escrito; de lo contrario, no tendrá fuerza alguna la ordinacion, la que si se verifica según dispone este Cánon, y se oponen algunos por tenacidad, deberá decidirse á pluralidad de votos. (RICHARD C., Los sacrosantos concílios generales y particulares. Tomo I. Madrid, Antonio Espinosa, 1793a, p. 311).

[19] Desde la segunda mitad del siglo IV, la intervención popular fue reduciéndose y la función de su testimonio sobre el candidato se restringiera a un pequeño grupo de “notables”, senadores, potentes, etc. La participación del pueblo en sentido amplio quedó limitada en la práctica a una simple aclamación, como expresión de júbilo. (ORLANDIS ROVIRA, J., Historia de las instituciones de la Iglesia católica. Pamplona, Enunsa, 2003, p. 103).

[20] Hecha la eleccion, el pueblo se juntaba el Domingo en la Iglesia, con los Sacerdotes y los Obispos. El que presidia la junta, presentaba á los Sacerdotes y al pueblo al nuevo electo, y les preguntaba, ¿si era el que habían escogido por Obispo? respondían que si. El Presidente les preguntaba despues, ¿si le creian digno de tan alto ministerio? todos respondían que sí, y lo aseguraban como si estuvieran en la presencia de Dios, de Jesu-Christo y del Espíritu Santo. Respondían del mismo modo á la tercera pregunta, que el Presidente les hacia sobre la capacidad del electo; despues de esto, uno de los primeros Obispos que se hallaban presentes en la junta, estando en pie junto al altar con otros dos, oraban sobre el electo. Durante todo esto tenian los Diáconos el libro de los Santos Evangelios abierto sobre la cabeza del que se ordenaba, y los Obispos y Sacerdotes oraban secretamente. Acabada la Oracion, y habiendo los Sacerdotes respondido amen, uno de los Obispos ponia en las manos del que se ordenaba una hostia; y los otros le acompañaban al trono que le estaba preparado. En él recibia el ósculo de paz de todos los Obispos, y despues de la lectura de los Profetas y de los Evangelios, saludaba al pueblo, deseándole la gracia de nuestro Señor Jesu-Christo, y despues hacía un discurso para exhortarle á la virtud. Acabado este discurso, todos se levantaban y diciendo el Diácono que no era permitido á los que estaban en el grado de los oyentes, ni á los infieles el permanecer mas tiempo en la junta, se comenzaba la Liturgia. (RICHARD, Los sacrosantos concílios generales y particulares, p. 187).

[21] Este liderazgo adquirido por los obispos fue consecuencia de la incapacidad de los medios administrativos imperiales para desempeñar su función y del vacío de poder que dejaron tras su paulatina desaparición. La asunción de funciones civiles, junto a los espirituales propios de su condición, encumbró a los obispos a las posiciones más elevadas de las ciudades, en las que se encontraba su sede. (UBRIC RABANEDA, P., La iglesia en la hispania del siglo V. Granada, Universidad de Granada, 2004, p. 41).

[22] tr. En el siglo V, el papa Celestino I declara que los obispos no deben ser impuestos, deben ser elegidos con el consentimiento del clero, de la nobleza y del pueblo. León Magno (440-461) dirá: «El que a todos gobierna debe ser elegido por todos».

[23] Podemos seguir con la constatación de que los papas de este siglo comienzan a intervenir en los nombramientos episcopales, pero no para realizarlos ellos, sino al revés: para garantizar la aplicación del principio electivo y de la legislación antigua.

Pero, como los papas están demasiado lejos, el mejor apoyo que cuentan para garantizar el respeto al principio electivo es el de los metropolitanos de cada provincia: ellos serán los encargados de velar para impedir que, por ejemplo, los obispos particulares decidan asegurarse un sucesor por su cuenta. (González FAUS, J.I., Ningún obispo impuesto. Las elecciones episcopales em la historia de la Iglesia. Sal Terrae, s.l., 1992, p. 43).

[24] La intervención que tuvo en las elecciones episcopales el poder temporal, fué en un principio muy beneficiosa á la Iglesia, porque removia todos los obstáculos y disturbios que á ellas se oponian; pero mas adelante fué causa de que por varios pretestos intervinieran por sí solos los príncipes en el nombramiento de los Obispos, siendo entre otras la causa principal de esta variacion las Investiduras, nacidas con los feudos, y que no eran mas que el modo por el cual se tomaba posesion de estos últimos. (GALI Y DÍAZ, Discurso investidura doctor, p. 8).

[25] El 3º prohibe elevar al Episcopado á los legos, aun con órden del Rey, si no han guardado ántes los intersticios prevenidos por los Cánones, pasado por los grados del Ministerio Eclesiásticos, y dado pruebas del arreglo de sus costumbres; añade que el Clero y el pueblo elijan dos ó tres sujetos para presentárselos al Metropolitano y  á los Obispos de la Provincia, los quales consagrarán al de los tres á quien toque la suerte, y que á este modo de juzgar del mérito de la persona preceda un ayuno. (RICHARD C., Los sacrosantos concílios generales y particulares. Tomo III. Madrid, Antonio Espinosa, 1793c, p. 49)..

[26] Declaranse nulas todas las elecciones de Obispos, de Sacerdotes ó de Diáconos hechas por Principes, y respecto á los Obispos se determina sean electos y ordenados por todos los Obispos de la Provincia, ó á lo menos por tres Obispos, si la mucha distancia ó alguna otra necesidad no permitiese otra cosa. (Richard, Los sacrosantos concílios generales y particulares.Tomo III, p. 249).

[27] En la práctica corriente, los canónigos de la catedral enviaban al príncipe una delegación anunciándole la sede vacante. Tal delegación estaba compuesta de personajes importantes de la ciudad: dignatarios del capítulo, archidiáconos, procuradores o vasallos de la iglesia.

El príncipe deseoso de respetar el derecho canónico concedía la elección, daba permiso de elegir (licentia eligendi). Pero, según su carácter, él se mostraba más o menos dispuesto a dejar plena libertad a los electores. (Fliche, a. y Martín, V., Historia de la Igleisa. Vol. X. La cristiandad romana. Valencia, Edicep, 1975c, p. 208).

[28] Cuando muera uno de los obispos sufragáneos, que el metropolitano, vigilando la elección de esta diócesis, ejerza allí las funciones de visitador, como debe hacerse con una iglesia viuda. Si no hallase en esta iglesia ningún sujeto capaz de llevar el peso del episcopado, autorizamos, por la autoridad de los cánones y por la autoridad de nuestra Sede apostólica, sin reticencia alguna, que escoja en su propia iglesia a quien le parezca más digno para gobernar la iglesia sufragánea y que lo entronice en ella. (Fliche y Martín, Historia de la Igleisa. Vol. X, p. 216).

[29] La institución de un obispo era una operación conforme a derecho en el que tradicionalmente concurrían muchos elementos: el clero y el pueblo de una ciudad hacía una elección; el príncipe temporal, aceptando al candidato que había sido escogido, le daba el episcopado; el metropolitano, asistido por sus comprovincianos, lo confirmaba y consagraba; el sumo pontífice, cuando era necesario, intervenía para juzgar las competiciones y hacer respetar las leyes canónicas. (Fliche y Martín, Historia de la Iglesia. Vol. X, p. 197).

[30] Sin duda, no se trataba de admitir a la muchedumbre a que deliberara, cosa que no estaba en las tendencias de la época. Pero entre los laicos, los personajes más considerables de la ciudad (primores civitatis, nobiliores, majores natu) tenían los mismos derechos que los clérigos; el obispo debía ser elegido magnatum et totius cleri consensu. (Fliche y Martín, Historia de la Iglesia. Vol. X, p. 199).

[31] Por toda Europa occidental, cualquier príncipe temporal –rey, duque o conde- se hallaba, pues, cualificado para intervenir en las elecciones episcopales. Sin embargo, mucha era la incertidumbre sobre la extensión de sus derechos. Los eclesiásticos no le reconocían más que el poder de confirmar las elecciones episcopales y de dar el obispado al elegido que era de su agrado. Pero de ordinario, reyes, duques y condes no se limitaban a dar su assensus al elegido del clero y del pueblo: perturbando de un modo o de otro el procedimiento canónico, ellos obraban sobre las elecciones de variadas maneras para imponer al candidato que querían. (Fliche y Martín, Historia de la Iglesia. Vol. X, p. 208).

[32] Eran los primeros que se informaban de que la sede estaba vacante, los canónigos podían en seguida ponerse de acuerdo para la elección del nuevo obispo… Por el contrario, los curas rurales, dispersos en sus respectivas parroquias, no tenían las mismas facilidades para hablar de la elección antes de la reunión de la asamblea en la que debía llevarse a cabo dicha elección. Si los canónigos lograban ponerse de acuerdo, era difícil que surgiera otra candidatura contraria a la que ellos preconizaban. (Fliche y Martín, Historia de la Iglesia. Vol. X, p. 201).

[33] El clero y el pueblo no sufran ningún perjuicio con que ellos tengan la facultad de elegir con plena independencia y con plena tranquilidad a quien mejor les parezca; que el elegido sea minuciosamente examinado por el metropolitano y por los demás obispos de la provincia; si éstos le reconocen digno, entonces, con el consentimiento del rey de quien depende la diócesis, que sea consagrado solemnemente y con la más grande devoción. (Fliche y Martín, Historia de la Iglesia. Vol. X, p. 198).

[34] El clero rural y el pueblo ordinario venían a esta ceremonia en gran número. Era una gran fiesta. A ellos les gustaba aclamar a su nuevo obispo a la entrada de la iglesia, al igual que las muchedumbres italianas saludan todavía al nuevo pontífice en San Pedro de Roma. El respeto del santo lugar no obstaculiza el entusiasmo del pueblo. Incluso el prelado consagrante forma parte alguna vez de este entusiasmo, preguntando a los presentes si aceptaban como obispo al que había sido elegido por los grandes. (Fliche y Martín, Historia de la Iglesia. Vol. X, p. 203).

[35] La elección por el clero, los abades y algunos laicos de la aristocracia era considerada como la forma de designación más conforme al derecho canónico, y así se hacía cuando el rey otorgaba libertad para hacerlo. Pero esto no tenía mayores consecuencias, pues el rey se reservaba la aprobación definitiva y entregaba al elegido las insignias de su cargo y los bienes de su obispado. (Sánchez HERRERO, J., Historia de la Iglesia II: Edad Media. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2005, p.218).

[36] Entre la investidura eclesiástica –simbolizada por la entrega del anillo y el báculo y realizada por la autoridad eclesiástica- y la investidura laica. Esta última consiste en la entrega del cetro, era el símbolo de los derechos temporales y el nuevo Obispo, tras recibirla era consagrado y prestaba el soberano juramento feudal de fidelidad. ((ORLANDIS ROVIRA, Historia de las instituciones de la Iglesia católica, p. 105).

[37] A principios del siglo XIV, el Papado consigue reservarse la designación de los obispos, que hasta entonces habían realizado los cabildos. Los soberanos comprenden pronto la interferencia que eso supone en su voluntad de controlar el clero y de afianzar su poder frente a las principales familias feudales, de las que provienen casi todos los obispos. (FERNÁNDEZ TERRICABRAS, I., Felipe II y el clero secular. La aplicación del concilio de Trento. Madrid, Sociedad estatal para la conmemoración de los centenários de Felipe II y Carlos V, 2000, p. 174).

[38] situar en las sedes a individuos afectos a su persona, pero como también tenían que contar con el apoyo de los poderes laicos para el reconocimiento de su autoridad en el Trono de San Pedro, en algunas ocasiones concedieron a la monarquía ciertos privilegios en los que se les permitía el nombramiento de obispos. (LORA SERRANO, G., ”Las elecciones episcopales de la diócesis de Plasencia durante la Edad Media”, Historia. Instituciones. Documentos. Nº 36, 2009. P. 253).

[39] Los presentados ó electos, ó nombrados por cualesquier personas Eclesiásticas, aun por los Nuncios Apostólicos, no sean instituidos, confirmados, ni admitidos á Beneficio alguno Eclesiástico, aun con pretexto de cualquier privilegio ó costumbre, aunque sea prescrita por tiempo inmemorial, sin que ántes les exáminen los Ordinarios locales, y les hallen idóneos, y nadie pueda excusarse de sufrir este exámen, valiendose del recurso de la apelación, exceptuándose no obstante los presentados electos ó nombrados por las Universidades ó Colegios de estudios generales. (Richard, C., Los sacrosantos concílios generales y particulares. Tomo VIII. Madrid, Antonio Espinosa, 1795, p. 189).

[40] Ao longo do século XVI, para náo perder de todo o seu poder nesta matéria, a Santa Sé regulamentou profundamente todo o processo de provimento episcopal, definido as suas várias etapas, insistindo nas modalidades de averiguaçao da qualidades requeridas aos obispos que le eram apresentados pelos diversos poderes temporais e establecendo acordos com alguns destes últimos. (MATOS PAIVA, J.P., Os bispos de Portugal e do Imperio 1495-1777. Imprensa da Universidade de Coimbra, 2006, p. 23).

tr. A lo largo del siglo XVI, para no perder todo su poder en esta materia, la Santa Sede regula profundamente todo el proceso de nombramiento episcopal, definiendo sus etapas, insistiendo en las modalidades de investigación de las cualidades requeridos a los obispos que eran presentados para los diversos poderes temporales y estableciendo acuerdos con algunos de estos últimos.

[41] 20. Puesto que el ministerio de los Obispos fue instituido por Cristo Señor y se ordena a un fin espiritual y sobrenatural, el sagrado Concilio Ecuménico declara que el derecho de nombrar y crear a los Obispos es propio, peculiar y de por sí exclusivo de la autoridad competente.

Por lo cual, para defender como conviene la libertad de la Iglesia y para promover mejor y más expeditamente el bien de los fieles, desea el sagrado Concilio que en lo sucesivo no se conceda más a las autoridades civiles ni derechos, ni privilegios de elección, nombramiento, presentación o designación para el ministerio episcopal; y a las autoridades civiles cuya dócil voluntad para con la Iglesia reconoce agradecido y aprecia este Concilio, se les ruega con toda delicadeza que se dignen renunciar por su propia voluntad, efectuados los convenientes tratados con la Sede Apostólica, a los derechos o privilegios referidos, de que disfrutan actualmente por convenio o por costumbre. (Christus Dominus, 1965).

[42] A no ser que se establezca legítimamente de otra manera, cuando se ha de nombrar un Obispo diocesano o un Obispo coadjutor, para proponer a la Sede Apostólica una terna, corresponde al Legado pontificio investigar separadamente y comunicar a la misma Sede Apostólica, juntamente con su opinión, lo que sugieran el Arzobispo y los Sufragáneos de la provincia, a la cual pertenece la diócesis que se ha de proveer o con la cual está agrupada, así como el presidente de la Conferencia Episcopal; oiga además el Legado pontificio a algunos del colegio de consultores y del cabildo catedral y, si lo juzgare conveniente, pida en secreto y separadamente el parecer de algunos de uno y otro clero, y también de laicos que destaquen por su sabiduría. (Código de Derecho Canónico, 1983).

[43] Al menos cada tres años, los Obispos de la provincia eclesiástica o, donde así lo aconsejen las circunstancias, los de la Conferencia Episcopal, deben elaborar de común acuerdo y bajo secreto una lista de presbíteros, también de entre los miembros de institutos de vida consagrada, que sean más idóneos para el episcopado, y han de enviar esa lista a la Sede Apostolica, permaneciendo firme el derecho de cada Obispo de dar a conocer particularmente a la Sede Apostólica nombres de presbíteros que considere dignos e idóneos para el oficio episcopal. (Código de Derecho Canónico, 1983).

[44] La competencia de esta Congregación se extiende a todas las cuestiones que son propias de las Iglesias orientales y que han de remitirse a la Sede Apostólica, tanto sobre la estructura y ordenación de las Iglesias, como sobre el ejercicio de las funciones de enseñar, santificar y gobernar, así como sobre las personas, su estado, sus derechos y obligaciones. (Pastor Bonus, 1988).

[45] Dependen de la misma los territorios de misiones, cuya evangelización confía a idóneos institutos, y sociedades, así como a Iglesias particulares, y para esos territorios trata todo lo que se refiere tanto a la erección de circunscripciones eclesiásticas, o a sus modificaciones. como a la provisión de las Iglesias, cumple las demás tareas que la Congregación para los Obispos ejerce en el ámbito de su competencia. (Pastor Bonus, 1988).

[46] Tenemos, por tanto, cuatro dicasterios de la Curia romana que, sea por un motivo personal (rito), sea por un motivo territorial (los territorios de misión), sea en fin por motivos de orden político o diplomático (países concordatarios), resultan competentes en la constitución y cambio de circunscripciones y en la fase romana del procedimiento del nombramiento de obispos. Naturalmente esta realidad demanda una adecuada coordinación entre esos dicasterios. ” (VIANA TOMÉ, A., “Las competências de la Curia Romana sobre la constitución de circunscripciones y el nombramiento de Obispos”, Ius Canonicum nº 93, 2007, p. 243).